No musas: mujeres
Casa de citas/ 189
Nunca me han atraído los fundamentalismos ni las ideologías excluyentes, pensar que el mundo o es negro o es blanco (“negro y blanco es lo mismo”, dice Jodorowsky en Zarastustra); tal vez por eso veo como un defecto (pequeño, eso sí) el feminismo recalcitrante de Patricia Rosas Lopátegui en su estupendo y muy bien documentado ensayo antológico crítico Óyeme con los ojos. De Sor Juana al siglo XXI. 21 escritoras mexicanas revolucionarias (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2010). Es como si alguien entronizara escritores nomás porque son hombres: la genitalidad como garante de logro artístico.
Los dos tomos, ahora me referiré sólo al primero, son de gran formato, magníficamente editados y recorren la vida y la obra de 21 mujeres de las cuales debemos estar orgullosos, a las cuales no debemos olvidar.
El primer tomo inicia con la más espectacular de las inteligencias producidas por nuestro país: Sor Juana Inés de la Cruz; de hecho el título de los volúmenes es un verso suyo, que alude a la lectura (p. 71): “Óyeme con los ojos, ya que están tan distantes los oídos. […] Óyeme sordo, pues me quejo muda”.
De esta mujer que (p. 19) “como bien señaló Ramón Xirau, ‘todo es precoz […] incluso la muerte’ ” hay, como lo habrá con las otras 10 de este primer tomo, una imagen pictórica (en las otras, fotos), una semblanza de vida, una selección de textos suyos y ensayos en torno a su obra (en las más contemporáneas se incluyen entrevistas), todo bien hecho, bien logrado.
Con la primera, incluyen, obviamente, varios de sus muy difundidos poemas y la larga y provechosa “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz” (que en realidad era el obispo Manuel de Santa Cruz), de donde extraigo estas ideas (p. 39): “Y, a la verdad, yo nunca he escrito sino violentada y forzada y sólo por dar gusto a otros; no sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia, porque nunca he juzgado de mí que tenga el caudal de letras e ingenio que pide la obligación de quien escribe; y así, es la ordinaria respuesta a los que me instan, y más si es asunto sagrado”, un fragmento que me gusta mucho y que incluí en mi obra sobre sor Juana, Monja y amante suya.
Además de su confesado deseo de no escribir, en el convento no la dejan en paz (p. 43): “Estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad”.
Ser inteligente y culta no necesariamente la hacía ser querida (p. 46): “Cabeza que es erario de sabiduría no espere otra corona que de espinas”.
María del Carmen Mondragón Valseca (1893-1978) fue bautizada como Nahui Olin por su apasionado amante, el Dr. Atl, seudónimo del vulcanólogo y pintor Gerardo Murillo. Sus escritos no tuvieron mayor repercusión. Lopátegui le echa la culpa a la “sociedad falocéntrica” de que Olin sea recordada sólo por su belleza física y por haber sido la musa de Atl. Pero nada de lo aquí publicado (ensayo, poesía) me parece recordable. Y no estoy pensando con el falo.
Antonieta Rivas Mercado (1900-1931) fue, dice Lopátegui (p. 114), “actriz, mecenas, escritora, promotora cultural, defensora de los derechos de la mujer, activista política” y en uno de sus constantes arranques de igualar a todas las mujeres con Sor Juana dice que gracias a Rivas Mercado (p. 116) “volvimos a sentir el espíritu renovador de la Décima Musa. La obra de María Antonieta Rivas Mercado mantiene vivo y continúa el legado de Sor Juana”.
De su Diario de Burdeos (1930-1931) son estas intenciones (p. 126): “Debo (imperativo) concentrarme y creer, convertirme en la primera escritora dramática de Hispanoamérica. […] Desmenuzar las resistencias y dejar que suban a la superficie las verdades dolorosas, lamentables, vergonzosas, sublimes, de que está hecha la humanidad”.
Antonieta (p. 115) “se suicidó de un tiro en el corazón el 11 de febrero de 1931, en Notre Dame”, y escribió en su diario, unas horas antes de matarse (p. 130): “No puedo más. La cabeza me estalla; no puedo dormir. Mañana, a estas horas, todo habrá concluido. […] Terminaré mirando a Jesús, frente a su imagen, crucificado…Ya tengo apartado el sitio, en una banca que mira al altar del Crucificado, en Notre Dame. Me sentaré para tener la fuerza para disparar. Pero antes será preciso que disimule. Voy a bañarme porque ya empieza a clarear”.
La que sigue en el recuento de Lopátegui sí es reconocida unánimemente como una escritora importante: Nellie Campobello (1900-1986).
Brianda Domecq, por ejemplo, en Mujer que publica… Mujer pública (Editorial Diana, 1994) dice que buscó en la Enciclopedia de México en el rubro de literatura y (p. 19) “ni un nombre de mujer hasta el siglo XVII donde brilla con luz cegadora y única Sor Juana Inés de la Cruz, seguida por unas oscuras ‘versificadoras’ llamadas Sor Juana de Cristo y María Estrada Medinilla, cuyas obras no han sobrevivido a los avatares del olvido”. Descubre alguna que otra mención en otros siglos de mujeres que algo escribieron, rebasa 1915 y revisa “la novela de la Revolución hasta encallar repentinamente, al final del párrafo, en un nombre tímida y precariamente asido por la uñas a la larga letanía de masculinidades recordadas: era NELLIE, Nellie Campobello (¡ah, qué bello campo […]), que publicó un volumen de relatos en 1933 y una novela en 1937”.
