Leer como amar

Casa de citas/ 198

 

Presenté el 3 de diciembre pasado dos libros: uno que escribí (Mapaches: campos de maíz, campos de guerra) y otro que coordiné (Anecdotario mapache). Sólo hubo para vender 60 ejemplares de cada uno. Y se vendieron todos. 120 libros en una presentación, en Tuxtla. No está mal. Como dijo Gustavo Cerati: Gracias… totales.

 

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Hace tiempo leí La estatua de sal, de Salvador Novo, la biografía más escandalosa que recuerde. Novo, sin pelos en la lengua, habla de su homosexualidad en la forma más explícita y nombra a varios de sus amantes, y a muchos de los que habían escondido públicamente esa orientación sexual. Lo hace además sin golpes de pecho, con la gracia y el indiscutible talento que siempre tuvo. La escribió y la leyó, dicen, muchas veces en pequeños grupos porque no había nadie que se atreviera a publicarla. Lo hicieron 25 años después de su muerte.

Al margen del libro mismo, me pareció clara y deslumbrante la introducción que hizo para esa publicación Carlos Monsiváis. No se quedó en ello y publicó después Salvador Novo. Lo marginal en el centro (Ediciones Era, 2000) en la que con mayor amplitud habla de la vida personal y pública del poeta y del dramaturgo, del entretenedor y del funcionario, del periodista y del intelectual que fue Novo.

Salvador Novo (1904-1974) supo de la revolución por su propia experiencia y no tiene la imagen idílica de muchos (p. 22): “A estos brutos –los revolucionarios como Zapata y Villa– los escritores los hicieron hombres, figuras; les concedieron la facultad de raciocinio, la conciencia de clase […]. En otras palabras, los inventaron”.

Monsiváis cita una anécdota relatada por Elías Nandino, que muestra el desprejuicio del Novo joven. Viajaban en camión, en el DF, José y Celestino Gorostiza, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Xavier Villaurrutia, Novo y otros (p. 38): “Cuando llegamos a la esquina en que nos teníamos que bajar, Salvador se levantó –echándose una retocada, así muy rara–, jaló el timbre y gritó: ‘¡Hasta aquí, jotos!’ Nadie se movió, y entonces volteó y volvió a gritar: ‘Hasta aquiiií!’ y nos señaló con el dedo: ‘tú, tú, tú…’ Nos bajamos rápido, como manada, y ya abajo no tuvimos más remedio que reírnos”.

Novo fue un provocador nato y nunca escondió sus preferencias en un tiempo en que la homofobia en México estaba a todo lo que daba. Su talento para la poesía lo ocupaba también en burlarse de los demás y de sí mismo, y distribuía sus escritos en papeles mecanografiados, convencidos que no pasarían la censura editorial (p. 40):

 

Porque yo fui escritor y éste es el caso

que era tan flaco como perra galga;

Crecióme la papada como nalga,

vasto de carne y de talento escaso.

[…]

Un escritor genial, un gran poeta…

Desde los tiempos del señor Madero

es tanto como hacerse la puñeta.

 

Nandino cuenta otra anécdota. Fueron al baño de la Secretaría de Educación y en una de las paredes alguien había escrito “Salvador Novo es joto”, entonces Novo sacó un lapicero y comenzó una lista (p. 46): “ ‘Narciso Bassols es joto’, ‘El tesorero de la SEP es puto’, ‘El secretario es marica’ […] Cuando salió le pregunté con sorpresa.

“—¿Por qué hiciste eso?

“—¡Ay! Pues porque así borran más pronto”.

“Desde joven –sigue Monsiváis citando a Nandino– Novo se puso más allá del bien y del mal, de tal manera que decir que él era maricón era no decir nada”, o sea, dice Monsi (p. 124), “alcanza desde muy joven un prestigio y un desprestigio radicales, y los alimenta a un costo elevado”, porque era gay: “y por gay debe entenderse a los solteros que insisten en no pagar el tributo del camuflaje”.

 

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Obra de Manuel Velázquez

Obra de Manuel Velázquez

Novo formó parte del grupo conocido como Contemporáneos, donde sólo algunos eran homosexuales, pero, dice Monsiváis (p. 62), “la difamación no admite excepciones”. Jorge Cuesta perteneció también a este “archipiélago de soledades” y tuvo, pese a su inteligencia (Paz cuenta que Cuesta influyó en su visión de ensayista), una vida complicada y una mala fortuna editorial, ataques y difamaciones. Sus versos y sus ensayos fueron reunidos y publicados cuando él ya había muerto por propia mano.

