El Pituca, figura tuxtleca
Como bien dice la expresión coloquial de los chiapeños: “a cada San Sebastián le llegan sus parachicos”. Y esto ocurre hoy con uno de los personajes típicos-populares de Tuxtla Gutiérrez, el famosísimo Cristo del Cinco de Mayo, pues por fin me doy tiempo para escribir sobre este icono citadino, más conocido como El Pituca. Personaje de la vida cotidiana, pues… ¿Quién no se lo ha topado en el crucero del Cinco de Mayo, a mañana, medio día o tarde, escuchar de él, como de cualquier vagabundo, balbuceos, palabras inciertas y pedir alguna moneda, para con ella echarse un taco, comprarse un chesco, aunque más asíduamente, quitarse la sed con una caguama?
Me refiero al tipo flaco, estatura media, descalzo o provisto de huaraches, cubierto por una túnica de manta blanca aunque regularmente sucia, melena larga y cabello hirsuto, provisto de bigote y barba. El mismo que en ocasiones, armado con un fusil de palo, se imagina guerrillero, al estilo de los míticos zapatistas del 94. O bien, provisto de una vara o báculo se supone Jesucristo, aunque durante sus primeros años de locura creía ser gemelo de John Lennon y entonces se exhibía con una guitarra al hombro y la melena. En ocasiones lleva sombrero, boina e incluso gorra; durante algún tiempo lució un morral berriozabaleño, de los de ixtle y franjas verticales, luego uno de tela a colores, y hasta recuerdo haberlo visto alguna vez con botas, short, piernas velludas y playera del Cruz Azul.
Así que he ahí a la Santísima Trinidad. Al Pituca, al Jesucristo y al Guerrillero, tres sobrenombres para una misma y sola persona: Ramón Romero Delgado, sí señor, su nombre de pila, en línea con los registros de la prensa. El tipo que, de acuerdo con esta especie de leyenda urbana, algún día enfermó de amor, enloqueció por los cuernos y la traición amorosa de su mujer, se enfureció hasta la médula, se le marchitó el alma y entonces perdió la razón, in saecula saeculorum.
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El tuxtleco medio lo relaciona con el parque Cinco de Mayo y el barrio Cantarranas, rumbo del Bar Las Américas (entre el parque mencionado, el antiguo Rastro Municipal y la eterna Goodyear Oxo), aunque a decir verdad, el corredor por el que se mueve es exclusivamente el Boulevard Ángel Albino Corzo, justo desde el monumento del prócer liberal decimonónico y hasta la escuela primaria Juan Benavides, incluyendo el INJUVE, la UNICACH, la escuela primaria Eliseo Palacios y el Centro Cultural Jaime Sabines. Duerme, según las malas lenguas (y la mía que no es de santos), en casa de sus ancianos padres en la colonia Mexicanidad Chiapaneca, y varias voces opinan que en verdad no es un chiflado sino tan sólo un excéntrico, bohemio, algo borracho y hasta pacheco.
Cuentan que cuando inicialmente se vistió de Jesucristo, usó por algún tiempo una corona de espinas. Adornaba el pecho de su sotana con un corazón sangrante y hasta arrastraba con él una jauría de perros, pues asumía que eran sus apóstoles compañeros. Tiempo después, aseguran otros, insistió tanto a algunos herreros, amigos suyos, que terminaron por hacerle el cinturón de castidad que soñaba, le ayudaron a ponérselo aunque… a la semana se había arrepentido y cuentan que lloró hasta el cansancio para que se lo quitaran.
Se dice del Pituca que, cuando estudió el bachillerato, fue excelente alumno del Tecnológico de Tuxtla. Que fue uno de los mejores mediocampistas en el ámbito del futbol local. Que le encantó la lectura, el cine y el baile. Que ante la falta de apoyos para continuar la Universidad, terminó por graduarse como técnico en refrigeración. Que a partir de su debacle amorosa, le dio por el chupe y la mariguana en exceso y… que es el vivo ejemplo de cómo las “buenas personas” pueden perderse en absoluto ante la “traición de las mujeres” (y en general ante el desamor). Esto, según rezan por una parte las compungidas opiniones. Del otro lado de la moneda sin embargo, lo que se sabe es que muy pronto, al terminar la Prepa, el susodicho se dio al alcohol, a la mariguana y demás vicios. No se sabe bien a bien si se casó, aunque es cierto que vivió con alguien, quien muy poco tiempo después hubo de abandonarlo, ante la irresponsabilidad del personaje, su alcoholismo, sus bravuconadas y delirios narcóticos.
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Ahora, lo que podemos agregar, quienes nacimos antes o después de 1960, quienes formamos parte de su generación y estudiamos la Secundaria y la Prepa en Tuxtla, es que, efectivamente, a sus 16-17 años, fue un bailarín de marca, tal como describe el buen Raúl Vera en sus remembranzas relativas. No faltaba a las tardeadas del Casino Tuxtleco, justo detrás del Bancomer centro; siempre bien vestido, pachuco y cigarro en la boca. De mi parte tiene un buen rato que no lo veo. Ya no es mi rumbo la zona central-oriente de la ciudad. Un bolero incluso, hace poco me dijo que se había muerto, aunque no lo creo. Los personajes típicos-populares del mundo nunca mueren. Se conservan en la memoria de los barrios, ciudades y pueblos. Forman parte de nuestros referentes. Forman parte de nuestra identidad.
Y… la última estampa que guardo de él es la del teporocho perseguido por sus fantasmas; íngrimo, ausente, sucio y ojos huidizos. Barba y melena canosa… igual que nosotros a nuestros 55. Abrazado a una botella de aguardiente, acompañado de un perro. Estaba con las piernas recogidas, reclinado sobre el muro de la antigua y hoy desaparecida Parrilla La Norteña, sentado sobre la banqueta alta de la primaria Juan Benavides. Era un medio día de abril o mayo, y se refugiaba en la sombra de las benjaminas que circundan la escuela. Yo estaba en el auto, parado en el carril contrario. Desde ahí observaba sus gestos de enojo, sus muecas y ademanes. Seguramente conversaba con Dios, con el Subcomanche Marcos o el mismísimo demonio.
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