El campo sin PROCAMPO

Campesinos en la ciudad. Foto: Chiapas PARALELO s productores. Foto: Chiapas PARALELO

Campesinos en la ciudad. Foto: Chiapas PARALELO/Archivo

 

Uno de los recuerdos de mi niñez que conservo con mayor alegría es que habían unos meses del año cuando mis abuelos me comentaban de cómo se cultivaba la tierra, cómo se sembraba el maíz, el frijol, el chipilín, la calabaza. También cómo se preparaba el chocolate, los tamales y los telares de cintura que mi abuela tejía. Mis abuelos siempre me hablaban de cómo hacían sus labores del campo y de la casa. Un trabajo que lo hacían con mucho amor, cariño y respeto. Con estas historias de siembras y de cocina, comprendí que cada mes del año había una actividad en especifico que hacer. De esta manera, había un mes cuando ellos me contaban sobre la historia del cuidado de las plantas: que si necesitaban, si hay que rezarles, si necesitaban amor, si necesitaban una limpia con el machete de las malas hierbas que invadían su espacio o si hay que cantarles, según su ánimo: eso decía mi abuelo jXav. En otro momento del año, el que más me gustaba, era cuando mi abuelo llegaba a la casa con su morral lleno de elotes, de calabacita o de chipilín, eso me alegraba mucho porque sabía que ese día sí iba a comer muy rico. Así, mi abuelo tenía una actividad diferente en el campo y mi abuela en la casa. Como yo era todavía muy pequeño, no podía ir ni hacer nada: solo los escuchaba. Además, por mi edad, los espíritus de la tierra podían comer mi alma y enfermarme, por eso me quedaba en la casa para acompañar a mi abuelita xKon. También me gustaba mucho quedarme con ella, porque en las mañanas, antes de que calentara el sol, se ponía a moler el cacao con su metate para después hacer las barras de chocolate. Mi abuela, como me consentía mucho tanto cuando estaba de buen ánimo como cuando no, nomás no se olvidaba darme mi ración de chocolate. Después de preparar el chocolate, tomaba su telar y se sentaba a tejer la historia de mis antepasados.

 

Cuando crecí un poco más y ya podía cargar mi pequeño machete, mi abuelo me compró un pequeño azadón, una pequeña coa y un morralito. Con eso empecé a salir, agarrado de la mano de mi abuelo, por su puesto, para que ningún ser comiera mi espíritu. Así salíamos a la milpa juntos. Las primeras veces me quedaba sentado bajo la sombra de los árboles de mango. Una sombra muy fresca, allí tendía un petate y me ponía a jugar mientras mi abuelo trabajaba. Después de algunas horas de estar metido entre el milperío, se acercaba al petate para sentarse a mi lado, bajaba el morral, que dejaba colgado en alguna rama de los árboles de mango, para sacar el guacal. Ese guacal llamaba mucho mi atención porque siempre andaba envuelto con hojas verdes. Eran pedazos de hoja de guineo que cubrían la masa para que no se descompusiera por el calor, y la hoja, según mi abuela, mantenía más fresca y de buen sabor la masa, con la cual se prepara el pozol. Mi abuelo, primero lavaba sus manos con el agua que siempre pasábamos a sacar de un manantial cercano a la milpa. Después llenaba el guacal con agua y le agregaba una pella de maza para después batirlo hasta disolverse completamente con el agua. Finalmente se obtenía una bebida que nos servía de alimento y que nos colmaba el hambre hasta el anochecer. El pozol, con su olor a maíz nuevo, a tierra mojada, a vida, lo tomaba con mucha alegría: me gustaba. Además, mi abuelo jXav, sobre las hojas de guineo colocaba un montoncito de pilico, que es una mezcla de sal y chile seco molido, con jugo de limón y unos pedazos de mango verde. ¡Qué rico! Era una de las mejores comidas que recuerdo en la infancia.

 

Cuando entré a estudiar en la escuela de mi pueblo, cada día, al terminar mis clases, dejaba el morral con libros colgado en alguna pared de la casa y me iba con mi abuelito jXav a la milpa. A veces me iba sólo para allá encontrarlo o él subía por mí a la casa para después bajar juntos. Recuerdo en una ocasión cuando no había llovido y las milpas estaban floreando, mi abuelo se puso triste porque ellas necesitaban agua para desarrollar sus flores y sus elotitos. En ese momento fue cuando mi abuelo me reveló el secreto de los cantos. Él se internó en la milpa y desde allí me llamó para que lo acompañara. En un instante, cuando ya estábamos los dos juntos, en el centro del terreno, se hincó y se persignó y dijo que yo hiciera lo mismo. Después empezó a murmurar, en voz muy bajita de donde nacía un canto muy dulce y a la vez melancólico. Entonces, él me invito a cantar también y de pronto los dos estuvimos cantándole a las milpas. Los cantos iban dedicados a la madre lluvia, a las nubes, a los rayos y a los seres protectores del pueblo. ¡Qué emoción! Había aprendido a cantarle a la milpa, a cantarle a las plantas. Fue un momento mágico para mí. El recuerdo más hermoso de ese día fue que después de un rato, cuando habíamos terminado de cantar y de tomar el pozol bajo la sombra de los árboles de mango, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia: la lluvia que venía del cielo, de las nubes, de los rayos a quienes les habíamos cantado.