Leo Vida y obra de Jorge Cuesta (Premiá Editora, 1984), de Nigel Grant Sylvester, que es, en el mismo tenor que el libro de Monsiváis, un análisis panóptico. Cuesta nació en 1903 y una de sus crisis nerviosas (Grant cita a Schneider, p. 12) “termina con el dramático suicidio (ahorcándose) el 13 de agosto de 1942, precedido por una espantosa mutilación. Tenía 38 años”.

Cuesta nunca se plegó al canto de sirenas del gobierno, vivió en la pobreza (que le dio independencia de criterio, libertad de crítica) y escribió entre otros un largo y célebre y hermético poema, “Canto a un dios mineral”, que se ha comparado con “Muerte sin fin”, de Gorostiza, de quien fue muy amigo (Gorostiza reconoce la influencia de Cuesta en su poema) y que Grant analiza punto por punto en el último capítulo de su libro. Tal vez sea mejor dejar sus versos para que cada cual halle su explicación. Al menos éstos, que no resultan tan oscuros (p. 114):

 

Oh, eternidad, la muerte es la medida,

compás y azar de cada frágil vida,

la numera la Parca.

Y alzan sus muros las dispersas horas

que distantes o próximas, sonoras

allí graban su marca.

 

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Obligatorio y lectura son dos palabras que se contradicen

Borges

 

Olvaldo Ferrari, escritor argentino, hizo muchos y breves programas de radio donde entrevistó a propósito de casi todo a Jorge Luis Borges. Los programas fueron trascritos y publicados en la prensa hasta que se convirtieron en dos volúmenes. Hablo del primero. En En diálogo/ I (Siglo XXI, 2005) dice Borges en la conversación inicial (p. 13): “Yo no pienso nunca en el lector, salvo en el sentido de tratar de escribir de un modo comprensible; es un simple acto de cortesía, aunque sea con personas del todo imaginarias o ausentes. No creo que la confusión sea un mérito”.

Acerca de uno de sus cuentos, “La biblioteca de Babel”, dice que (p. 20) “la literatura es como una biblioteca infinita. […] De esa vasta biblioteca cada individuo sólo puede leer unas páginas; pero quizás en esas páginas esté lo esencial, quizás la literatura esté repitiendo siempre las mismas cosas con una acentuación, con una modulación ligeramente distinta”. Pero eso basta, dice más adelante, porque (p. 25) “se dice que todos los libros son un solo libro”.

La realidad es más extraña que la ficción es una frase muy repetida (p. 24), “y Chesterton lo comenta aguda y justamente, yo creo; él dice: ‘porque la ficción la hacemos nosotros, en cambio la realidad es mucho más rara porque la hace otro, el Otro: Dios”.

Opina Borges que (p. 36) “las multitudes son más sencillas que los individuos. […] La muchedumbre es una entidad ficticia, lo que realmente existe es cada individuo”.

Y en muchas páginas habla de palabras (p. 51): “Black, en inglés, y blanco en castellano tienen la misma raíz. […] En el principio, black no significaba propiamente negro, sino sin color”.

Dice, sin estar seguro que sea de Kipling o que Kipling la cite (p. 56): “Si me hubieran dicho que era el amor, yo hubiera creído que era una espada desnuda” y sobre el mismo sentimiento (p. 98): “Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única”.

Y (p. 92) “el lenguaje es muy pobre comparado con la complejidad de las cosas. […] Es absurdo suponer que todos los matices de la conciencia humana, que son más vastos que los de una selva, puedan caber en un sistema mecánico de gruñidos. […] Creo que en una página de Stevenson se dice que lo que sucede en diez minutos es algo que excede a todo el vocabulario de Shakespeare”.

Sobre una pregunta recurrente, pregunta (p. 96): “Dos personas me han hecho la misma pregunta; la pregunta es: ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte?, ¿para qué sirve el sabor del café?, ¿para qué sirve el universo?, ¿para qué sirvo yo?, ¿para qué servimos?”

Y (p. 110) “el sueño es el más antiguo de los géneros literarios, […] una pieza en la cual uno es autor, es actor, es el edificio también –es el teatro–. Es decir que, de noche, todos somos dramaturgos de algún modo”.

Sobre la lectura dice que algunos (p. 213) “se abstienen ascéticamente de la literatura, masoquistas que se castigan no se sabe por qué, absteniéndose de esa felicidad que nos queda tan a mano a todos. Sin embargo, la gente renuncia a ella; es como si… no sé, como si se negaran al agua, a la respiración, al sabor de las frutas… al amor, a la amistad. Bueno renunciar a la literatura equivale a eso”.

Cita de memoria a Almagrande, célebre poeta argentino (p. 239): “No hay oficio menos pulcro/ que el oficio de vivir”.

Y aunque marqué tanto el libro como para citarlo más profusamente, quedémonos con esta extraña confesión de don Jorge Luis (p. 251): “Yo me llamo Isidoro –le hago esta confesión, le ruego que no la divulgue”.

            Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

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