Ignacio Flores Montiel «El General», el horror de un imperio policiaco en Chiapas
El nombre de Ignacio Flores Montiel, El General o F.M., simboliza para los agraviados y la voz popular, la muerte, el miedo, la tortura y la represión en la década del 90 lúgubre en Chiapas. Se le pronuncia todavía con recelo y repudio.
El jefe policíaco, durante el gobierno de José Patrocinio González Garrido, es evocado y enfocado en el símil de los torturadores, de quienes picana y linterna en mano, ordenaban los flagelos en la penumbra de los calabozos.
Quienes lo padecieron y lo trataron lo recuerdan como el mal encarnado en conducta simiesca. Con su voz gutural y estropajosa que exigía a subalternos que le dijeran general sin que lo fuera ni pareciera.
Lo citan y sitúan en la ocasión cuando mandos castrenses lo despojaron de las hombreras y los laureles militares queF.M. ostentaba en sus uniformes de la policía del Distrito Federal, no obstante que ya fungía como coordinador general de las policías chiapanecas. Si quiere hacer carrera militar lo esperamos en el Ejército, le advirtieron.
Flores Montiel se fue de Chiapas. La última vez que estuvo aquí fue por el proceso legal que enfrentó en el centro penitenciario El Amate, tras su arresto en abril de 2007, por el homicidio del periodista Roberto Antonio Mancilla Herrera.
El céntrico edifico donde estuvo la Procuraduría General de Justicia del Estado y las oficinas de El General, parece untado por la presencia del ahora anciano policía que en la década del 70 fue integrante del Grupo Jaguar bajo las órdenes de Arturo Durazo, El Negro, en la capital del país.
Quienes lo padecieron y lo detestan lo escuchan aún en el martilleo de sus botines cuando subía las escaleras, vestido con sus camisas a cuadros combinadas con pantalones de mezclilla en el perenne aroma del jovan, el desodorante y la loción favoritos que despedía de su nuca y rostro cuya dureza lo asemejaban a un dragón de Komodo, rodeado a toda hora de guarda espaldas.
Lo perciben en la dimensión de sus ojos helados con los que ordenaba sin hablar a Domingo Pérez Zarazúa conocido sotto voce como El Sapo, el sujeto de toda su confianza en la dirección de la policía auxiliar del estado. El chilango de cuerpo contraído, voz aflautada a quien ahora lo refieren muerto por un cáncer de testículo.
El también conocido, en voz baja, como El Renacuajo, ceñido en sus conjuntos color gris y azul, quedó en el aparador del horror con su obsesión compulsiva por las armas de fuego de cargo, un revólver 38, rifles calibre 12 y un subfusil israelí Uzi, éste último le causaba una contenida sensualidad al palparlo.
Calvo y de botines diminutos, Zarazúa parecía captarlo todo con el filtro de sus ojos saltones. Departía y compartía con los señalados torturadores materiales, los comandantes y jefes de grupo de la entonces policía judicial: Ramón Herrera Bautista- asesinado a tiros hace 15 años en Tapachula-, Urbano Santos Benítez- víctima de una enfermedad- Idelfonso Domínguez, El Cachi,- emboscado y muerto en el libramiento sur-, Eduardo Rivera Barrios- muerto a balazos cuando lavaba el auto fuera de su casa-, Ernesto Castellanos, El Caballo y Julio César Avendaño.
Las manos de aquellos poli-judiciales que, por las mañanas bendecían a sus hijos cuando partían al colegio y cada 10 de Mayo acariciaban las cabezas de sus madres, eran las mismas que en el calabozo torturaban a los detenidos con dolores indecibles.
Las víctimas de la tortura recorren a trancos, a flashazos, los escondrijos de sus gritos-aullidos y llantos en aquellos holocaustos personales.
Era un cuarto oscuro, hermético, alumbrado por una luz amarillenta titilante. Estar ahí como víctima significaba una estancia temporal o definitiva en el infierno. Dependía si morías o quedabas trastornado, atado a un camastro o una silla de ruedas.
Los instrumentos de castigo estaban diseñados para el dolor, la angustia y la desesperación.
El tambo de agua, de orina o heces, según fuera la prisa para obtener la supuesta información, donde zambullían hasta que conseguían la confesión; la toalla mojada con chile, sal y limón y la bolsa de plástico con que la que cubrían la cabeza para que respiraras hasta la delirante asfixia.
La estancia en el calabozo fue la vida que se resistía prendida como garrapata en todas nuestras entrañas; pero también fue la muerte que aguardaba en los nudillos, en los puños y los ojos porcinos de los torturadores.
Como en La Inquisición y en todos los tiempos. En otro rincón esperaban las botellas de agua de Tehuacán, que esperaban inundar las narices; las manoplas que cortaban la carne y la piel; los cables para los toques eléctricos en los testículos y la curvatura del ano.
Era la crueldad exenta de cualquier rasgo humano, porque cuando el dolor físico no doblegaba llevaban a nuestros familiares: la esposa, los hijos, a quienes ante nuestros ojos eran amenazados. Ahí sí nos doblaban como ejotes y admitíamos que hasta que habíamos matado a Hitler.
El 20 de abril de 2007 la Fiscalía General del Estado informó del arresto de Flores Montiel y de Wallas Hernández Santos por su probable participación en el homicidio del periodista tuxtleco Mancilla Herrera.
Wallas Hernández fue ayudante del presunto homicida material, Salvador Verde Gracían, entonces agente de la policía judicial e integrante de un grupo especial al mando de Flores Montiel.
La Fiscalía aseguró que las indagatorias y testimoniales precisaron que la ejecución de Mancilla Herrera fue ordenada por Flores Montiel. Meses después F.M . fue liberado de El Amate.
Pasaron 24 años de los plenos poderes ejercidos por Flores Montiel en Chiapas.
Las casi tres décadas no consiguen disipar el horror de su imperio policíaco Menos aún establecer la verdad jurídica ni el castigo legal contra los responsables del homicidio de unos 25 homosexuales, en los cuales también la vox populi vincula a El General.
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