Vivir, seguir viviendo
Casa de citas/ 195
Y la ciudad, que invitadoramente centellea
al fondo de la noche, sobre la llanura,
es fría y cruel y está muerta
C. Isherwood
Hace mucho, en San Cristóbal, tenía que esperar a alguien y no tenía nada en qué entretenerme. Me metí a una librería para comprar algo y me encontré el primer libro que leí de Christopher Isherwood: La violeta del Prater. Quedé deslumbrado.
Ahora he leído una de sus clásicas: Adiós a Berlín (Seix Barral, 1986), donde Isherwood es nuevamente protagonista. Es raro encontrarse un autor con la magia de escritura que este hombre tiene: es hipnótico. Parece entretenerse en minucias, pero en ellas, en la punta de ese anzuelo, hay más profundidad que en textos escritos con aparente mayor seriedad. Esa tal vez es parte de su magia, pues dice su autor (p. 9): “Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar”.
La amistad de Christopher con Sally Bowles ocupa un capítulo. En él conversa con uno de los amantes de su amiga (p. 32): “Empezamos a hablar del tema favorito del Fritz, el Amor, como él decía.
“Por término medio”, nos dijo, “tengo un gran Amor cada dos años”.
Isherwood se reconoce débil, sin muchas ambiciones. Sally le dice (p. 75): “Tienes que pensar que soy una mujer, Christopher. A las mujeres les gusta que los hombres sean fuertes y decididos y que quieran hacer carrera. A una mujer le gusta ser maternal con un hombre y proteger su lado débil, pero tiene que tener también un lado fuerte, para poderle respetar”.
El diario Berlinés, que ocupa el principio y el fin de este libro, está fechado en 1930 y 1933. Para este último año, ya están presentes los nazis, su deseo de exterminio, su maldad (p. 199): “Los nazis escriben como colegiales (se refiere a una amenaza que le escriben a uno de sus amigos), pero son capaces de todo. Precisamente por eso son tan peligrosos. La gente se ríe de ellos y luego será demasiado tarde”.
Las líneas finales de Christopher dice lo que pensaron muchos (p. 231): “No. Ni siquiera ahora puedo creer del todo en todo lo ocurrido”.
***
Imre Kertéz, húngaro, ganó el Premio Nobel de Literatura en 2002. Casi toda su obra está encaminada a mostrar la brutalidad nazi de la que también él fue víctima. Sin destino (Acantilado, 2001) es prácticamente una crónica cercana a su experiencia: a los quince años, un adolescente húngaro es detenido y enviado al tristemente célebre campo de Auschwitz donde descubre que la chimenea de donde salía un extraño olor (p. 112) “no era de ninguna fábrica de cuero sino del ‘crematorio’, el lugar donde se incineraba a los muertos”.
El muchacho, ingenuo, va descubriendo (y eso vamos descubriendo los lectores) los horrores día a día (p. 123): “Otro día vimos a unos hombres que caminaban detrás de la valla. Nos dijeron que regresaban del trabajo, pero yo mismo pude ver que los últimos de la fila empujaban unos carros pequeños llenos de cadáveres”.
Para su suerte, sólo estuvo tres días en Auschwitz y fue trasladado al campo de concentración llamado Buchenwald; allí (p. 129) “las alambradas no estaban electrizadas, pero debíamos tener en cuenta que si se nos ocurría salir de la tienda seríamos despedazados por los perros. […] No había duchas, ni siquiera crematorio”.
La vida se vuelve sobrevivencia, la muerte ronda y el hambre es compañía permanente (p. 165): “Tenía un hueco, un espacio vacío, y quería, con todos mis esfuerzos, llenar ese hueco sin fondo, ese espacio cada vez más vacío, aniquilar, silenciar el hambre. […] He comido arena y también hierba; las comía sin pensar, pero no había mucha hierba ni en el campo, ni en el territorio de la fábrica”.
Y el adolescente se vuelve un anciano (p. 167): “Nunca me habría imaginado que podría envejecer tan pronto. Si en una situación normal hacen falta cincuenta o sesenta años para envejecer, en el campo bastaron tres meses para que mi cuerpo me abandonara”.
