Chan Kin

Iguana blanca

Nadando en las lagunas de la Selva Lacandona. Foto: Ángeles Mariscal

Nadando en las lagunas de la Selva Lacandona. Foto: Ángeles Mariscal

Cuando pensamos en el tema de patrimonio nos enfrentamos siempre primeramente al problema de su clasificación. El ser humano, en el uso de su racionalidad epistémica, ha fragmentado el concepto en cuestión para su entendimiento. Se habla entonces de un patrimonio natural y uno cultural, de un patrimonio material o tangible, y de un patrimonio inmaterial. Lo anterior funciona perfectamente para un nivel explicativo, pero en la realidad hemos de enfrentarnos al hecho de que estas divisiones fluctúan y confluyen en una interacción constante, de fronteras invisibles, a través de la cual adquieren sus valores. Hablar de la forma en que el patrimonio se manifiesta, reintegrando y fusionando sus clasificaciones en los contextos de la vida cotidiana, puede llegar a ser complejo; es por ello que he decidido servirme de una alternativa, a través del relato, para invitarlo, estimado lector, a observar la forma en que cada tipo de patrimonio se interrelaciona de forma casi imperceptible ante nuestros ojos. Dejo las interpretaciones y análisis del texto a su libertad.

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La noche en la boca de la selva es una noche diferente; si uno presta la suficiente atención puede escuchar el murmullo de sus secretos indescifrables, meciéndose entre las hojas de su colosal vegetación. Aquí, en medio de los cantos de la vida nocturna que se refugia entre las raíces, se develan los ecos antiguos de un mundo que no pertenece a este mundo, de un mundo que es propio de sí mismo, y al cual tenemos el privilegio de asomarnos de vez en cuando, para maravillarnos con su apreciación, aunque incapaces de entender sus verdaderas dimensiones.

Selva Lacandona. Foto: Conanp

Selva Lacandona. Foto: Conanp

Luego de sobrevivir a una madrugada de sueños intranquilos y ansiedad, despierto en el amanecer de un campamento alojado en las inmediaciones de la selva lacandona. Ha llegado el día que he esperado por años, el momento de hacer caminar mi cuerpo y mi ser a través de aquel santuario que, hasta ahora, tan solo he podido vislumbrar en mi imaginación. Desayunamos compartiendo la mesa con un grupo de turistas catalanes, que narran con emoción su estancia en nuestro estado. Similares a ellos me he topado, a lo largo de este viaje, con un sinfín de visitantes extranjeros (de esos que gustan de portar bermudas caquis, camisas sueltas y binoculares o una gran cámara réflex) por todos lados, caminando con admiración y contemplando nuestro entorno con los ojos destellantes de quien viera las grandes pirámides de Giza o la Muralla China.

Viajo con una amiga y su familia, que han venido desde la Ciudad de México para recorrer la famosa ruta maya. Cuando hemos concluido el desayuno se nos informa que en breve iniciaremos la caminata por la selva, por lo que salimos del comedor a esperar indicaciones.

Cascadas en las zonas selvaticas chiapanecas. Foto: CONANP

Cascadas en las zonas selvaticas chiapanecas. Foto: CONANP

Finalmente nos presentan a dos guías, lacandones ambos; uno vestido con el típico atuendo de manta, descalzo y de cabello largo; el otro, con jeans, una playera, tenis y cabello recortado. Se le dice a mi grupo y al grupo de catalanes que cada uno puede elegir al guía que desee para el recorrido. «Hay que elegir a este» escucho decir al padre de la familia con quien viajo, «el otro no parece tan lacandón». «Queremos irnos con él», dijo entonces una de sus hijas en voz alta, señalando al lacandón que se parecía más al de las infografías y documentales (me fui el resto del camino preocupado, pensando si yo lucía lo suficientemente tuxtleco para ellos).

