Ayotzinapa, el Estado enemigo
Ayotzinapa y sus jóvenes estudiantes masacrados y desaparecidos no deben ser sepultados por el miedo o la indiferencia. Al contrario, deben taladrar nuestra conciencia e inocular el sentimiento de la indignación ante la barbarie provocada por la pudrición institucional en la que se regocijan autoridades y delincuencia.
Estado fallido, narcoestado, terrorismo de Estado, cualquiera de estas acepciones funcionan para calificar el brutal asesinato de cuatro normalistas y la desaparición forzada de 43 más en la que policías y criminales actuaron juntos con pasmosa impunidad.
Enrique Peña Nieto, el titular del Ejecutivo responsable de garantizar la legalidad en el país y la seguridad de los mexicanos, reaccionó con sospechosa demora 12 días después de ocurrida la matanza diciéndonos el consabido discurso de que se encontrarán a los responsables “tope donde tope”, de que el crimen no quedará impune y de que hechos como esos son inaceptables para la sociedad. Ya transcurrieron 20 días de la masacre y no hay resultados.
La Procuraduría General de la República atrajo las investigaciones del caso y después de obstaculizar la participación de familiares y peritos independientes, ha concluido que ninguno de los 28 cadáveres hallados en las fosas clandestinas pertenece a los normalistas desaparecidos. Jesús Murillo Karam reiteró que la prioridad de la PGR sigue siendo encontrarlos, pero lo cierto es que el asunto huele a dilación, a encubrimiento, a manipulación política, porque resulta bastante inverosímil que luego de desplegar a casi mil agentes en Iguala, Guerrero y detener a decenas de policías y delincuentes implicados, no haya una sola pista fidedigna, un solo rastro del paradero de los 43 estudiantes.
La estrategia mediática del gobierno federal se ha volcado a la contención, a tratar de establecer que la masacre fue un hecho aislado, que se circunscribe a una región del país, que fue cometida por narcotraficantes locales coludidos con autoridades municipales. Según su lógica discursiva, el problema se reduce a Iguala, cuando mucho a Guerrero. Sin embargo, las evidencias de la crisis institucional –“debilidad institucional en algunas partes del país”, las llamó Peña— son demoledoras: las casi 200 personas halladas en fosas clandestinas en San Fernando, Tamaulipas; el asesinato del candidato priísta a la gubernatura de ese estado; el sometimiento de Michoacán al poder de un cártel de narcotraficantes que provocó la insurgencia de los grupos de autodefensa; los arteros asesinatos de una madre que buscaba a su hijo desaparecido y el de un comunero activista mientras hablaba en una estación de radio, ambos en Sinaloa; la ejecución extrajudicial de presuntos delincuentes perpetrada por el Ejército en Tlatlaya; y el hallazgo de más de 20 cadáveres en un canal de aguas negras del Estado de México durante este año.
Con estas evidencias particulares pero de impacto social y político expansivo, es obvio que el caso de Ayotzinapa es la manifestación de un problema de carácter nacional en el que se entrelazan violencia, corrupción e impunidad cuyos protagonistas principales son criminales, políticos y funcionarios. Pero el gobierno peñista, parte fundamental de este entramado pernicioso, no quiere asumir su responsabilidad y prepara ya la decapitación política del gobernador Ángel Aguirre Rivero para calmar la creciente protesta civil, cuya última acción fue incendiar parte de las instalaciones del Palacio de Gobierno de Guerrero.
Sin embargo, la salida no será tan sencilla. La inadmisible masacre de Ayotzinapa y los 43 desaparecidos han reactivado los anticuerpos de la sociedad. La indignación ante la barbarie del hecho mismo y de un Estado omiso y cómplice, crece en buena parte del territorio nacional y en otros países. El movimiento de solidaridad con los normalistas y de protesta contra la incapacidad del gobierno, se extiende en las universidades públicas y a él se adhieren otros importantes sectores.
Diputados de la Unión Europea condenaron la desaparición y han pedido suspender los acuerdos México-UE hasta “recuperar la confianza” en las autoridades. Human Rights Watch ya concluyó en su más reciente informe que nuestro país vive una grave crisis de derechos humanos. Y Baltasar Garzón, el juez español que sometió a juicio al exdictador chileno, Augusto Pinochet, calificó el caso de “crimen de lesa humanidad”.
La afrenta a la sociedad civil ha llegado demasiado lejos. El Estado, por omisión o por colusión, se ha vuelto contra la ciudadanía, contra la idea de democracia auténtica que ésta defiende. En este sentido, Ayotzinapa es el catalizador de ese descontento acumulado durante años y puede ser el detonante de una rebelión pacífica de alcance nacional. La sociedad se siente agredida por tanta impunidad y por la ineficacia gubernamental que raya en la complicidad. La indignación va en aumento. México se mueve.
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