Nunca he amado a nadie creo, lo recordaría
Casa de citas/ 205
En Perdida (Gone Girl, 2014), dirigida por David Fincher, la hermana del personaje que hace bien, increíblemente, Ben Affleck, luego de darle vueltas al regalo que él debe hacerle a su esposa por su quinto aniversario de bodas, pregunta que toca según la taxonomía que sobre cada año ha hecho el comercio: de papel el primero, de no sé qué el segundo…, el quinto de madera.
—Pero no hay buenos regalos de madera, se queja él.
Y ella, certera:
—Pues qué tal que te la llevas a casa, le haces el amor como un salvaje y le regalas un buen palo.
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Estaba grabando un programa de radio, en la Unicach, en compañía del etnomusicólogo Fernando Híjar cuando, en una pausa, a él le llegó un mensaje. Levantó la vista y me dijo:
—Murió Tehua.
Conversamos sobre ella brevemente. Tehua era una cantante que nunca fue tan popular porque su voz y su presencia atípicas no lograron enganchar al público de masas. Su repertorio, además, insistía en la canción histórica, en la recuperación de viejas tonadas, algo que le interesa a muy pocos. A mí se me ha quedado grabada su interpretación de “Por si no te vuelvo a ver”. Esa canción de ausencia del ser amado, al que se llega para pedirle un último beso, me parece un prodigio en su voz: “He venido a decirte únicamente, que aunque viva muy lejos, jamás te olvidaré”. En mi recuerdo –“En el fondo de mi alma he levantado un castillo de amores, tan sólo para ti”– quedará Tehua, hasta que yo también desaparezca.
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Una amiga nos cuenta, a mi mujer y a mí, que un día llegó a su casa un familiar con el que pensaban tener buenas relaciones, cariño, fraternidad, etcétera. Y que por una frase intrascendente dicha por alguien, se irguió como serpiente enfurecida y les dijo de un tirón una insólita colección de insultos e hizo una revisión lodosa, saturada de coprolalia, de la relación que hasta ese momento habían tenido.
Cuando la persona se fue, dicen, la casa tembló.
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El científico que Morgan Freeman interpreta en Lucy (2014, dirigida por Luc Besson) dice: “El objetivo de la vida es compartir lo aprendido”.
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Cuando un hombre piensa en el pasado
se vuelve más bueno
El Stalker,
de Tarkovsky
En las páginas en blanco del final de Viajes paralelos (Alfaguara, 2002), de Aline Pettersson, un libro que no logró atraparme, escribí unas citas a propósito de la cinta Stalker, La Zona (1979), de Andrei Tarkovsky. Al margen de los líos que tuvo la filmación y conservación de esta cinta, de las irrupciones del color o el sepia a veces casi en la misma secuencia, la forma en que está contada me parece fenomenal: a). El viaje de los tres hombres a esta zona donde tal vez cayó una bomba o un meteorito, y donde se supone hay una habitación que concede todos los deseos; b). El discurso de frente a la cámara, es decir, dirigida directamente a los espectadores de la esposa del guía Stalker, como si ella no fuera un personaje; y c). La escena final de la niña ejerciendo sus poderes de telequinesis. Quiero ser Tarkovsky.
Dice el Stalker (Acechador o Cazador): “Cuando un hombre nace es débil y flexible. Cuando muere es rígido e insensible. Cuando un árbol crece es tierno y dúctil, pero cuando está seco y rígido, muere. Rigidez y fuerza son compañeros de la muerte. Ductibilidad y vulnerabilidad son las expresiones del ser, porque lo que se ha endurecido nunca ganará”.
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En Viajes paralelos, por cierto, Pettersson trascribe varias cartas. En una de ellas, el poeta Amado Nervo se queja de que las autoridades han decidido encarcelar a todo aquel que “chulee” a una dama. El escrito, fechado el 20 de octubre de 1896, dice que somos (p. 196) “los latinos, la raza más ligera de cascos de todo el orbe”.
