Adán y la serpiente
Casa de citas/ 217
Adán y la serpiente
Héctor Cortés Mandujano
Tengo todos los discos de la agrupación Paté de Fuá y los oigo con cierta constancia. A Jacobo, mi nieto, desde que los oyó parecieron gustarle, porque es muy enfático cuando algo le desagrada: “No gusta”, dice tajante. Desde que subí al carro el cd Película muda (2014) decidió que era suyo el cuadernillo y pide casi sin excepción que le pongan el primer track “Vamos a morir”. Un día iban solos en el coche él y su mamá, y ésta cantó el estribillo de la canción que da título al gran trabajo de estos músicos. Jacobo la vio con gesto de enojo y le dijo al oír la frase “Película muda”:
—No me digas gosedías.
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Solemos entronizar, a veces, ciertos ejemplos de humanidad en las artes (libros, películas, etcétera) y a veces dejamos pasar, como si fueran generalizados, los actos reales de personas reales que podrían enseñarnos a ser mejores. Digo esto porque nuestra amiga Lucy nos invitó a mi mujer y a mí a comer con ella en su guarida, como la llama: un espacio amplio, con alberca, muchos árboles frutales y flores. Lo ha hecho en varias ocasiones y los invitados somos unos cuantitos de los que ella considera cercanos.
Cuando llegamos esta vez nos dimos cuenta que no éramos los únicos, sino casi los últimos en llegar a las varias mesas rebosantes de invitados. Había tres o cuatro tipos de comida, postres, ¡pozol blanco y de cacao!, y varias amabilidades más. No lo sabíamos, pero era su cumpleaños.
En algún momento de charla aparte nos enteramos que ella había preparado todas las comidas y bebidas (salvo las obvias) y para eso se había desvelado trabajando. Lo suyo me pareció un acto de generosidad –que de inmediato mi mente cinéfila relacionó con El festín de Babette (1987)–, que no buscaba más que regalar a sus familiares y amigos algo en lo que ella había puesto no sólo horas de trabajo, sino también amistad, cariño. Esto puesto en una película quizás nos conmovería.
En otra comida, esta vez en casa de mi compadre Raúl Ortega, me tocó conversar con Fabián Ontiveros, quien nos contó a mi mujer y a mí de un panadero francés, cuyo negocio está en el centro de San Cristóbal, que cotidianamente, al finalizar su labor diaria, regala los panes de ese día a la fila de niños que ya saben que cada noche pueden ir, gratis, por las delicias que prepara este hombre. Y lo hace callada, discretamente. Es bueno saber de esta gente y, si se quiere, aprender de su ejemplo.
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Leo Daisy Miller y otros relatos (Editorial Tomo, 2003), de Henry James. Daysi Miller es una historia concentrada que, dice el prologuista y traductor Luis Rutiaga, fue uno de los raros trabajos literarios de James que (p. 6) “se puede decir que tuvo enseguida éxito popular”. Y con justicia.
Los otros relatos son Los papeles de Aspern, que leí en otra edición y traducción, ya comentada en una Casa anterior, y La bestia en la jungla. En éste un hombre espera encontrar el amor que lo haga trizas y eso se lo confía a la mujer a la que perderá para darse cuenta de que tuvo frente a sí lo que buscaba, sin verlo. Ella le pregunta (p. 179): “¿Ha estado enamorado y no ha significado tal cataclismo?, ¿no ha resultado ser el gran acontecimiento?”; y él: “Fue agradable, delicioso, triste –aclaró–. Pero no fue extraordinario”. La bestia en la jungla es el amor, y éste salta, según la ficción de James, cuando estás más desprevenido. Cuidao, como dice mi nieto.
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Con pocos días de diferencia vi dos películas sobre gente alcohólica, sobre alcoholismo. La primera fue Arturo, el millonario seductor (1981, dirigida por Steve Gordon, con Dudley Moore como protagonista), que quise ver de nuevo porque no me había parecido cómica la primera vez que la vi en cine. Esta vez tampoco me lo pareció, pero entendí, creo, un poco más el famoso asunto que canta Emilio Tuero en “Quinto patio”: “El dinero no es la vida”.
La otra cinta fue Días de vino y de rosas (1962, dirigida por Blake Edwards), que narra en blanco y negro la degradación de una pareja en el vértigo que da alejarse de la realidad por medio del alcohol. Los protagonistas son espléndidos: Jack Lemmon y Lee Remick. Esta güerita linda dice, por cierto, mientras los dos están en un muelle de madrugada viendo el mar, el poema de Ernest Dowson, de donde nació el título de la peli:
Pronto llegarán días de vino y de rosas.
