Definición de mandarina
La palabra es un río de aguas limpias. Tal vez sucede así con todas las palabras que están emparentadas con nuestra niñez. ¿Se vale rimar y decir que es una palabra cantarina? Es de esas palabras que se desgajan de tan maduras, de tan llenas de sol y de jugo. Más que la naranja, la mandarina es la mandamás de las frutas que recomienda el doctor. Además, hay que reconocer, la mandarina no es tan plebeya como la naranja que “se da” en cualquier temporada del año. La mandarina aparece (uno nunca sabe bien a bien el día y la hora) en la temporada previa a la navidad. Por esto, la mandarina es la fruta reina de las posadas. José, quien es el sacristán del templo dedicado a su tocayo, dice que la mandarina tiene gajos, porque las frutas más decentes del mundo vienen en gajos y no completas. Es tan fácil de pelar, tan fácil de abrir, como si fuera una adolescente que se abre a la vida y, luego, es tan fácil de comer porque, como ya se dijo, es como una cochinilla bien empaquetada que se suelta a la más mínima seducción.
De acuerdo con el diccionario, mandarina es: “Fruto del mandarino”. ¿Ven qué maravilla? Es una fruta que está emparentada con los mandarines de China, con los más altos dignatarios de la Dinastía Ming. Claro, las mandarinas más jodidas, las podridas, las que van a dar al bote de basura, apenas recuerdan su grandeza y reconocen, algún día, haber sido sobrinas de un mandatario de la Dinastía Ching, con lo cual sellaron su destino y, ya todas torcidas, todas arrugadas, como rostro de anciano, saben que están destinadas a ser de la Dinastía Ching, con el agregado de hada. Y como la hache es muda, pues ya se sabe.
Una mandarina es más que una mera fruta llena de agua del Río Amarillo, es más que un grupo de animalitos enrollados en sí mismos. La mandarina es más que un gajo, más que un recuerdo de infancia, más que la ilusión que aparece a la hora que la niña da el golpe a la piñata navideña y ésta se rompe en mil gajos descompuestos, sin la precisión y exactitud de los gajos de la mandarina. Esta fruta es más que una manzana, más que un mango, más que un durazno. ¿Hay alguna otra fruta que contenga tal juego de formas exactas e impredecibles? La mandarina es el juego que se hace a la hora en que un estadio se llena con miles de papelitos que vuelan para celebrar un gol; es el viento que corre por un callejón en temporada de otoño, a la hora que las hojas secas revolotean por los aires y hurgan por las ventanas. La mandarina posee la ventaja de convocar, como si fuese esa piñata multicitada. A la hora que la piñata se rompe, la caterva de muchachitos se avienta para pepenar los dulces y las frutas (incluida la mandarina). ¿A poco no es la mandarina una alegoría de esa montaña de chiquitíos? ¿A poco no los gajos aluden a los niños y niñas que se reúnen por un instante para decir que ahí está el principio del universo?
A mí me encanta el durazno, porque es una fruta que es como patio en medio de la luz; pero, después del durazno me encanta la mandarina, porque tiene algo de mandona, algo de aquella fuente que orina. La palabra y la fruta están colgadas en el alero más alto, ahí donde también juegan las nubes. Es una palabra que nos remite a la infancia, de inmediato. Cuando alguien la nombra se me hace agua la boca y mi espíritu se vuelve un lago, un lago de esos que brillan en Suiza, de esos que aún no se contaminan en esta patria tan sufrida.
Si alguien forzara a alguien a buscar su media naranja, yo sugeriría que busque su media mandarina, no para partirla en gajos, sino para saber a qué sabe el dulce aroma de la armonía.
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