“¡Vaya con estos tiempos!”, se queja Nervo; sin embargo, aquella prohibición aún sigue en disputa actualmente. Iniciativas van y vienen, leyes se hacen y se deshacen pero cierto tipo de hombres siguen diciendo, en la calle, cosas terribles a las mujeres. ¡Vaya con estos tiempos!
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Leer a Beckett es aprender una larga lección contra la vanidad, la felicidad, el amor y los dulces sentimientos con que mucha gente se entretiene mientras camina rumbo a su tumba. Relatos (TusQuets, 1997), de Samuel Beckett, insiste en los temas que ha tocado en su tríptico de novelas (Molloy, Malone muere –los menciona en la página 93– y El innombrable) y en varias de sus obras de teatro: el absurdo de vivir.
A veces prescinde de puntos y comas, generalmente interrumpe sus discursos o los banaliza con alguna frase que hace suponer que no está pensando en serio o encadena frases que parecen no tener relación ninguna. No son estos relatos, en el sentido que comúnmente se les da, sino fragmentos narrativos casi siempre en primera persona, casi siempre narrados en masculino, que podrían haberse incluido en cualquier parte, en cualquier libro. No hay más anécdota, que la recurrente: alguien expulsado o muerto o a punto de morir que piensa en lo poco importante que ha sido vivir.
Casi al azar tomé líneas de las 250 páginas para hacer este texto que sólo tiene ideas, frases de Beckett, donde no campea la lógica convencional:
“Ya pueden lavarse, los vivos, ya pueden perfumarse, apestan. Sí, como sitio para pasear, cuando uno se ve obligado a salir, dadme los cementerios. Nunca me han decepcionado las inscripciones, siempre hay tres o cuatro tan divertidas que me tengo que agarrar a la cruz, o a la estela, o al ángel, para no caerme.
“No sé por qué he contado esta historia. Igual habría podido contar otra. Quizás alguna otra vez podré contar otra.
“Almas vivas, veréis cómo se parecen. Todo lo que digo se anula, nada habré dicho. Qué importa quién hable. Y las voces, vengan de donde vengan, están bien muertas.
“¿Qué es esta cosa innombrable, que yo nombro, nombro, nombro, sin usarla, y llamo a esto palabras? Es un chorro ininterrumpido, de palabras y de lágrimas. Todo sin reflexión. La noche a la que tontamente llamamos la mañana.
“No, no estoy fuera, estoy bajo tierra, o en mi cuerpo en alguna parte, en otro cuerpo. Nunca en mi vida he estado en camino hacia ningún sitio, sino simplemente en camino. Nunca he amado a nadie creo, lo recordaría. Imaginación muerta imagina. Es imposible que yo tenga voz, es imposible que yo tenga pensamientos. ¿Qué sé yo del destino de los hombres?
“Ultimísimo cambio ya finalmente espalda al cielo el expulsado cae y queda extendido entre sus ruinas. Siente rencor entonces contra el origen de toda vida. En el manicomio del cráneo y en ninguna otra parte. El día tan pronto como nacido muere. Adiós, adioses.”
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Nunca pensé que a Jacobo, mi nieto, pudiera gustarle tanto Leche del sueño, de Leonora Carrington, magníficamente editado por el Fondo de Cultura Económica en 2013. El libro, una elegante libreta más bien, con una caja de cubierta, estuvo en manos de Alejandro Jodorowsky durante “20 años o más” hasta que decidió obsequiarlo a uno de los hijos, Gabriel, de Leonora y éste, sin duda, lo dio al público.
Los cuentos están escritos con muchas faltas de ortografía, que la edición respeta, y muchos dibujos de esta gran artista. Las páginas no están numeradas. Los leí completos a mi nieto, a quien también fascinaron los dibujos, y se rió mucho, me escuchó con atención, quiso volver a ver los dibujos, quiso volverlos a oír. Aquí uno breve:
“El señor Bigote Bigote/ que tiene dos caras/ come moscas, baila/ aquí está su guajolote./ Y aquí está/ su niña que come/ arañas. Está enferma./ Además/ la señora/ Bigote Bigote/ al revés. Todos son muy feos. El conejo sí es/bonito pero no es de ellos”.
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