La huella cultural de Martha Arévalo Osorio

Eduardo Subirats dice en Filosofía y tiempo final que el problema que nos concierne de manera apremiante es la destrucción sistemática de la naturaleza, el empobrecimiento biológico y espiritual de nuestro ser, la raíz del desgarramiento del hombre moderno consigo mismo y con las cosas, encarar el futuro del calentamiento global, la destrucción de las especies y la escalada del hambre. Se requiere pensar de nuevo los fines éticos de nuestra existencia y abrir la inteligencia a la imaginación del mundo, a sus posibilidades de creación y libertad, a una auténtica educación estética de la humanidad.

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Martha Arévalo Osorio −que fundó el Ballet Folklórico de la Universidad Autónoma de Chiapas y falleció el 21 de agosto de 2014− percibió la importancia de la formación artística en el desarrollo humano; ella asimiló la tradición cultural dancística y la convirtió en substancia propia; el sustrato autóctono fue el manantial del que brotaron sus coreografías, entre las que se hallan El Pirí, El Alcaraván, La Maruncha, Sones de Ixtapa y Soyaló, Nic-té, El Jabalí, El Niño Dormido, Caminito y Bolonchón, El Gallito, Sones Chiapanecos, La Quema de la Candela, El Pañuelo Rojo, El Chiapaneco, El Torito, Zapateado del Padre Rubén, Cerro de San Bartolo, Aires del Coatán, La Tuxtlequita, La Tortuga del Arenal, Los Gorriones, La Encamisada. Actuó en varias obras de teatro como “La Rebelión de los Colgados”, dirigida por su esposo Luis Alaminos Guerrero, con la que obtuvieron el primer lugar en el X Concurso Nacional del INBA; escribió también algunas canciones de buena factura, que sin duda se darán a conocer más adelante y cuya grabación obra en poder de su familia. Su obra es cardinal dentro de un tiempo en el que los seres humanos se vuelven cada vez más superfluos y mezquinos a la hora de reconocer los méritos ajenos.

La danza nos emplaza a que no abandonemos el decoro de seres humanos. El arte juega un papel preponderante porque tiene la función de renovar la percepción de las cosas, desenajenar los sentidos, suprimir en el hombre su condición de autómata, ayuda a cruzar el espejo de las ilusiones, de las ideologías, y arribar al lugar donde radica lo tremendo de nuestra verdad profunda. Por ello, como dijo Rosario Castellanos, nuestra obligación es colocar al arte, no sus simulacros, en el centro de la formación humana.

La danza es una forma honda de hablar, su magia horada la actual industrialización de la monotonía colectiva, la mecánica sumisión ante los medios masivos de comunicación. La danza refuerza nuestra inalienable individualidad y diferenciación personal dentro de una circunstancia que empuja desde diversos ángulos hacia la masificación, la neurosis y la perversión.

El tiempo le está concediendo la razón al Popol Vuh; ahí se dice que el mono es el recuerdo de que hubo hombres sobre la faz de la tierra; la afirmación del libro sagrado de los maya− quichés de Guatemala corrige sabiamente a la teoría de Darwin. Y este mundo, al dejar de trabajar por una formación artística auténtica, se va pareciendo cada vez más al planeta de los simios.

Sin mediación simbólica se está fortaleciendo una sociedad viciosa de cuerpo voluminoso, cuya monstruosidad aparece con una gama de malformaciones morales; la bestia se agazapa y actúa desde el exterior y emerge también del interior de los sujetos. La circunstancia misma se ofrece inhumana con el delirio de las aglomeraciones urbanas contemporáneas, la violencia sin control, la corrupción de las instituciones y la desconfianza extendida entre sus habitantes.

Sofía Mireles dice que Martha Arévalo se identificaba esencialmente con el mundo elemental, sobre todo se veía retratada en El Alcaraván: “lo hice especialmente para mí, porque yo soy el alcaraván. Si yo fuera alcaravana, amaría con esa sensualidad, con ese amor. Si fuera pájaro alcaraván amaría con esa ternura”.

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