A veces me pongo lírico
Casa de citas/ 192
A veces me pongo lírico y me salen textos como los que siguen (lírica, épica y dramática era la división clásica de la literatura, según mis maestros de secundaria), que agrupé en esta mini muestra porque un amigo quería hacer algo con ellos. Luego les contaré.
Podría hacer un libro de tantos que tengo, porque en muchos casos son resultados tangenciales de otros proyectos, de vivencias más abarcadoras.
Tres de estos, por ejemplo (“Estaciones” “Tumba anónima” y “Callar”), me iban a servir como parte de una novela (Piedras, polvo: La película) donde, entre otras cosas, un chavo escribe poemas de amor a una mujer, que al principio se supone que lo ama y luego lo traiciona; escribí demasiados y en la selección éstos salieron volando.
“Tocar” lo escribí como parte de los textos que una vez al mes acompañaban las maravillosas fotos de mi compadre Raúl Ortega (en una revista, AZ, donde publicábamos), y “Últimas noticias de un mundo crepuscular” resultó el prólogo de una breve colección de cuentos con ese título, que se supone ya se publicó pero aún no he visto impreso (imagínate, presumible lector: yo no tengo ejemplares, qué será de ti, en el caso de que tuvieras algún interés en leerlos) y lo escribí a partir de que fui a una reunión donde habían varios hombres de origen rural, cuyas pláticas sólo eran balandronadas acerca de sus posesiones materiales. Eso me llevó a pensar en ellos como si fueran niños y cuando llegué a mi casa el texto salió de un tirón. También, por supuesto, está retratada mi infancia y tal vez aún mi adultez.
En fin, demasiada presentación…
Estaciones
Me vuelvo invierno. Mi corazón es una helada roca y me toman como suyos los vientos fríos que me barren toda calidez. Soy un punto invisible en el páramo blanquísimo de una montaña de nieve.
Soy otoño si no te veo. Se me caen las hojas, me barre el aire, deambulo como un paria por las calles que, además, sólo tienen como destino, como única vía tu nombre, tu cuerpo, tu recuerdo.
Soy verano cuando estoy contigo. La sangre bombea alegre al corazón, se yergue, se mueve a mil por hora, como si verte fuera el tónico más potente, la mejor medicina, la imbatible muestra de que estoy vivo.
Silban los pájaros, reverdezco, tengo flores en las manos, es gardenia el pensamiento si estoy junto a ti. Basta con que me veas, con verte. Como dice Neruda, cambio la primavera porque tú me sigas mirando.
Tumba anónima
Porque fuimos el árbol y la tierra,
antes de que nuestros corazones se volvieran el ala y el hasta nunca,
y las manos supieran de la mudez sola y vana.
En el agua se disolvió aquello que nos apretaba la garganta,
la vida que se volvía enredaderas y flores,
y el río nomás fue el cementerio de peces y piedras.
En el fango los corazones no querían,
no podían levantar los ojos, y se podrían los recuerdos dulces,
las mañanas de piel donde los cuerpos inventaban bosques, gorjeos,
y la vida colgaba por minutos eternos del nido de los besos.
Tocar
Nuestra humanidad se prodiga cuando tocamos. Correas de trasmisión, cables de sensaciones, nuestros dedos son la punta por donde salen nuestras emociones, donde trasmina nuestro espíritu. Por eso, un rostro de madera cuando ha pasado tiempo bajo la impronta de un escultor —no importa que sea Rodin o el ebanista de la cuadra— parece ver con sus ojos de madera, sufrir por los tiempos que corren, sentir que como todo el mundo algún día se volverá polvo…
Y las escaleras talladas se enroscan no sólo para lograr la certeza en su oficio de sostener nuestros cuerpos en ascenso, sino también como la concreción de los sueños infantiles no abandonados de encontrar la forma de llegar a las nubes, de tocar el éter, de saber que si logramos volvernos aire nunca moriremos…
Y somos capaces de pintar la luna para que pueda abrir los ojos y vernos, para que se crucen nuestras miradas y ella sea tal vez la mujer que nunca tendremos, la que nos acompañó en una noche inolvidable; y nuestros ojos llegan hasta el cielo y se vuelven dedos que tocan, manos que acarician…
Y tocamos una flor para que nos volvamos aroma, para participar en la construcción de la belleza, para que una iglesia temblorosa en el agua sea coronada con la majestad de unos pétalos blancos, de esas estrellas que guiamos con la mano…
Callar
El amor, le dije, no tiene palabras: te aman mis ojos cuando te ven y cuando no, te ama mi recuerdo. Quiso grabarse lo que dije —me dijo—, como si el silencio que se tiende en nuestras miradas cuando desde la total desnudez (enlazados por el amor y el sexo) nos vemos antes de sumergirnos en besos que de tanta hondura a veces parecen ya no moverse, ya estar ahogados en tanta saliva enamorada.