Adiós a todas la ilusiones (p. 174): “No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre, me seguía llevando a la boca todo lo que encontraba, todo lo que fuera comestible, pero sin prestar atención, como por costumbre y de manera mecánica”.
Un día se da cuenta de que se muere, de que ya es un despojo que van a aventar en cualquier lado y (p. 192) “en medio de aquel aire frío, punzante y húmedo sentí el olor inconfundible de la sopa de zanahoria. […] En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza –porque aun siendo absurdo, era muy persistente–, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso”.
Logra salvarse. Regresa a su ciudad y un periodista (p. 247) “me preguntó qué sentía al estar de nuevo en casa, al ver la ciudad que había tenido que abandonar. Le dije: ‘Odio’ ”.
Pese a todos los hechos terribles que narra este libro, no hay en él sentimentalismo, cursilería. Nomás la exposición fría. Tal vez por eso duele más.
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Dice Pablo Bromo, poeta guatemalteco, en Alicia (Public Pervert, 2014: 36):
¡Oh sí, mi querida Alicia, somos vulnerables!
Estamos hechos de miedo y de lamentos.
Somos efímeros
como algunas nubes que pasan por el cielo.
Somos pequeños, mi querida Alicia.
Vivir es un eterno homenaje a la muerte.
Vivir es un eterno homenaje a la muerte.
Vivir.
***
Ilustrado y bello es mi ejemplar Vida cotidiana en la Edad Media (Dastin Export, 2004), de Julio Valdeón Baruque, y una de las primeras ideas es que desde esos siglos hasta estos días no hemos cambiado mucho (p. 12): “¿No consideramos elogioso llamar a alguien caballero, en tanto que tildarlo de villano resulta denigrante?”
Otra expresión que parece dicha ayer (p. 57): “Los relojes municipales anunciaban las horas en función de criterios matemáticos, o, si se quiere, laicos. Poco después harían su aparición en escena los relojes de pared. Del tiempo de Dios se había pasado, según la expresión de Le Goff, al tiempo de los hombres”.
Y este apunte de los baños (p. 116): “El baño tenía una doble connotación: por una parte se consideraba necesario para la higiene, pero por otra era sospechoso de aproximación al erotismo. De ahí que durante buena parte de la Edad Media los baños públicos estuvieran sujetos a normas de moralidad muy estricta, exigiéndose, de entrada, la radical separación de los sexos”.
Sin embargo, para 1416, el italiano Poggio cuenta lo que vio en un baño público en Constanza (p. 117): “Es sorprendente ver viejos decrépitos, al mismo tiempo que muchachas jóvenes, entrar en el agua todos desnudos… No pude por menos de admirar la inocencia de estas gentes…”
En estos días esa costumbre se ha trasladado a los moteles, muchos ya con pequeñas albercas en los cuartos, que de algún modo podrían tomarse, entre otras gracias, como baños públicos donde también con inocencia retozan hombres y mujeres. Bueno, eso me han contado…
***
Después de volverse famoso y millonario con la publicación de A sangre fría (1966), Truman Capote firmó el contrato para entregar una nueva novela que se llamaría Plegarias atendidas. Cuando publicó algunos avances, sus amigos y la elite a la que se había acercado con su celebridad se reconocieron en los personajes y se sintieron traicionados. Le aplicaron la ley del hielo. No llegó a novela (Truman se murió sin concluir el proyecto) y se quedó en tres cuentos llenos de escenas de sexo, drogas y crimen, con un lenguaje bastante descarnado y cínico. En “Monstruos perfectos”, por ejemplo (Anagrama, 1994), aconseja que lo único que sirve para dar firmeza a las mandíbulas es (p. 21) “chupar pollas. No es ninguna broma”.
Hacer pedazos las reputaciones ajenas parece ser la idea de Capote. Dice en “Kate McCloud” (p. 37): “Dios mío, si a Kate le salieran tantas pollas como le han metido, parecería un puerco espín”.
La historia de “La Côte Basque” fue la que prendió la mecha del escándalo. Era fácil adivinar a la protagonista real, después de tantos datos, y en eso Truman parece describirse a sí mismo cuando dice que Ann Cutler mostró (p. 153) “la diferencia entre las serpientes verdaderamente peligrosas y las simples culebras”.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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