Zinacantán, provocando a la “bestia”
No es algo nuevo afirmar que Chiapas es un estado con alto potencial conflictivo donde la protesta social y la violencia surgen a la menor provocación. Testimonios abundantes los hay en lo inmediato y en su historia contemporánea, y no los enumeramos aquí porque sería insuficiente el espacio. Sólo basta traer a la memoria uno solo para que los demás se agolpen como turba enardecida, como cadáveres en cascada o como estampida de autos enloquecidos después de horas de bloqueo.
No falta quien asegura –con justa razón—que esa conflictividad latente, recurrentemente explosiva es su signo más característico, parte de su “naturaleza”. Son tantos los problemas, las carencias, las injusticias, las desigualdades, los agravios ancestrales y en la misma dimensión la ineficacia e indolencia del Estado mexicano y los gobiernos locales, que resulta muy difícil desmontar esa trágica percepción que se fortalece con contundentes pruebas cotidianas.
No hay gobernador chiapaneco alguno que pueda jactarse de haber logrado la paz, la concordia, la unidad, la armonía, ni siquiera una tranquilidad política y social duradera. Cada quien carga sus muertos, sus actos represivos, sus enfrentamientos comunitarios o religiosos, sus violentos diferendos electorales, sus encarcelados, sus levantamientos, sus venganzas, sus irresponsabilidades, sus negligencias, sus complicidades inconfesables, o su corrupción depredadora; ni siquiera los fugaces gobernantes, los interinos, o los interinos de los interinos, que de origen salieron de una matriz autoritaria a la cual honraron con veneración en su efímero paso por el poder.
En este contexto, cada uno su manera –con dinero, con soluciones parciales o improvisadas, con alianzas perversas, o a punta de garrote y pistola— ha tratado de domar a esa “bestia” llamada ingobernabilidad. Algunos han conseguido tenerla bajo control, otros han sufrido sus implacables zarpazos. En cualquier caso, sigue siendo un problema latente y evitar un nuevo ataque de furia, depende de la habilidad, de la inteligencia, de la sagacidad y de los recursos políticos y monetarios con que cuente el domador en turno.
En el sexenio que transcurre, la gobernabilidad ha sido una aspiración permanente. La crisis institucional por la transmisión del mando y la bancarrota financiera, la crisis de legitimidad por el derroche de recursos en campañas publicitarias y los recurrentes brotes de inconformidad y violencia en algunas regiones del estado, han puesto en jaque al gobierno de Manuel Velasco Coello.
Los rastros incandescentes de los pequeños pero peligrosos incendios generados en praderas susceptibles a las grandes conflagraciones, han llegado hasta las puertas del primer círculo del poder. A los conflictos religiosos, políticos, agrarios, gremiales, y otros generados por la falta de respuesta oportuna a demandas de la población, se suma ahora la disputa por los beneficios de los programas asistencialistas del gobierno.
El martes 14 de octubre la comitiva que acompañaba a Leticia Coello, presidenta estatal del sistema Desarrollo Integral de la Familia (DIF) y madre del gobernador, fue retenida por indígenas priistas en Zinacantán cuando se pretendía entregar insumos agrícolas y otros apoyos a militantes del gobernante Partido Verde Ecologista de México. La tensa situación fue resuelta con la entrega de dinero y promesa de más ayuda para los inconformes, luego de la intervención directa del jefe de la oficina de la Gubernatura, Ramón Guzmán y del propio Velasco Coello.
Sin embargo, el peligroso incidente evidencia el desconocimiento de la situación política local caracterizada por las arraigadas diferencias partidistas y de cómo funciona la pulsión indígena en estos casos de favoritismo gubernamental con fines clientelares. Fue también, por supuesto, una falla de logística y de los equipos de seguridad que no previeron este tipo de contingencia, pero más que eso fue una negligencia política.
Lo más grave del caso es que un día antes de que ocurriera la retención de funcionarios, el secretario de Gobierno, Eduardo Ramírez Aguilar, el encargado de la operación política, de garantizar la estabilidad en la entidad, estuvo precisamente en Zinacantán para ratificar en un acto masivo el “respeto del gobierno a los derechos indígenas” y refrendó el “compromiso del gobierno de redoblar esfuerzos para alcanzar mejores niveles de vida entre sus habitantes”. Recordó que el gobernador ha pedido “a todos los funcionarios de su gabinete, que todas las zonas indígenas tengan una atención principal” y él por su parte exhortó a los zinacantecos “mantenerse en unidad y resolver todos los asuntos por la vía del diálogo”.
¿Cómo pudo cometerse entonces la torpeza política de entregar apoyos a sólo una facción de la comunidad que reviviría el divisionismo? No es congruente pedir unidad y resolución de diferendos a través del diálogo, cuando desde el mismo gobierno, por desconocimiento o indolencia, se provocan los conflictos.
Todo indica que lo sucedido en Zinacantán es la consecuencia del manejo de la política y de los programas de gobierno con fines electorales. No se trabaja para solucionar de fondo los problemas, las necesidades de la población, sino para formar clientelas que a la hora de los comicios sean usadas a favor del partido en el poder y sus satélites.
La ingobernabilidad en Chiapas siempre está al acecho y puede despertar furiosa si se le sigue provocando. Lo que se necesita es apaciguar los ánimos, hacer claras las reglas del juego, desactivar problemas potencialmente explosivos, respetar la pluralidad y no manipular los recursos gubernamentales para fines facciosos. De lo contrario, en el 2015 –año electoral— podríamos tener un escenario catastrófico. La pradera está bastante seca y una chispa puede incendiarla.
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