Un lector alegre
Casa de citas/ 201
Disfruté mucho La muerte de un instalador, del mexicano Álvaro Enrigue, y hace poco leí otra de sus novelas: Vidas perpendiculares (Anagrama, 2008). Es un gran narrador: agudo, con un eficaz sentido del humor, con la capacidad de hacer parecer sencilla una escritura compleja. Tiene fama y reconocimiento, pero seguro lo tendrá más y mayor (ganó hace poco el prestigiado Premio Herralde, con Muerte súbita, otra de sus novelas).
El tejido de la vida de Jerónimo Rodríguez Loera con otras muchas vidas ocupa las 234 magníficas páginas de Vidas perpendiculares; Enrigue conoce tan bien la historia y la técnica para contarla que a veces cambia de tiempo, de voz narrativa y de personaje en la misma línea sin que por ello su escritura pierda claridad ni interés. Es un libro que uno no quisiera dejar de leer.
Desde sus epígrafes, que mezclan la sabiduría del Bhagavad Gita con la de José Alfredo Jiménez, hay un tono burlón por las desgracias de Jerónimo, este hombre eterno (“un asesino de treinta y cuatro mil años”), porque la familia y el amor pueden ser dos tropezones que sólo se pueden sobrevivir si no se les pone demasiada solemnidad y se echa una que otra mentirilla (p. 55): “Mentir es de gente de razón y lo hacemos generosamente y a diestra y siniestra, pero a nadie –ni a Dios, que está ahí para ser ofendido casi por lo que sea– se le miente con tanto garbo como a uno mismo”.
Leer a Enrigue es un placer y habría mucho más que decir, pero como dice Calvino (Por qué leer los clásicos, TusQuets, 1992: 29) de Jenofonte, Vidas perpendiculares “tolera mal las citas”.
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Leo los once poemarios que integran Summa de Magroll el Gaviero. Poesía reunida (Fondo de Cultura Económica, 2002), de Álvaro Mutis. Magroll fue personaje de sus novelas y varios de sus poemas prefiguran aquellas. Aquí algunos de sus versos. De “El miedo”, p. 53: “Vivo ciudades solitarias en donde los sapos mueren de sed”.
Escribe en “Del campo”, p. 63:
Si el río crece y arranca los árboles
y los hace viajar majestuosamente por su lomo,
Si en el trapiche el fogonero copula con su mujer mientras la miel borbotea como un
oro vegetal y magnífico,
si con un gran alarido pueden los mineros
parar la carrera del viento,
si estas y tantas otras cosas suceden por encima de las palabras,
por encima de la pobre piel que cubre el poema,
si toda una vida puede sostenerse con tan vagos elementos,
¿qué afán nos empuja a decirlo, a gritarlo vanamente?,
¿en dónde está el secreto de esta lucha estéril que nos agota y lleva
mansamente a la tumba?
Una de las constantes en la poesía de Mutis es, justamente, la reflexión sobre lo que dicen las palabras, sobre lo que intenta el poema. Escribe en “Los trabajos perdidos” (p. 72): “Si matar los leones y alimentar las cebras, perseguir a los indios y acariciar mujeres en mugrientos solares, olvidar las comidas y dormir sobre las piedras… es la poesía, entonces ya está hecho el milagro y sobran las palabras”; muy cerca del final de este largo poema insiste (p. 74): “De nada vale que el poeta lo diga… el poema está hecho desde siempre”.
No me gusta la caza, matar por placer a un animal indefenso. Por eso me enfada lo que hay de realidad detrás de este fragmento pulcro y genial de “Caravansary” (p. 151): “Mi labor consiste en limpiar cuidadosamente las lámparas de hojalata con las cuales los señores del lugar salen de noche a cazar el zorro de los cafetales. Lo deslumbran al enfrentarle súbitamente estos complejos artefactos, hediondos a petróleo y a hollín, que se oscurecen en seguida por obra de la llama que, en un instante, enceguece los amarillos ojos de la bestia. Nunca he oído quejarse a estos animales. Mueren siempre presas del atónito espanto que les causa esa luz inesperada y gratuita. Miran por última vez a sus verdugos como quien se encuentra con los dioses al doblar una esquina”.