Ella tampoco habla cuando el amor la posee al grado máximo de placer: estira el cuello hacia atrás, entreabre los labios (sus dientes son un telón entreabierto que enseñan una lengua en cuya punta late un gemido) y entrecierra los ojos. Parece caer en un abismo de silencio donde sólo le acompaña este desmayo de breve muerte del que regresa sonriente a besarme de nuevo, a reír, a decirme algo que en ocasiones rompe este pasmo que nos da la pasión cumplida.
Yo suelo soñar su cuerpo sobre el mío, sueño verla volar por el silencio cósmico que me regala el amor infinito que no necesita abrir la boca más que para devorar sus labios, para comer su aliento, para poseerla en la inmovilidad del arrobamiento.
El amor es silencio. Me callo.
Últimas noticias de un mundo crepuscular
Amé a un caballo —quién era—, me miraba largo
tiempo de frente, por debajo de sus mechas
SAINT-JOHN PERSE
Han visto cómo cae la noche: rebozo negro que envuelve al mundo. Saben del amanecer con trinos, relinchos, mugidos, cercanos cantos de gallo.
(Pasa por enfrente un tapacaminos, un conejo se esconde en la madriguera, las golondrinas ponen arandelas a la tarde: va a llover.)
Han visto caer las hojas y nacer el pastito verde entre las piedras. Pueden nombrar a cada vaca, a todos los caballos; conocen el camino más corto para subir el cerro.
(Llueve: el río se vuelve un ruido amenazante, un rayo corta la rama milenaria, los truenos parecen los gritos de un dios enfurecido.)
Han usado el sombrero de abanico, debajo del árbol frondoso, cuando fuera de su sombra el campo es el reino del sol; han bebido vorazmente del pumpo y han llorado por la muerte de un perro, un gato, un caballo, como si fueran parte de su familia; como si fueran —eran, son— parte de su corazón.
(Las chicharras no paran de cantar su infinita canción monótona; el viento levanta polvaredas; el sudor es un animal pegajoso, terco, pegado como garrapata a los cuerpos: es tiempo de seca.)
Volaban papalotes, jugaban canicas y trompos, corrían detrás de un balón ponchado, no se lavaban las manos para comer: eran de pueblo, de rancho. Eran niños.
Infancia, amor mío, también he amado la noche…
Encienden, ahora, la lámpara en el buró y no elevan la vista para buscar la luna; compran camisas en los grandes almacenes y ya no se bañan desnudos en los ríos; presumen relojes caros, zapatos finos; tienen coches lujosos; conocen ya las reglas de la hipocresía social y se sujetan a ellas.
Ya no compran canicas y beben alcohol en lugar de comer dulces, dicen palabrotas en lugar de mostrar sus sentimientos, sienten la necesidad de demostrar que son hombres y, por eso, a veces, gritan, se pelean, amenazan; quieren un harem de mujeres solícitas, ganarle a todos en todo.
Se emborrachan, son vulgares, pero algunos no han perdido la capacidad de soñar. Cuando no pueden arruinar con su fantochería la ternura que guardan, sueñan con un nambimbo que cultivó su nostalgia, con una casa de adobe que tienen edificada en su memoria, con un caballo corriendo por las llanuras del alma. El sueño sigue siendo el campo de la niñez, la noche recién nacida, el mejor amigo, el día feliz, papá y mamá, el amor y los ángeles, todas las bendiciones…
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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