Vivimos sumidas en un doble discurso, desde el SCN que contabiliza el trabajo sexual como parte de la economía formal, hasta los políticos que por un lado quieren perpetuar un modelo de familia tradicional y por otro disfrutan armando burdelitos privados en reuniones de trabajo.
Es inobjetable que las personas adultas que trabajan en la industria del sexo comercial tienen derechos civiles y estos deben ser respetados, pero se equivocan quienes aseguran que la trata de personas terminará si se legaliza el trabajo sexual. Tienen derecho a creer individualmente que éste puede ser visto como un negocio lícito en que su cuerpo es la oficina, donde quienes ejercen deberán pagar impuestos, recibir prestaciones y no ser perseguidas judicialmente por su ocupación.
El problema es que en la discusión se omite hablar de los mecanismos culturales y económicos que sostienen a esa industria. Argumentan que en la el capitalismo todo está tocado por cierto grado de esclavitud, de sexismo y clasismo por tanto nadie debería exigir que la prostitución esté libre ellos. Sin embargo es justamente el desequilibrio de poder, el androcentrismo, la explotación del discurso que cosifica a las mujeres y no el deseo erótico, lo que hace que la industria obtenga más de 15 billones de dólares al año.
Es una fantasía creer que porque se legalice plenamente el sexo comercial la sociedad dejará de discriminar a quienes se dedican a él. Hay preceptos culturales asentados en la discriminación de género que son muy difíciles de desincrustar del discurso público; por otro lado es un hecho que la industria del sexo comercial vive y se fortalece de reproducir el machismo y el tabú: lo prohibido. Presenta la sexualidad como fantasía cuyo eje central es la transgresión de la putería.
La industria no obtendría tantos miles de millones de dólares si no representara un reto a la moral pública entrar en una Sex shop donde un consolador cuesta mil quinientos pesos y las películas que más se venden son aquellas cuyos guiones juegan con la idea de lo prohibido: las casi-quinceañeras (barely teens) en orgías con hombres adultos, el sexo duro (lenguaje de la industria para celebrar la violación como ceremonia fílmica), o el sadomasoquismo bondage que vende la idea de que la violencia como juego con reglas claras es lo más interesante para mantener la pasión de una pareja.
Es lo que más dinero les deja a sus productores después de la prostitución directa en clubes VIP. Lo cierto es que en la medida en que se populariza la pornografía gratuita en Internet rompiendo los límites de la transgresión, quienes si la cobran buscan nuevos mercados en el porno adolescente (con actrices que apenas cumplidos 18 años parecen de catorce o quince). La industria del sexo comercial reproduce la cultura tradicional pero también produce nuevos paradigmas de comportamiento erótico.
De allí que no se pueda discutir la legalización de “trabajo sexual” aislándola del negocio de clubes, prostíbulos y pornografía que han sido tradicionalmente canales de lavado de dinero para mafias y empresarios corruptos. En pocas palabras si se reconoce en el PIB que dejen de jugar a discutirlo parcialmente y se transparente a toda la industria. Pero esto es casi imposible, porque uno de sus motores es la opacidad, se nutre del prohibicionismo para vender.
El discurso de las organizaciones internacionales de trabajo sexual y su industria radica en asegurar que todo cuestionamiento es producto de una moral religiosa reduccionista y erotófoba que niega sus derechos civiles.
La paradoja es que no quieren entrar completamente a la luz de la legalidad, sólo parcialmente las mujeres, y justo en esa trampa se oculta el poder de los tratantes de personas.
Sin comentarios aún.