Definición de pecado
Hay palabras que esponjan a los hablantes. Pecado es una palabra pez globo. Debe comerse con mucha precaución porque lleva mucho lastre. El diccionario dice que pecado es “acción, conducta, pensamiento… condenado por la ley divina o eclesiástica”. Aun cuando uno desee evadir el peso religioso, la definición nos condena a llevarlo. Esta definición es una de las más tontas que jamás inventó el hombre porque no se delimita el tramo que el caminante debe evitar, so pena de caer en el fango del pecado. Es tan de arenas movedizas que el pecado, dicen los que saben, se da no sólo en la “obra”, sino también en el pensamiento y en la omisión. ¡Dios mío, qué concepto tan limitativo, tan enajenante! Una persona puede pecar por hacer, por no hacer o por pensar. ¿Quién condena? ¡La ley divina o la ley eclesiástica! (¡Que Maciel se apiade de nosotros!) ¿Quién puede juzgar el pensamiento de otro? ¿Sólo Dios o también mi vecino, que es sacerdote?
Recuerdo que de niño iba a confesar mis pecados. Entraba a la penumbra de la nave del templo, caminaba al lado de una charola donde las veladoras lanzaban sus flamas (que tenían cierta semejanza con las que decían ardían en el infierno, lugar a donde iban los pecadores) y llegaba hasta donde había algo como una casita de muñecas, hecha de madera de cedro, con tallas preciosistas. Ahí adentro estaba el sacerdote. Me hincaba y cumplía el ritual. “Ave María Purísima”. “Sin pecado concebida”. Dios mío, cuando menos era esperanzador que alguien no estuviese enredada en ese tráfago del pecado. La Ave María Purísima había sido concebida sin pecado. ¿Y todos los demás? ¿Éramos fruto del pecado? ¿Mis padres cómo habían sido concebidos? “¿Desde hace cuánto no te confiesas?”. “Desde hace un mes, padre”. “Dime tus pecados”. Y yo vomitaba lo que mis escasos diez años me permitían vislumbrar como pecado. Confieso que diga malcriadezas (ay, si el bendito padre me escuchara ahora, si leyera alguno de mis textos); confieso que he robado (Dios mío, ¿era un ladrón porque tomaba cinco pesos de la gaveta donde mi mamá guardaba su monedero, para ir a comprar revistas a La Proveedora Cultural? Ay, si el bendito padre viera lo que los políticos roban tendría que establecer una ligera diferencia. En ese tiempo, qué pena, no estaba considerado el término light. Lo mío no era pecado, cabrón, era apenas una travesura); confieso que me masturbo (en realidad, no lo decía así, como no podía decir “me chaqueteo”, decía que jugaba con mi pajarito); confieso que no obedezco a mi mamá (me costaba trabajo hacerle caso cuando me decía que ya era hora de dormir o cuando me negaba permiso para ir al cine). Desde entonces, la palabra pecado la convertí en una palabra ortiga, en una palabra esfinge. La palabra pecado no podía pronunciarse en voz alta. Por esto, los curas nos llamaban a esas casas de muñecas en penumbra donde el silencio volaba lentamente. Los pecados no podían gritarse. ¿Quién era el tonto que andaba presumiendo a la hora de la comida que se masturbaba? Todo tenía que decirse en el mismo tono con el que se hablaba adentro del confesionario.
Pero, el problema no era lo que se vomitaba, sino lo que se callaba, porque había cosas que, en efecto, no podían decirse, ni en el confesionario ni en parte alguna. Había cosas que ardían en la garganta y en la conciencia. ¡Dios mío, esto sí era un lastre! Impedía el pleno vuelo.
Lo bonito era que después de confesar los pecados, el padre decía: “Como penitencia rezarás dos padres nuestros y dos aves marías”. En ese momento, los fardos que cargábamos se diluían, se hacían agua. ¿Así que esto era todo? ¿De veras? ¿Ya estábamos perdonados? Sí, sí, decía mi primo Mario. Entonces el pecado no era tan dramático.
Lo único que hacía el concepto de pecado era hacer una caterva de cínicos que pecaban, se confesaban y eran absueltos. ¿Esta era la ley divina? ¡Genial! De Dios no podía esperarse menos.
Un día dejé de ir a vomitar al confesionario. Entendí que la palabra pecado era una entropía, era una energía que no era útil para el trabajo. Se podía vivir perfectamente sin ese concepto limitante. Era más importante vivir de acuerdo con las verdaderas leyes divinas que se sintetizaban en un concepto: el camino de la verdad y de la vida. Y la verdad es un concepto perfectible, así como la vida es un mero intento de ensayo.
La palabra pecado es una palabra pez globo, que puede ser venenosa si se lleva a casa y se pone dentro de una pecera, pero que es inofensiva si alguien, de la mano de Dios, con un arpón le pincha la barriga.
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