La gratuidad del mal
(Notas para una charla/ Tres y última)
Casa de citas/ 187
El mal radical, de Richard Bernstein (continúa)
Después de lo dicho por antecesores, el libro penetra en el pensamiento de tres filósofos judíos (p. 20), “cuyas vidas se vieron dramáticamente alteradas y profundamente alteradas por los nazis, y que se debatieron con el significado del mal y la responsabilidad humana después de Auschwitz”.
Dice Hannah Arendt, por cierto la única mujer de este espléndido ensayo (p. 243): “Esto no debería haber pasado. Y no me refiero sólo a la cantidad de víctimas: me refiero al método, a la industrialización de cadáveres y todo lo demás… no preciso entrar en detalles. Esto no debería haber pasado. Allí pasó algo con lo que no nos podemos reconciliar”.
Emmanuel Levinas habla primero de justicia, que (p. 249) “está basada, en última instancia, en la relación con el otro, en la ética, sin la cual yo no habría buscado justicia. La justicia es el modo en que respondo al hecho de que con el otro, no estoy solo en el mundo”.
Dice después (Pp. 252-253): “Este es el siglo que en 30 años ha conocido dos guerras mundiales, los totalitarismos de derecha y de izquierda, el hitlerismo y el stalinismo, Hiroshima, el Gulag y los genocidios de Auschwitz y Camboya. […] El sufrimiento y el mal se imponen deliberadamente, pero ninguna razón pone límites a la exasperación de una razón que se ha vuelto política y se ha desligado de toda ética”.
Levinas resume toda su filosofía en pocas palabras (p. 264): “Con la aparición de lo humano, y esta es íntegramente mi filosofía, hay algo más importante que mi vida: la vida del otro”.
Hans Jonas piensa que (p. 293): “No hay que imputarle el oprobio de Auschwitz a una providencia todopoderosa o a alguna astuta necesidad dialéctica, una especie de antítesis que requiere su debida síntesis o un paso más hacia la salvación. Nosotros, los seres humanos, se lo hemos infligido a la deidad, nosotros, que fallamos en el manejo de las cosas. Sigue estando en nuestro saldo, y nosotros somos quienes debemos lavar este oprobio de nuestros rostros desfigurados, y de hecho, del semblante mismo de Dios”.
Jonas sigue: “Me sentí obligado a opinar que no es Dios quien puede ayudarnos, sino que debemos ayudar a Dios (algo que cualquier doctrina de fe considerará herético)”.
Etty Hillesum, una joven judía de Holanda, fue enviada en 1943 a la cámara de gas de Auschwitz. Escribió en su diario (pp. 293-294): “Iré a cualquier parte de la Tierra donde Dios quiera mandarme, y estoy lista en toda ocasión y hasta que muera para dar testimonio […] de que no es culpa de Dios que todo haya resultado ser como es, sino nuestra culpa. […] Yo te ayudaré, oh Dios, para que no me abandones. […] Eso es lo único que importa: salvar en nosotros, oh Dios, una parte de ti. […] Y casi con cada latido de mi corazón se me hace más claro que no puedes ayudarnos, pero que nosotros tenemos que ayudarte y defender hasta el fin tu morada en nosotros”.
Dice Hannah Arendt (p. 304): “No sé lo que el mal radical sea en realidad, pero me parece que de algún modo tiene que ver con esto: hacer que los seres humanos en tanto seres humanos se vuelvan superfluos. […] Y todo esto […] surge a partir de –o mejor dicho, se da junto con– el delirio de omnipotencia (no simplemente el afán de poder) del hombre individual. Si un hombre qua man es omnipotente, entonces no hay motivo, en efecto, para que existan los hombres en plural, así como en el monoteísmo es la omnipotencia de Dios la que lo hace ser el Único”.
Bernstein, en aclaración a estos conceptos, apunta (p. 307): “Los principales sucesos políticos del siglo XX, desde la Primera Guerra en adelante, han generado millones de personas que no sólo carecen de casa y de Estado, sino que además son tratadas como si fueran completamente superfluas y prescindibles”.
Esas personas, dice Arendt, “ya no pertenecen a ninguna comunidad. Su situación no es que ya no son iguales ante la ley, sino que la ley no existe para ellos; no es que se los oprima, sino que nadie quiere ni siquiera oprimirlos”.
