Miguel Lisbona y los chinos en Chiapas
Desde su llegada a estas tierras, proveniente de Cataluña, Miguel Lisbona Guillén se ha dedicado a estudiar a los zoques y el periodo de la Revolución Mexicana en Chiapas. A él se le debe una de las propuestas más atrevidas y a un tiempo innovadoras: afirmar que en nuestra entidad sí llegó la Revolución con lo que ha cuestionado la vieja tesis que tanto ha alimentado nuestro egocentrismo: que aquí no llegó Revolución alguna, si acaso unos forajidos carrancistas, unas leyes ajenas y un gobierno emergido de los propios finqueros.
Lisbona no se ha detenido esta vez en los zoques, tampoco en la Revolución, sino que ha volteado su mirada a una población escurridiza y pocas veces visibilizada en los estudios académicos y en los medios: los chinos en Chiapas.
El libro Allí donde lleguen las olas del mar… Pasado y presente de los chinos en Chiapas (UNAM y Conaculta, 2014) inicia con el telón actual de los chinos y su herencia en nuestra entidad.
Lo primero que nos plantea es que, a diferencia de otros lugares en que los chinos siguen estando bajo sospecha o son excluidos, incluso expulsados, aquí se les ha adoptado totalmente, a tal grado que no se podría comprender Tapachula, sin la presencia de los orientales.
La comida china es parte ya de la identidad de los tapachultecos. Es una condición de “distintivo identitario”, dice el autor.
Descubre que los secretos de la cocina se heredan de forma patrilineal. Son los hombres que toman los sartenes e instruyen a sus hijos a seguir con la tradición de los guisos: “Mi papá me enseño a cocinar el arroz, a partir el pollo, a partir la carne”, dice un descendiente de chinos (p. 57).
Pero los chinos no solo están en la gastronomía sino en la forma de ser y ver el mundo, de revivir el pasado. La danza del dragón, por ejemplo, también se volvió huacalera. A mediados del siglo pasado, chinos emigrados y mestizos construyeron como pudieron un dragón de cartón, lo pintaron y le pusieron cascabeles. Hoy los tapachultecos ven esta danza como propia.
Miguel Lisbona, aparte de ubicarnos en el microcosmos de la cultura china en Chiapas, con su gastronomía y sus bailes, inicia en la segunda parte del libro un trazo histórico de estos emigrantes afincados en la zona Costa, el Soconusco y la Sierra.
Describe que aquellos primeros chinos varados en estas tierras vivieron en condiciones de esclavitud. Aquí se quedaron, y aquí sufrieron el ostracismo, después la persecución y, finalmente, la asimilación.
El periodo negro para los chinos en América Latina fue en los veinte y parte de los treinta. Chiapas se vio envuelta en ese odio incomprensible propalado por racistas, demagogos y “oportunistas políticos de toda laya”.
Los chiapanecos no se excluyeron de ejercer su odio particular a los chinos. En Tapachula se creó la Liga Antichina, pero la virulencia mayor se vivió en Pueblo Nuevo (Villa Comaltitlán), con la muerte de varios chinos y su expulsión definitiva del pueblo, a tal grado que hasta la fecha ahí no hay descendientes de orientales.
“La raza amarilla, la raza china, muy especialmente –decía el diputado por Baja California en 1931, José María Dávila–, está tan distante de la indolatina en civilización, en costumbres, en religión y en idealidades políticas y morales que los chinos parecen entre nosotros seres llegados de otro mundo. Luego, pues, desde los puntos de vista somático y etnográfico la mestización de estas dos razas es un fracaso”.
Esta tesis se creó en Estados Unidos pero se difundió por toda América Latina.
Aquí hilamos nuestro discurso propio de odio hacia el chino. En una carta dirigida a Santiago Serrano, director del periódico Evolución, de acuerdo a Lisbona, se señala: “Tapachula está ya plagada de niños y niñas de ojos oblicuos y faz inexpresiva, que jamás serán ciudadanos mexicanos, en primer lugar porque son raquíticos y de sangre viciada, y en segundo lugar porque no defenderían jamás al país en que nacen y al cual, como sus padres, detestan en el fondo de sus almas” (p. 206).
Después de esta experiencia, literalmente lapidaria, chinos y chiapanecos se encontraron, se unieron y aprendieron a vivir en el mismo territorio, para dar paso a un mestizaje plenamente constructivo (Nancy Leys, citado por Lisbona).
Al final de este magnífico texto, Miguel Lisbona invoca que esta flexibilidad cultural mostrada en el Soconusco continúe, que no se caiga en cárceles culturales: “Si se evitó la ‘raza cárcel’ en tiempos complicados es posible lidiar con las tentaciones de la cultura prisión” (263).
Esperemos esa convivencia continúe, que podamos ir a comer pan de frijol en Cacahoatán con don Gonzalo Chang y que Josefina, como dice Marco Aurelio Carballo en Soconusquenses, siga viajando a China dos veces al año para traernos nuevos platillos del Oriente.
muy buen tema me sirvio mucho en clace su trabajo gracias usted da un ejemplo en la sociedad el cambio de vida en la urbanizacion o campesina que emigra y cambia su estructura de vida al emigra. bueno me despido y un saludo cordial att gil de edo. de chiapas
Con la ya trillada globalización cualquier persona sea china japonesa,alemana, holandesa etc. Refugiados o ciudadanos traen como pensamiento morder la mano de quien les da de comer.
Quisiera que mexicanos refugiados o migrantes puedan tener injerencia en la política, economía y cultura en otro país,como lo hacen los extranjeros en México.
Todo esto pasa con el beneplácito de nuestros gobernantes
Muera el malinchismo.
Geo unam.