 

Así, aprendí lo que decía mi abuelo de las milpas, que ellas tienen alma y tienen su espíritu. Que son como las personas, sienten, hablan, ríen y cantan con el viento, además lloran cuando las abandonamos y cuando les falta agua para sus elotitos. En la cocina aprendí también que el chocolate se prepara con el ánimo fresco y el corazón unido, porque sino, el chocolate no se solidifica, se vuelve poroso y se hecha a perder muy pronto. Con los telares de cintura, mi abuela me decía que en ella se escribía la historia de nuestros antepasados, porque los textiles tienen un orden para cada figurita. Cada blusa, cada nahua, era un mundo de conocimiento, algo así como un códice. Lo que más me gustaba era estar en la milpa, sembrar árboles de las frutas que se daban allá en tierra caliente. Sembré árboles de mangos, jocotes, limas, limones, zapotes, anonas, naranjas… En la milpa no solo había maíz, sino que también se llenaba de otros árboles y plantas. Por eso de chico, cuando mi abuelo regresaba a casa, rápidamente revisaba el morral para sacar las frutas que él siempre recolectaba.

 

Ahora, que han transcurrido ya más de veinte años, las cosas han cambiado mucho. Salí de mi pueblo hace catorce años para estudiar una carrera universitaria. Hace casi tres años que se murieron mis abuelos. He notado como ha cambiado el clima. He notado como han querido privatizar las tierras donde yo nací y crecí, con el programa PROCEDE[2]. También sigo descubriendo cómo la vida en el campo se está transformado en tan poco tiempo. A mi papá se le está olvidando como rezarle a la milpa. Mi mamá cada vez teje menos porque las mujeres del pueblo ya no quieren utilizar sus trajes y las niñas ya no quieren aprender a tejer. Así como ellos, muchas personas más del pueblo han cambiado sus formas de trabajar. Están olvidando poco a poco las muchas enseñanzas de los abuelos.

 

Algo que ha penetrado en la vida del pueblo, son los programas gubernamentales. Quienes los han implementado no saben, ni conocen los efectos que están produciendo en las comunidades. Han penetrado de maravilla y están cambiado drásticamente una forma de vivir y de pensar. No los culpo, pero esas políticas de asistencia están generando personas dependientes hacia un gobierno, que solo los favorece en sus campañas políticas donde utilizan estos apoyos para acarrear a la gente. Este cambio de hábito es muy palpable, y se expresa más en el trabajo del campo. Por ejemplo, los hombres ya no seleccionan sus semillas para sembrar, no saben rezar, ni saben leer el tiempo. Utilizan herbicidas, plaguicidas y otros químicos. La mujeres ya no quieren utilizar sus trajes y con eso dejan de tejer. En gran medida la discriminación tiene mucho que ver.

 

De esta forma, los hombres compran semillas mejoradas para sembrar. Muchas veces, esas semillas junto con los herbicidas, plaguicidas y fertilizantes químicos vienen en paquetes como créditos o apoyos al campo de los programas que ofrece el gobierno. Es solo para envenenarnos. El apoyo PROCAMPO parece que quiere controlar la siembra, también la están utilizando para condicionar a los campesinos para que acepten el PROCEDE o FANAR[3], de lo contrario, les quitan ese apoyo. La empresa Monsanto que vende los herbicidas, pesticidas, plaguicidas y todo tipo de químicos y semillas «mejoradas» tratan de controlar el alma y espíritu de las semilla y de las plantas. Además se está perdiendo la diversidad de productos que se dan en la milpa. Ahora la milpa pasa a ser un monocultivo del maíz. Pocas son las personas quienes todavía conservan la idea original de la milpa, y todavía siembran fríjol, calabaza, chile, chipilín, etc. En muchos casos los herbicidas y pesticidas terminan matando estás plantas. En algunas casas, las mujeres que tienen el programa oportunidades[4], con ese mismo dinero que les dan, las obligan a gastar para compra los productos que las empresas socias venden o en el mejor de los casos se compran un televisor grande, donde pasan varias horas del día, pegadas a él, viendo sus telenovelas, los niños sus caricaturas y los hombres el futbol. Eso ha sustituido la milpa, el observar el atardecer, el disfrutar de la lluvia, las reuniones de familia, las platicas del fogón.

 

Sobre estas actitudes no culpo a las personas, pero sí al sistema que poco a poco quiere destruir nuestra forma de vivir. Tratan de someternos a sus ideales de desarrollo para que nosotros mismos nos autodestruyamos. Nos engañan con miserias de proyectos y programas para calmar el hambre y la sed de justicia que por siglos venimos exigiendo.

 

A pesar de todo este proceso, veo con alegría que mi mamá nunca recibió el programa oportunidades y ningún otro, y mi papá decidió dejar el PROCAMPO porque con ese apoyo ahora quieren condicionar a toda la comunidad para que se acepte el programa FANAR. Mis papás ya se dieron cuenta de que la vida sin esos apoyos y programas de gobierno se vive mejor y trabajar la tierra sin veneno, nos ayudará a estar sanos, tal y como lo hicieron mis abuelos.

 

Milpa 

En las entrañas de la Madre Tierra

Tu guarida gran abuelo

Cantando ronda con el humo del incienso

Para sanar las heridas de la Madre adorada.

Milpa, milpa tu aliento, el alimento…

[1] Programa de Apoyos Directos al Campo.

[2] Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos.

[3] Fondo de Apoyo para los Núcleos Agrarios sin Regularizar.

[4] Programa Federal para el Desarrollo Humano de la Población en Pobreza Extrema.

xunbetan@gmail.com

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