Sigue Arendt (p. 308): “El primer paso esencial para la dominación total es matar a la persona jurídica que hay en el hombre” (en el caso de los nazis, despojaron a los judíos de sus derechos jurídicos); (p. 309): “El siguiente paso decisivo en la preparación de cadáveres vivos es el asesinato de la persona moral que hay en el hombre”. Y este es, en los campos de exterminio nazi, el ejemplo escalofriante: “Cuando un hombre se enfrenta a la alternativa de traicionar y así matar a sus amigos o de enviar a la muerte a su mujer e hijos, de quienes es en todo sentidos responsable; y cuando incluso el suicidio significaría la muerte de su propia familia, ¿cómo ha de decidir? La opción ya no es entre el bien y el mal, sino entre un crimen y otro”. Y el tercer y último paso es (p. 310) “hacer que los seres humanos en tanto seres humanos se vuelvan superfluos”, es decir, puntualiza Bernstein, “transformar a los seres humanos de modo tal que ya no sean humanos”. Aún más (p. 312): “Los lideres nazis creían en su propia omnipotencia, y pensaban que ‘todo es posible’; buscaban eliminar la pluralidad de sus víctimas”.
Arendt intenta resumir la brutalidad nazi, el exterminio de millones de personas como si fueran pollos (p. 316): “Quizá, detrás de todo esto sólo está el hecho de que unos individuos humanos no mataron a otros individuos humanos por motivos humanos, sino que se llevó a cabo un intento organizado de erradicar el concepto de ser humano”.
Ya no se puede hablar de odio racial cuando se llega a lo que llegaron los nazis (p. 318): “El verdadero horror comenzó, como sea, cuando los SS tomaron la administración de los campos. La vieja bestialidad espontánea dio lugar a una destrucción totalmente fría y sistemática de cuerpos humanos”.
Arendt asistió al juicio que hicieron en contra de Eichmann, el criminal que mató a millones. Este era para ella el prototipo del asesino inhumano, este hombre que (p. 322) “había cometido actos monstruosos sin estar motivado por intenciones malignas y monstruosas”.
Dice Arendt: “Uno lo miraba a los ojos durante el juicio. Eichmann no era Yago ni Macbeth, y nada hubiera estado más lejos de su ánimo que, como Ricardo III, ‘demostrar ser un villano’. Salvo por una extraordinaria aplicación en pos de progresar personalmente, no tenía ningún otro motivo. […] Para decirlo en forma coloquial, meramente no se percató nunca de lo que hacía”.
Es decir (p. 325): “Ni el antisemitismo ciego, ni el odio sádico, y ni siquiera profundas convicciones ideológicas lo motivaban, sino el móvil trivial y de lo más mundano de ascender en su carrera profesional, complacer a sus superiores, demostrar que podía hacer el trabajo en forma correcta y eficiente”, aunque su trabajo fuera matar, a diario, a miles de personas.
Indagación del bien, de Kitaro Nishida
Quien se encuentra absolutamente divorciado
de la conciencia social tiene la conciencia del demente
- Nishida
El planteamiento de este filósofo japonés, en este título (Editorial Gedisa, 1995), es también panóptica, incluye a la humanidad y a sus líderes, aunque en una perspectiva contraria a la que hemos anotado hasta ahora (p. 87): “Una vigorosa personalidad influye en muchas personas, las une y se impone a ellas en virtud de su común espíritu; en ese momento el espíritu del pueblo es una unidad”.
Y, antes de llegar al centro de su análisis, habla de la realidad, esa evanescencia (p. 92): “Los conceptos de sujeto y objeto derivan de dos modos diferentes de considerar un solo hecho, como ocurre con la distinción de espíritu y materia. […] La realidad verdadera no es el objeto de un conocimiento desapasionado; se la establece por obra de nuestro sentimiento y nuestra voluntad. […] El pensamiento budista sostiene que, según nuestro estado de ánimo, el mundo puede ser el cielo o el infierno”.
La realidad es movimiento (p. 98): “Como dijo el filósofo griego Heráclito, todas las cosas fluyen y nada se detiene. La realidad es una serie de sucesos que fluyen sin detenerse”.
La realidad es una sola (p. 99): “Los hechos que experimentamos parecen variados, pero todos ellos son la misma realidad y todos ellos se establecen mediante el mismo modo”.
Pp. 105-106: “De la misma manera en que la conciencia de un individuo constituye una realidad singular en la que están unidas la conciencia de ayer y la conciencia de hoy, la conciencia que abarca toda una vida puede considerarse como algo singular, [y además…] en la base de nuestra conciencia hay algo universal. Mediante ese algo universal somos capaces de comunicarnos con otros y comprendernos”.
Los seres humanos, no importa la raza ni la condición social somos muy parecidos en cualquier parte del mundo (p. 177): “Con la posible excepción de personas mentalmente muy atrasadas, ningún ser humano puede quedar satisfecho con los deseos puramente físicos, pues los deseos acompañados de ideas están siempre obrando en el fondo de sus espíritus”.
El bien propone la unión de la parte con el todo (lo contrario del mal), de uno con el mundo (p. 184): “Alcanzamos la quintaesencia de la buena conducta sólo cuando sujeto y objeto se funden, cuando el yo y las cosas se olvidan recíprocamente y cuando todo lo que existe es la actividad de la única realidad del universo”.
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