De cantinas y cultura
Hace algún tiempo, conversando con Oscar Palacios, Oscar el escritor, el Premio Chiapas; litigando con él y otras entrañables personas, Florentino Pérez, Toño Durán y los dos Marcoantonios, apretujados alrededor de una mesa, no de las de 70 por 70 aunque cercanas a ellas, me comprometí a esto: a escribir lo que dictara esta memoria y lo que fuera encontrando sobre el ambiente, el barullo, los aromas y sabores; los rostros que se ven o imaginan en las cantinas santas, los bares, abrevaderos y conexos. Sí. En las cantinas. En donde se cura la cruda, se olvida la soledad, nos inventamos queridas, se alivia el mal de amores y se quebrantan las enfermedades del corazón.
Y es que… apresuramos ese día al buen Oscar, nada menos que a escribir una novela en donde sus picudos personajes fueran ubicados en los más extravagantes bares y pulcatas del sur-sureste del país. En la antigua Frontera Díaz hoy Suchiate, en donde lo característico son los traileros, los tratantes de muchachitas, las putas de minifaldas exiguas, el polvaredal y las cervezas guatemaltecas Gallo. O en Playas de Catazajá, en donde es fácil ya, conseguir las cervezas Montejo y Carta Blanca —ambas de manufactura yucateca—, acompañadas de salpicón de pejelagarto, trocitos agridulces de tortuga, y claro, la infaltable compañía de camareras de minifaldas y delantalcitos blancos.
O… ¿Por qué no situar a los personajes de esta novela, junto a la barra de La Oaxaqueña, el abrevadero de los viejos sancristobalenses? Para recordar con ellos los curaditos de durazno, de membrillo y ciruelas, los trocitos de chicharrón y las cuñitas rebosantes del consomé de camarón seco; esas miniaturas clásicas de la botana de los coletos.
En fin, lo cierto es que como ahí decíamos, Chiapas ¾como todos los pueblos de México, Centroamérica y el resto del mundo¾ tiene a sus cantinas, aunque también sus desplumaderos, resguardados de la maledicencia pública. Los tiene como lugares poco menos que sagrados, como fueron en su momento los baños públicos romanos y como son ahora esos centros de agasajo a los que están acostumbrados los japoneses ricos, con geishas, saunas y sensualidad a mares; o el caso de China y el mundo asiático, plagado de tugurios clandestinos con camas duras en donde se solazan los fumadores de opio.
En nuestros bares y cantinas entonces, se compendia la vida y explosionan mil catarsis. Se aplican las mejores sicoterapias de amigos, se recrean las costumbres, las tradiciones y eso que en general llamamos “cultura” y ¿Cómo no, si en algunos casos ocupan casas viejas, hermosas, portadoras de tradiciones constructivas, arquitectónicas? ¿Cómo no, si la variedad de sus aderezos y botanas nos llevan a la perdurabilidad de nuestras costumbres culinarias? ¿Cómo no, si en ellas se escuchan y cantan las letras de la bohemia, el viejo romancero mexicano, las canciones de Aceves Mejía y José Alfredo Jiménez? ¿Cómo no, si ahí, en estos santuarios, se reproduce y oxigena día a día una parte importante de lo que somos, de lo que nos identifica como pueblo, nuestra cultura, nuestra identidad?
En las tabernas y cantinas no sólo se recrea el placer de la buena conversación y el uso de nuestra mejor habla corriente. Hacemos negocios, arreglamos entuertos, construimos proyectos, concluimos pactos y compromisos. Enhebramos intrigas y componendas, conjuramos y subvertimos el orden, buscamos pleitos y hasta sorrajamos a los más necios. Mentamos madres, nos la mentamos y luego complacidos, nos damos las paces. Encontramos a viejos conocidos, restablecemos las amistades perdidas, mandamos a la chingada nuestras rencillas, maquinamos turbias intenciones, aclaramos nuestros “malos entendidos” y componemos el mundo. Maldecimos sin tapujos al gobierno y en especial a los políticos infames. Vemos la vida de color de rosa, conspiramos hasta en contra de nosotros mismos ¾como dicen que dijo alguna vez el buen Fidel Yamazaky¾ y hasta nos abrazamos para decirnos amigos.
¿Qué otras credenciales y atributos podrían ser superados por éstos, para no afirmar que nuestras cantinas son centros psicopedagógicos de primera, e incluso salas de promoción y reinvención de la cultura? Digo, para no expresar en voz alta que en algunos casos, podrían superar a las mismísimas municipales casas de cultura. Y ya, no digo más, pues hasta eufórico me estoy sintiendo. Ya habrá tiempo para ir de cantina en cantina; para contagiarles el rico sabor de las patitas envinagradas, las tostaditas turulas, las sudorosas helodias y los desempances de antología. Ir y venir por esos aguajes de Dios en donde abrevan sus ángeles y demonios.
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