Francisca Luna o Francisca Moya Luna, dice Lopátegui, adoptó el nombre de Nellie (p. 143) “como un homenaje a una perrita de su mamá de dicho nombre”. Dentro de los poemas escogidos, en “Estadios” se refiere a nuestro estado (p. 157):
Chiapas, carta de cerros enmarañados,
de árboles y peñascos,
en tu cumbre yo dancé
entre yerbas y guijarros.
La voz del pueblo se oía
En el ritmo de mis pasos.
[…]
¿Por qué hablar de ti con marimbas,
son sin límite sonoro?
En el tomo I de La novela de la Revolución Mexicana (Editorial Aguilar, 1960), donde están Azuela, Martín Luis Guzmán y Vasconcelos, entre otros, el único nombre femenino es el de Nellie Campobello. Cartucho me parece un gran libro: singular, original, de brevedades sorprendentes, de escritura poética. En él escribe Campobello (p. 940): “Él recibió un balazo en la sien izquierda y murió parado; allí quedó tirado junto a la piedra grande. Muy derecho, ya sin zapatos, la boca entreabierta, los ojos cerrados; tenía un gesto nuevo, era un muerto bonito, le habían cruzado las manos”.
Cuenta la historia de un revolucionario a quien le encantaba leer. Pide prestadas varias novelas y se dedica a leerlas mientras espera la fecha en que lo llevarán al paredón (p. 943): “Cuando ya tenía quince días de estar preso, uno de sus compañeros, que era su amigo íntimo y que también iba a morir junto a él, por su gusto, le dijo: ‘Te miras triste, parece que estás enfermo; rasúrate, Santos, te hace falta.’ ‘Ya me van a matar y quiero terminar esta novela’, le contestó el joven general”.
El libro es un compendio de viñetas, de anécdotas, fragmentos que nos hacen suponer el todo que fue aquella revolución, aquella matanza. En “La muerte de Felipe Ángeles” dice lo que él dijo al jurado que decidió su muerte (p. 945): “ ‘Sé que me van a matar, quieren matarme; este no es un Consejo de Guerra. Para un Consejo de Guerra se necesita esto y esto, tantos generales, tantos de esto y tanto más para acá’, y les contaba con los dedos, palabras difíciles que yo no me acuerdo”.
Y se refiere a uno de los hombres más cercanos a Villa, tan cercano que murió acribillado igual que su jefe (p. 956): “Samuel Tamayo le tenía mucha vergüenza a la gente. No lo hacían comer delante de nadie. […] Yo creo que a él le dio mucho gusto morir. Ya no volvería tener vergüenza”.
Y me encuentro en “Los oficiales de la segunda del Rayo” el corrido sobre los pobres, que transformó Eulalio González Piporro y cuyo estribillo dice (p. 963): ¡Ah, qué mancha tan negra es la pobreza!” (¿Leería Piporro a Campobello? ¿O los versos eran muy populares?)
Las manos de mamá, de Nellie, es también un texto original, bello y triste (p. 975): “Todo se acaba: las mesas, las sillas, los olanes de encaje, los pasteles, los colores de los talones de los niños sanos, los manteles, las tazas de té, los anillos, las monedas de plata y de oro, los costales de maíz. Al nacer, nada de estas mentiras traemos. Entonces, ¿por qué sufrir para obtener cosas de mentiras?”
Separan a los hijos de mamá, hasta que (p. 977) “un día ella apareció. Estaba en la puerta del galerón, nos veía. Su cara, expresiva, era imprecisable: ni risa, ni llanto, ni una palabra. No gritamos ni nos abalanzamos; simplemente fuimos acercándonos y nos pusimos bajo el poder de su falda”.
Guadalupe Dueñas (1910-2002) es la que sigue en Óyeme con los ojos. De ella leí, hace mucho, su volumen de relatos Tiene la noche un árbol. Vicente Leñero cuenta que fue a verla a su casa para revisar la escena de un libreto que escribían para la televisión. Mientras ella terminaba de escribir, Leñero oyó algo como “un extraño fragor, como de ronquido humano”. Preguntó y Dueñas le dijo que era un cachorro. Leñero decidió conocer al perro de la familia Dueñas y abrió la puerta que daba al patio (p. 194): “Qué perro ni qué perro. En la penumbra de la tarde, a dos metros de distancia, surgió entonces la mole corpulenta, increíble, monstruosa, de un león de verdad. Un terrible león, como escapado del Atayde, rugiéndome furioso: las fauces abiertas, la zarpa agitándose:
“—¡Es un león, Pita, es un león! –Y cerré la puerta, ahogado del susto.
“—No hace nada. Está encadenado –dijo Pita. Me miró con una sonrisa pícara, y añadió: —Le voy a decir a mi hermano que se lo lleve. Tienes razón, Ya creció.
“Iba a mostrarme el final de la escena pero ya no me detuve. Salí corriendo del estudio, de la casa, de la calle, como quien busca un refugio fuera de la selva.”
Dejo a seis mujeres para la próxima.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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