Finalmente hemos comenzado a atravesar un sendero que nos interna rápidamente en la boca de la selva. Hasta el ritmo de la respiración cambia con el aire puro y poderoso que se mete casi a la fuerza en los pulmones. El infinito follaje que techa nuestros pasos es un verde tanque de oxígeno que revitaliza todos los sentidos, y la luz que se cuela desde las copas de los árboles acaricia la vista, te abraza y te sume en ensoñaciones. Aquel sitio parece irreal, pero estás ahí, sintiéndolo, viviéndolo, respirándolo, y entonces no puedes negar su existencia. No puedo evitar pensar en qué tanto del mundo, de nuestro mundo, podría ser así si no sufriera continuamente la huella de nuestra presencia, la huella humana.

Uno comienza a cuestionarse si nuestros oídos son realmente capaces de percibir un rango tan amplio de sonidos, o si los estamos imaginando. Sonidos de viento, voces de múltiples aves con múltiples cantos, orquestas de insectos, aullidos de monos, ecos de los árboles, murmullos del agua, vibraciones de vida… sonidos de selva. Ecos de mundos alternos y mundos pasados escapando hasta este mundo, refugiándose en la gran madre, lo más lejos posible del hombre; sin saber, tal vez, que el hombre hasta allí también es capaz de llegar, para bien o para mal.

Transitando entre aquellos sonidos y formas comenzamos a dialogar con nuestro guía. Nos dice que se llama Chan Kin, y que su nombre significa pequeño sol. Recuerdo que un día antes, en Bonampak, otro hombre me ha dicho que se llamaba Chan Kin; más tarde, de regreso al campamento, platicaré con un joven más con el mismo nombre; años después, dos amigos diferentes me contarán de sus viajes a esta misma zona y de cómo conocieron a un lacandón de nombre Chan Kin; así que, o todos se llaman Chan Kin, o hay algo en estas coincidencias que se me está escapando. Volviendo… Conforme avanzamos por los senderos de la selva nos va mostrando algunas hojas y señalando algunos árboles, «este se llama así y sirve para tal cosa, esta se llama así y sirve para esta otra, de este no recuerdo su nombre, pero sirve para esto. Y este no sé. Pero este otro, miren…». Nos acerca a un árbol de textura suave y recubrimiento color paprika, arranca un pedacito de la corteza y nos dice «miren, este es pintura, tarda tres días en quitarse. Pinta la piel». Nos mancha una pequeña parte de la mano para probar; en efecto, un suave color grana se plasma en nuestra dermis. «También pinta los labios», las chicas lo comprueban. «Me gustaría decirles el nombre de todo, pero hay muchas cosas que ya no sé. Mi padre tiene más conocimiento, pero el que se sabía de todo era mi abuelo, él sí te podía hablar de cada planta, de cada árbol, que hay en la selva». La última confesión abre pie al tema que no dejaba de inquietar a mis acompañantes desde la mañana.

 ¿Por qué el otro guía no estaba vestido como tú?
 No le gusta, prefiere la otra ropa. Es lacandón también. No es forzoso vestirse como yo. A los turistas les gusta más vernos así, y pues a mí no me incomoda esta ropa.
Continuamos avanzando, bajo el canto melódico de las aves habitantes de las ramas que escapan a la vista, bajo el abrazo de la calida luz del día que se ha hecho fuerte y comienza a hacer sudar los poros de mi frente y de mi cuello. Atravesamos un recodo del río Lacanjá; su chapoteo nos invita a quedarnos, pero Chan Kin nos dice que aún hay algo que ver más adelante, que más tarde regresaremos. Continúa hablándonos de la vida actual de su gente, de cómo el contacto con la “modernidad” les ha cambiado sus hábitos, incluso alimenticios. «Algunos prefieren comer atún de lata a cada rato», nos dice.