En “Pienso a veces”, el último poema del libro, dicen las últimas líneas (p. 291):
Pienso a veces que ha llegado la hora de callar,
pero el silencio sería entonces
un premio desmedido,
una gracia inefable
que no creo haber ganado todavía.
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Mi amigo Róger Octavio (quien por cierto ganó hace poco un premio de cuento y me dijo: “Dentro de los diez finalistas, habíamos tres de tus alumnos”) envió a mi correo esta breve y buena, muy buena vuelta de tuerca sobre personajes mitológicos. Te la comparto para que la disfrutes lector, lectora.
Trampas en el Olimpo
Róger Octavio Gómez Espinoza
Con las manzanas de las Hespérides entre sus manos, llegó Atlas. Se detuvo y le dije que sostuviera por unos momentos el mundo para que colocara sobre mi espalda la piel de aquel cordero que maté en Nemea. Si es por un rato, está bien, tronó Atlante. Sostuvo a Gea, me coloqué la piel, tomé las manzanas y me fui.
Recuerdo el llanto del Atlante: coraje al principio, suplica, aceptación. Gritó, gritó. Hijo, vuelve. Hijo. El cielo temblaba. Te lo ordeno, regresa. La distancia creciente amortiguó su voz.
No puedo detenerme. Debo llegar a un lugar llamado Eleusis donde me enseñarán cómo domar a Cerbero, pero no hay mapas, ni sendas, sólo la huella que delante de mí aún no existe. A lo lejos veo un hombre que se me parece, cargando un mundo. Me encamino hacia el más difícil de mis trabajos, con las manzanas de la dicha entre mis manos.
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En el ensayo Actuación y escritura (teatro y cine), de José-Luis García Barrientos (Editorial PasodeGato, 2010), se habla por supuesto de lo efímera que es la representación teatral: la más excelsa y la más pésima función dura un segundo. Aún más (p. 22): “La teatral es una escritura paradójica: se borra al mismo tiempo que se escribe: ‘el teatro es un arte autodestructor y siempre está escrito sobre el agua’, en palabras de Peter Brook.
Por otra parte (p. 23), “el teatro utiliza como material necesario exclusivamente al hombre; pero –y es lo que considero distintivo– al hombre completo. A diferencia del contorsionista, que ofrece su cuerpo, o del cantante, que explota su voz, el actor de teatro es el único hombre que se ofrece íntegramente como materia de un espectáculo”.
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Me costó trabajo conseguir en Tuxtla Gabinete de curiosidades. Mis cuadernos, colecciones y otras obsesiones, de Guillermo del Toro (una preciosidad el libro, lo pedí y ya me lo escabeché). Un día, por casualidad, pasé por la librería de una tienda departamental y vi varios ejemplares de mi buscado librote sin que, al parecer, nadie les hiciera caso. Volví otro día y me hallé con otra chulada: el libro gráfico Pietrolino, de Alejandro Jodorowsky (escrito en homenaje al mimo universal Marcel Marceau, con quien Jodorowsky trabajó cuando joven y a quien escribió varias rutinas), con dibujos maravillosos de Oliver G. Boiscommun.
Ya paso con frecuencia a esta librería para ver qué nueva cosa encuentro. Hace muy poco me sorprendió el librototote (por sus dimensiones y su calidad artística) Génesis, del enorme fotógrafo, maestro de maestros, Sebastião Salgado; también me compré Los cuadernos de Orozco, de Raquel Tibol, y La fiesta de la insignificancia, la nueva novela de Milan Kundera. Cuando iba a pagar, oí que el cajero recomendaba un libro al señor que me antecedía.
Cuando puse mis libros para su cobro, al muchacho le brillaron los ojos y con una voz alegre me dijo:
—Estoy leyendo este libro, llevo como treinta páginas y está buenísimo.
—¿Y has leído otros libros de Kundera?
—¿De Kundera?
—Sí, el autor de esta novela.
Miró el nombre como si fuera la primera vez que lo leía.
—No, pero este libro me está gustando mucho.
Qué maravilla, pensé, un lector desprejuiciado que lee sin pensar en la fama y el prestigio del autor. Me alegró su alegría, su necesidad de compartir con quien fuera su entusiasmo por ese libro que es una novedad editorial y, en especial, una novedad para este joven lector alegre.
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