Los años preparatorios y el instante decisivo
Casa de citas/ 199
Aunque es evidente su filiación de ensayista, incluso en sus novelas (en Elizabeth Costello y en Diario de un mal año, particularmente), J. M. Coetzee no ha publicado tantos libros de ensayos como novelas. Costas extrañas (Random House Mondadori, 2011) es un corte de caja sobre los libros que lee y cómo los lee.
Al comentar una conferencia de Eliot define (p. 21): “El clásico es aquel que supera los límites del tiempo, que retiene un significado para las épocas venideras, que ‘vive’ ”.
Cita una frase de la novela El descubrimiento del cielo, de Harry Mulisch, sobre el holocausto judío (p. 58): “Si el infierno tenía esta sucursal [Auschwitz] sobre la tierra, ¿dónde estaba la del cielo?”; del mismo autor otra cita (p. 63): “Tengo la sensación de que el mundo es muy complicado, pero también de que hay algo detrás de todo esto que es muy simple y, al mismo tiempo, incomprensible”.
Al pie de página está la traducción de un verso de Rilke, que me encantó (p. 84): “En ningún lugar, amada, habrá mundo si no es en nuestro interior”. Rilke, dice Coetzee, citaba a Beethoven (p. 87): “No tengo amigos. Ahora, debo vivir por mí mismo. Pero soy consciente de que en mi arte Dios está más cerca de mí que todos los demás”.
Comenta sobre traducción en varios textos. Aquí se refiere a traducciones sobre Kafka y muestra la diferencia que hay entre (p. 111) “los trapos sucios de su familia” y “los sórdidos tejemanejes de la familia”. Qué curioso. Esta es, a la vez, la traducción del libro de Coetzee al español que tal vez sea, también, otro salto a la traición.
Aunque la reflexión la hace sobre ciertos autores, la idea vale para él y para todos los que escriben, escribimos (p. 269): “Escribir es un oficio solitario, pero escribir contra la comunidad en la que uno ha nacido es aún más solitario”.
Habla de mi adorada Doris Lessing, de cómo pese a su edad aún no podía desligarse del conflicto con su madre. Y esto lamentablemente es tan común (p. 294): “Hay algo deprimente en el espectáculo de una mujer de setenta años luchando con un fantasma del pasado que aún no consigue controlar”.
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Me gusta leer a Stendhal y compro y leo todo lo suyo que encuentro. Lo que he leído de su personalidad, además, me hace sentirlo más cerca, me cae bien. Me hallé en una feria de libros Armancia o algunas escenas de un salón de París en 1827 (publicado por Espasa-Calpe, en su colección Austral, ¡en 1939!) y lo devoré sin pausas. Fue su primera novela y trata del amor (en el tono de Rojo y negro, y La cartuja de Parma, que escribió después) entre Octavio y la muchacha del título.
A Stendhal le ponen aquí su nombre real entre paréntesis (Henry Beyle) y dice en su preámbulo (p. 7): “Una mujer de gran espíritu, pero que no tiene ideas muy firmes sobre los méritos literarios, me ha rogado a mí, indigno de ello, que corrija el estilo de esta novela”. Y esa era una de las envidiables facultades de Stendhal: no entretenerse en la tontería de buscar la perfección.
Dice Octavio a su mamá, antes de enamorarse de Armancia (p. 16): “Excepto en los momentos en que gozo de la felicidad de estar solo contigo, mi único placer consiste en vivir aislado y sin que nadie en el mundo tenga el derecho de dirigirme la palabra”.
Es un pensador este Octavio (p. 50): “Es por cobardía y no por falta de luces por lo que no leemos en nuestro corazón”.
Y este es Stendhal (p. 111): “La vida se apresura en los corazones, el amor hace olvidar todo lo que no es divino como él y se vive más en algunos instantes que durante largos períodos”.
Son vertiginosos los finales en los libros de este gran escritor. Luego de que en las páginas del principio y del medio pase tan lento el tiempo y se relaten con prolijidad las escenas, le bastan algunos párrafos al final para hacer que se mueran (o se enclaustren) los seres humanos y se destruya la posibilidad del amor perfecto. Los años preparatorios y el instante definitivo.
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El arte es conocimiento
al servicio de la emoción
José Clemente Orozco
Sentí mucha alegría cuando pude ver, página a página, con delectación, Los cuadernos de Orozco (Planeta, 2010), con un largo subtítulo: seis libretas desconocidas donde el muralista revela sus secretos de la pintura y el color, y un ensayo-prólogo puntual y ameno de Raquel Tibol.
Apunta la crítica que estos cuadernos (p. 9) “son parte del trabajo desarrollado por él entre 1931 y 1934” y son “apuntes de estudio y meditación sobre varios aspectos del oficio de pintar, escritos en libretas”.