selva

Pero no todo se ha perdido. Han preservado algo, lo más importante. Han vigilado y protegido su casa. Cuando uno camina entre la espectacular envergadura de las grandes ceibas, la fortaleza de los cedros, el aroma de las caobas… entre las más de 500 especies de árboles que se elevan desde sus raíces hasta tocar el cielo, erigiéndose como colosales pilares de la Tierra que sostienen el techo del mundo sobre sus troncos, uno puede observar que ha habido amor en la edificación y la preservación de aquel hogar, que existe una perfecta relación simbiótica entre la casa verde y sus habitantes, y que hay un secreto pacto de mutua protección sellado entre los ecos de los árboles, donde los lacandones antiguos se aliaron con su selva y heredaron su designio a los presentes. Pero también, si se escucha con cuidado, entre las voces de la selva se oirá una especie de llanto, un lamento lejano, de una herida que apenas sana, causada por la destrucción que alguna vez fue provocada por el hombre intruso; el hombre tonto que cree que el oro, un mineral, puede dar la misma vida que una ceiba; un hombre que cree que se puede producir oxígeno de una moneda, que se puede beber agua de un billete; un hombre sin modales, que no contento con pisar una morada que no le pertenece, derribó sus pilares y masacró a sus habitantes. Pero ya no más. Fue esta por lo menos una lucha que, aunque tarde, ganó la madre naturaleza, y el cuidado de la selva fue entregada finalmente a aquellos hombres que nacieron de su vientre y supieron devolver la vida a su corazón. Más allá de su vestimenta; más allá de su lengua; más allá de sus hábitos; los lacandones son, antes que nada, los guardianes de su selva, protectores silenciosos de los reinos que le habitan, y es a gracias a ellos que este pulmón continúa brindándonos aire puro hasta a los más parasitarios.
“ ¿Qué tan grande es la selva?
 Más de 660,000 hectáreas.
 ¿Y ustedes cuántos son?
 Apenas más de mil…”

Continuamos abriéndonos paso bajo el refugio de los árboles, que nos protegen del sol que ya llega al cenit, pero que no pueden resguardarnos del húmedo calor que se ha ido acrecentando. Entonces llegamos al lugar que Chan Kin nos quería mostrar. Frente a nosotros se destapa, de entre el espesor de la vegetación, un monumento de piedra que ya se ha fusionado con las raíces de la tierra; un templo de rocas, otrora grises, que ha sido teñido de verde por el abrazo de la hierba, que ha ido recobrando su territorio con el paso de los siglos. Se trata del enigmático sitio arqueológico de Lacanjá, un vestigio milenario que ha permanecido como un testigo silencioso en el corazón de la selva, vigilando el ciclo de la vida que ha escrito su propia historia, lejos de las miradas de nuestra “civilización”. Roca y naturaleza, fusionando la historia de hombres ancestrales con la remanencia de las voces de las ceibas, vigilando nuestros pasos que se acercan sin la reverencia meritoria de aquel sitio.

Es un sitio virgen, y en esa virginidad subyacen su resguardo y su maravilloso estado de conservación. «Han venido los arqueólogos, los del INAH, a quererlo destapar, pero no lo hemos permitido», nos dice Chan Kin. «Queremos que la construcción se conserve, que lo que nuestros antepasados aquí dejaron permanezca aquí. Además ellos quieren abrir una zona arqueológica para el público. Imaginen cuántos árboles tendrían que talar para explorar, cuántos más para abrir un camino para la comodidad de los visitantes, cuánto daño se le haría a la selva y al vestigio. Eso no sería preservación». Permanecemos un tiempo en aquel lugar. Me tomo un espacio lejos del resto, camino entre las piedras, respiro profundo y trato de leer algo entre las rocas y los árboles que nos rodean; trato de escuchar algún mensaje, alguna historia, algún secreto, pero el templo no me habla, no me dice nada, no hay una voz reservada para mí aquí, yo no soy uno de sus herederos; tan solo puedo apreciar su estética, maravillarme por su mística belleza, y sumirme en pensamientos y reflexiones propias a través de su contemplación.

De regreso al campamento, Chan Kin cumple su promesa. Pasamos de nuevo por el río Lacanjá y subimos hasta un punto donde el agua borbotea bajo la delgada cortina de una fresca cascada. Nadamos casi una hora, engañando al calor del mediodía, y emprendemos el camino de vuelta, en mayor silencio. Ya se han hecho las preguntas más importantes, es momento de reposar las respuestas en la cabeza. Se acerca la hora de partir, de continuar el camino, mi efímero paso por aquel santuario concluye con mi promesa interna de volver a la primera oportunidad; mientras digo adiós en mi mente, preguntándome qué tanto de la selva se viene conmigo, y qué tanto de mí se queda para siempre en ella.

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