Mi mujer, mi amante
Conozco a una mujer hermosa, la conozco de siempre o tal vez de antes. Ella es morena, pequeña, inteligente, esbelta. Tiene los ojos vivaces, los cabellos finos, la nariz respingada y su boca es diminuta… así de pequeña como toda ella, como sus manos de princesa ―frágiles y menudas—, como sus pies de niña. Siempre despierta, erguida y fuerte: torcaza y colibrí. Antes sus cabellos fueron negros, negros absolutamente y su piel tersa, finita, reluciente, como la de los zapotes negros. Va y viene, viene y va, y hasta parece que no se cansa. Cuando tuvo menos años y aún no crecía tanto, siempre fue la más chiquitina de su grupo, algo melindrosa. Se quedaba en tobilleras. Por eso en alguna ocasión le escondieron los zapatos. Se quitaba las sandalias y trepaba a los árboles del patio: a los mangos, zapotes, naranjos, caimitos, matasanos, y cuando con su abuela visitaba el río, jugaba con las pompas de jabón que se escurrían de las manos de las lavanderas. Asechaba a los cangrejos y formaba a la orilla del río un estanque, para los pececitos que atrapaba.
Ayudaba a su abuela Pancha, doña Francisca Parra Robles, a retorcer sus cigarros de hoja, a tostar y a moler cacao y a fabricar rodajas de chocolate. Recortaba con sus manos pequeñitas, los retazos de tela que obtenían en las sastrerías o les regalaban las costureras; todos pedazos pequeños e informes, de diferentes colores, texturas diversas. Con ellos, su abuela hacía colchas y fundas de almohadas. Algunas tardes, por cualquier cosa caminaba la ribera; las orillas del río, los caminos y huertas, los acahuales y predios baldíos. Ella iba de compañía y ambas marchaban por lo que Madre Natura les proveyera: queshcamotes que son tubérculos cercanos a la yuca y a la jícama, frutos frescos de pacaya y macús (los jilotes tiernos de esas palmeras), pan de palo o castañas de la tierra (las nueces del árbol de pan) y algo de leña.
Pero las cosas se ponían mejor cuando soplaba el viento y caían aquellos aguaceros torrenciales de media tarde. Al amainar la lluvia, la abuela con su canasta y la nieta con su cestita, ambas se encaminaban al río. Con la mayor naturalidad del mundo, hurtaban los cangrejos y camarones de la riada; los que la creciente había arrastrado hacia los tapescos y trampas de los campesinos. Ellos, para su provisión, las mantenían durante la temporada de aguas. Sin embargo… luego llegó el tiempo de la escuela y sus estudios, y entonces esporádicamente mantuvo la compañía de su abuela; sobre todo cuando a doña Pancha le daba por salir a visitar la parentela. Se enrumbaban hacia los cañaverales, milpas y cacahuatales de la ranchería, e igual que cuando pequeña, invariablemente regresaban al pueblo con pequeñas cargas. Traían elotes, cañas, limas, zapotes, mandarinas.
Se fue a la ciudad cercana, luego a la antigua capital de Los Altos, luego a otra ciudad y a otra, hasta que un día desde muy lejos supo que su abuela Pancha había muerto; con sus lentes gruesos, con la piel en los huesos, vestida de holanes y flores, cabellos blancos y… ella sabía. Sabía perfectamente que se moriría como al fin lo hizo. Por fumar cigarros de hoja desde el amanecer. Por beber chocolate a mañana, tarde y medio día.
Ella, la mujer pequeñita, morena y adorable, creció y se hizo grande. Fue la mejor de su grupo, impasiblemente la mejor de los grupos que integraba, así fuesen en su mayoría de varones. Sus manos, sus pies, su rostro, siguieron siempre delicados y tersos, su mirada y sonrisa afables, sus gestos siempre estimulantes y comprensivos. Economista ella y maestra quién sabe de cuántas cosas, andando el tiempo se volvió experta en cuestiones de planificación y educación superior. Hoy es madre, hija y esposa, nuera, funcionaria y consejera de mil cosas, cómplice, amiga, comadre y hermana, dueña de su vida y de su casa, fervorosa amante de sus hijos.
Regaña, sonríe y apapacha. Sueña frecuentemente el papel de hada madrina. Mienta madres de repente, llora a solas, sugiere y da consejos cuando la escuchan, o cuando le dan ganas, y no cabe en su cabeza —ahora entrecana—, toda la ignominia y la estupidez de los mandamases locales. Juega aún a que es niña y se quita los zapatos para mojar sus pies en piscinas, estanques y arroyos. Juega a los palillos chinos, a la lotería y a las serpientes y escaleras; le gustan las cartas españolas y el pókar. Heredó uno de los tantos vicios de su abuela Pancha y le ocurre una cosa por demás inaudita: ama a las plantas y a las flores —en especial las de su jardín—, a los pollos y guajolotes del traspatio, la fluidez de los torrentes, el murmullo del agua.
Pero por sobre todas las cosas, aún extraña su tierra: la tierra de sus padres, la tierra de los amigos de su infancia. Y va el último párrafo, el mejor pues… por insólito que parezca ¡Le gusta cocinar! Cocina y lo hace de maravilla. Nunca, en ninguno de los restaurantes de México he disfrutado tan ricas, las costillas de puerco asadas, los trozos jugosos de carne de res, o las albóndigas con hierbabuena en caldo. Nunca disfruto tanto como los platillos de sus manos. Sus ensaladas son de antología y sus consomés indianos, prehispánicos, pordios que compiten con los mejores del Azul y Oro, el de Ciudad Universitaria. Ayer precisamente me deslumbró. Era una sopa rica, riquísima, amarillenta aunque con vetas verdes y rojas. Pedí que me sirvieran más. Es una receta que aún pruebo, nos dijo. Lleva yogurt simple, flores de calabaza, pimientos rojos…
Ella, chiquitilla pero gran mujer, es Blanqui. Mi mujer, mi compañera, mi amante, la madre de mis hijos, la mujer a quien quiero, mi medida. Y escribo esto hoy, a sus 50 y tantos.
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«Doña Pancha con sus lentes gruesos» Entornando un ojo para negar el paso al distraído humo del sempiterno cigarro.
Ahh, tardes de baraja española… de El Burro Castigado y ¡Viva la flor! Tardes eclécticas de Tejo (Rayuela) y guitarra en pleno parque central. Desafiantes encuentros con el Pico de Gallo de naranja y chile Diente’ perro y de futbol extremo en ligoso patio de asolear cacao ¡Bajo la lluvia!
Ella, consejera de mil cosas, hermana.
¡Felicidades!
Felicidades. Un texto bello. Un sentimiento bello.