Nuestros pasos se unirán como en un sublime sueño.
Para siempre, como un sueño.
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Sobre cine es el nuevo libro del desaparecido Carlos Fuentes. Pantallas de plata (Alfaguara, 2014) es su puesta en claro de lo que importante que fue para él ver películas. No lo cuenta aquí, pero lo dijo en varias entrevistas, y es obvio, que su célebre novela La muerte de Artemio Cruz (1962) no es más que una vuelta de tuerca a la clásica El ciudadano Kane (1941), de Orson Welles.
Yo, ya lo he dicho antes, llevo un apunte de los libros que leo, de las películas que veo; con mayores datos lo hacía el papá de Carlos Fuentes (p. 25). “Desde su juventud, mi padre venía anotando cuidadosamente todas las películas que vio”, y es muy claro que entendía la ficción, el sueño que es el cine. Cuenta de una película donde la heroína sufre mil peripecias y sale incluso muy bien peinada (p. 27): “¿Cómo podía una mujer (no digamos una dama) sufrir estos percances, estas indignidades, tratada como una vulgar pelota de futbol, y emerger de todo ello, no digamos sin moretones, sino triunfante, confiada, alegre?
“Tan cerca de mis ojos.
“¿Qué importa?, me dice mi padre, y se lo dice a ustedes: No entiendes. No saben soñar. Al cine se entra a soñar, lector, espectador, mi semejante, mi hermano”.
He visto todas las películas de Alfonso Cuarón, desde Sólo con tu pareja (1991) hasta Gravedad (2013), y antes de ésta me pareció un director promedio, nada brillante, nada prometedor: un buen artesano. Fuentes evidentemente pensaba lo mismo y no vio Gravedad, porque en su apartado de cine mexicano, lo excluye (p.142): “Después de estos años de gloria y miseria, de arte y de idiotez, el cine mexicano, dominado por viejos que negaban la entrada a los jóvenes, rejuveneció al cabo gracias a Juan Ibáñez, Arturo Ripstein, Alejandro González Iñárritu, Guillermo del Toro, Rodrigo García, Carlos Reygadas”.
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Samuel Langhorne Clemens (1835-1910) pasó a la literatura universal con su seudónimo. En Cuentos con humor (Errepar, 2000) explican que trabajó un tiempo como piloto fluvial (p. 5): “Cuando los pilotos miden la profundidad del agua, un grito señala que se puede navegar sin riesgos. Es el que dice ‘marca dos brazas’, en inglés ‘Mark Twain’. Ese es el sobrenombre que Clemens adopta y que luego lo hará famoso”. Dijo Jorge Luis Borges (p. 10): “Mark Twain fue uno de los escritores verdaderamente grandes, pero él no se daba cuenta de eso”.
En una falsa “Autobiografía” habla de un pasado suyo que fue misionero en una tribu (p. 62): “Sus feligreses le querían tanto y tanto le apreciaron que, cuando murió, se chupaban los dedos y decían que aquel era el más delicioso de los misioneros”.
Escribió (p. 157): “Adán no era más que un simple humano. Si quiso la manzana, no fue por la manzana, sino porque era la fruta prohibida. El error estuvo en no prohibirle la serpiente, porque entonces Adán se hubiera comido a la serpiente”.
Sobre la lectura (p. 160): “Hay que tener cuidado con los libros sobre salud: podemos morir por culpa de una errata”.
Sobre la gente (p. 162): “Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no le enseñan a nadie”, y (p. 165): “La diferencia de opinión es lo que motiva el éxito de una carrera de caballos”.
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En la revista Timonel, grandota y ancha, publicada por el Instituto Sinaloense de Cultura (año 2, número 5, mayo de 2012) hay varios haikús de Basho, traducidos por José Emilio Pacheco. Todos certeros. Éste me encantó (p. 4):
En mi vida es ya invierno.
La Luna
sigue intacta.
Y hay una traducción de Óscar Paul Castro del poema “Volcán”, de Derek Walcott, Premio Nobel de Literatura 1992. Estos dos versos hablan de ciertas personas (p. 6): “Demasiados no son otra cosa/ que ceniza erguida, como el cigarro”.
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