Reordenados para su mejor comprensión en seis partes (De la teoría, De la estructura, De la diagonal, De la mecánica plástica, Del color y De la técnica pictórica), los dibujos y los textos de Orozco nos muestran su conocimiento, disciplina y genio. Es muy emocionante detenerse en sus dibujos y sentir su mano, sus ojos, su humanidad en el trazo. Dice en “De la teoría” algo que parece simple, pero es esencial (p. 25): “Un cuadro es a la vez una superficie real y un espacio ficticio”.
Es “De la mecánica plástica” esta línea (p. 167): “Una pintura es una máquina. No el diseño de una máquina”. Sus 336 páginas son, deben ser de gran utilidad a los pintores. A mí me hicieron feliz.
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Estuve, hace no demasiado, cuatro días en Venecia, Italia, y Los papeles de Aspern (Universidad Veracruzana, 2012), de Henry James, con traducción de Sergio Pitol, me hicieron evocarla pues allí trascurre la trama de esta novela perfecta. El narrador, un crítico que anda en busca de los papeles del gran poeta (de ficción) Jeffrey Aspern, llega hasta Venecia donde tratará de obtenerlos de la mujer centenaria a quien Aspern dedicó poemas. Cuando logra hacerse recibir, dice (p. 18): “El corazón me batía de tal forma que hasta llegue a sentir que estaba en la antesala del dentista”.
Henry James publicó esta novela originalmente en 1888, pero lo que dice el crítico parece algo que cualquier escritor diría el día de hoy (p. 91): “Escribir libros, a menos que uno sea un genio… y a veces ni así, es el peor camino para la fortuna. Creo que hoy día no es posible ganar dinero con la literatura”.
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Es noviembre. Dora, hermana de Sonia, dio el montón de llaves para que Miguel, Sonia, la Güera y yo pudiéramos pasar la noche en su bellísima finca, construida al pie de una montaña. Antes, los cuatro estuvimos de visita con un tío y un querido primo que tiene un aljibe con miles y miles de mojarras, algunas de las cuales, pobrecitas, sucumbieron para que nosotros pudiéramos comérnoslas fritas. Una delicia.
Llegamos al rancho de Dora en la noche y, luego de tomar unos caballitos de un tequila de colección, abrimos también la cómoda sala de televisión donde hurgué entre sus películas y hallé una que tenía ganas de ver, pero se me había escapado hasta ese día: Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson. Morosa y genial. Me gustó hasta la lluvia de sapos. Gran película.
Luego, ya en Tuxtla, en la misma semana vi dos cintas más que me encantaron: Interestelar (2014), de Christopher Nolan, que me parece una obra de arte de principio a fin; recuerdo que al salir del cine pensé en lo maravilloso que es disfrutar los frutos de creadores contemporáneos (cineastas, escritores, pintores, etcétera) a los que se puede acceder en el mismo tiempo en que realizan sus obras; y Birdman: la inesperada virtud de la ignorancia (2014), de Alejandro González Iñárritu, donde este artista mexicano se sale de su temática habitual y se reinventa con inteligencia, eficacia, cuidado pulso artístico. ¿Cómo no ser feliz ante los milagros de la naturaleza, la amistad, el arte?
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Leo Presiones y diamantes (Ediciones Unión, 2011), del cubano Virgilio Piñera (regalo de mi querido amigo Sarelly Martínez), una fábula escrita con humor negro y un poquito de mala leche, una historia sobre el fin del mundo. La gente, cuando empieza a fructificar lo que el narrador llama “la conspiración”, primero sólo juega canasta, sin hablar; luego se esconden; los ricos se hacen meter en bloques de hielo, para hibernar, y todos comienzan a hablar con una sola frase: Rouge Melé.
El raro título alude a que el conspirador que hace desaparecer a la raza humana es el profesor P. (Presionador) y a que el narrador es un comerciante de joyas y compra un diamante en una bagatela cuando ya a la gente no le interesan ni las joyas ni vivir. De Piñera sólo había leído poemas y teatro, y entiendo que era, no sólo en plano literario (hay alusiones a su vida en un libro de mi amiga Nedda G. de Anhalt, del que hablé en una Casa de citas anterior), un hombre de mucha inventiva.
Antes de que ocurra el fin, la gente podía leer lo que fuera en los diarios (asesinatos, terremotos, etcétera) y luego sentarse a comer. Por eso puede avanzar la conspiración. Dice Piñera (p. 39): “Hay asesinos, salteadores, exhibicionistas sexuales, desenterradores de cadáveres, espías… Todo el mundo lee estas noticias truculentas, pero eso no les impide correr a la cocina a freír sus papas…”
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