¿La espera o la esperanza?

Casa de citas/ 188

 

Kay, amigo alemán, dijo al ver el desastre de esta ciudad:

—Tuxtla parece una pista de carros chocones.

 

***

 

Hace tiempo leí en una de sus columnas (“Piedra de toque”, en El País) que Vargas Llosa admiraba la forma que Alessandro Baricco había encontrado para hacer leer clásicos a la gente: volverlos teatro. Hablaba, podría asegurarlo, de Homero, Ilíada (el libro después lo publicó Anagrama) donde Baricco adaptó esta incombustible historia para hacerla digerible a públicos no especializados: quitó a los dioses de la trama y la convirtió en monólogos que se escenificaron en algunas ciudades de Italia.

Saco esto del cajón siempre inseguro de mi memoria porque hace poco hallé en una librería de Tuxtla Las mil noches y una noche (Alfaguara, 2008), de Mario Vargas Llosa, que hizo subir a escena a Mario, a sus más de 70 años, en ese tiempo, en compañía de la actriz Aitana Sánchez-Gijón para representar a varios personajes del clásico nudo de historias que toman como base el matrimonio del rey Sahrigar y Sherezada.

Mi ejemplar tiene en portada y en interiores muchas fotos a color de Vargas Llosa (y de Aitana, claro) como actor, y me gusta, me emociona que haya dado ese paso para honrar su pasión por las tablas.

La princesa Budur decide disfrazarse de su esposo, el príncipe Camar Asamán, cuando éste desaparece, y así llega hasta un reino donde la casan con otra mujer, la princesa Hayatanufús. No hay sangre en las sábanas después de la noche de bodas y el rey se enfurece. Entonces, el falso hombre revela a su esposa, desnudándose, que es también mujer. Y dice la princesa Hayatanufús (p. 84): “Me conmovió tanto que decidí ayudarla. Entre las dos, fuimos al gallinero de palacio, matamos una gallina y con su sangre manchamos mi camisa de dormir, mis piernas y las sábanas de la cama. Al día siguiente, mi padre fue el primero en regocijarse con la noticia de que nuestro matrimonio se había consumado”.

Esto me hizo recordar que hace años el amigo de un amigo platicó en mi presencia un problema que tenía y cómo lo resolvió. Escribí un cuentito sobre ello.

Manuel Velázquez, pintor.

Manuel Velázquez, pintor.

 

Hijita de mamá

 

No me dejes en medio de tu sangre en esa toalla

Jaime Sabines

 

—Tengo que verte ahora mismo –le dijo pegando la boca al auricular.

—Quedamos de vernos en la noche –le contestó Sergio–, ¿qué te pasa?

—Te veo en diez minutos en el parque. No vayas a llegar tarde.

Colgó.

 

—No me bajó la regla hoy.

—¿Y qué? Vendrá mañana. No supondrás estar embarazada, no creo tener tanta puntería. Sólo cogimos tres veces la última vez y se supone que no estabas en tus días fértiles. Espérate. Bajará. No seas impaciente.

—Mira, no me hubiera gustado decirte esto, pero mi mamá es muy desconfiada. Desde que empecé a reglar me vigila como si fuera su única actividad: revisa, en el baño, mis toallas íntimas. Si ve sangre respira con tranquilidad. Soy exacta en mis menstruaciones.

—Tu mamá está loca, de veras.

—Y no sabes cuánto. Si sospecha que mi retraso es porque me acuesto con alguien me va a golpear brutalmente; si sabe que me acuesto contigo te va a matar. Está loca y es una loca furiosa cuando las cosas no se hacen como ella quiere. Piensa que eres un vago, un bicho peligroso, un perro del mal. Imagínate que le diga que tú eres el responsable de mi irregularidad. ¿Qué hacemos?

 

Le hicieron caso a una tía de Sergio. “Con eso le van a bajar hasta las lombrices”. Compraron las yerbitas, fueron a un café, pidieron agua caliente e hicieron tres vasos de té, que Elisa tomó con gestos de desagrado.

 

—Sergio, nada. Mi mamá me pidió cuentas. Me hice la pendeja y le dije que ya tengo cólicos, que me duele el vientre. Ni te describo la mirada que me echó. Si mañana no aparece mi toalla con sangre ve pensando adónde nos vamos a ir para evitar que nos mate.

 

En la noche, en el motel, Elisa, entre accesos de risa, le dijo por tercera vez a Sergio:

—Cuéntamelo de nuevo, mi amor.

Él no se hizo del rogar: “Iba pensando en esta onda cuando pasé por una casa y vi gallinas en el patio. Fui a comprar unas toallitas. Volví y esperé. Cuando nadie me veía, zas, me agarré una y me la llevé hasta el descampado. Le corté la cabeza a la pobre y te llené tres toallas de sangre. Listo. Ya le hice el gusto a mi suegrita”.

—Pinche Sergio, por eso te quiero. De todos modos, ya me vino.

***

 

Yo viviré mientras te dure el llanto

Manuel Ponce

 

Poeta y ensayista, Juan Domingo Argüelles ha publicado mucho y bueno. En El vértigo de la dicha. Diez poetas mexicanos del siglo XX (Instituto Veracruzano de Cultura, 2001) escribe ensayos esclarecedores sobre Pellicer, Ponce, Paz, Chumacero, Castellanos, Sabines, Zaid, Pacheco, Hernández y Bartolomé.

El menos conocido es Manuel Ponce (1913-1993), tal vez porque la suya es poesía religiosa, pero hablar de los que poco se habla es una de las virtudes de Argüelles.

Ya en los conocidos, cita de Gabriel Zaid un poema del que tomo apenas el bello inicio (p. 82): “A punto de morir/ vuelvo para decirte no sé qué/ de las horas felices”.

Y cita de José Emilio Pacheco (p. 94):

 

El poeta dejó de ser la voz de su tribu,

aquel que habla por quienes no hablan.

Se ha vuelto nada más otro entertainer.

Sus borracheras, sus fornicaciones, su historia clínica,

sus alianzas o pleitos con los demás payasos del circo,

o el trapecista o el domador de elefantes,

tienen asegurado el amplio público

a quien ya no hace falta leer poemas.

 

Es de Francisco Hernández este aforismo poético (p. 102):

 

AMORTAJADOS

Amor

taja

dos

 

Tomo estas líneas de sus citas al poeta Efraín Bartolomé (p. 113):

 

Y es que hay árboles tristes bordeando la calzada

y hay un rencor amargo en la raíz del pecho

Y es que una sola gota de ciudad

haría amargo el mar.

 

Y ésta, también de Efraín (p. 117):

 

El infierno ¿cuál es? ¿La espera o la esperanza?

 

***

 

El gobierno paga las ocho columnas de los diarios impresos, la gente no compra los diarios: el gobierno piensa que sus mentiras se difunden. No. La gente sigue diciendo la verdad en las calles, sin que le paguen, gratuitamente.

La desconfianza de la gente por lo que dicen los diarios es antigua. Vicente Leñero en Martirio de Morelos (Seix Barral, 1981) hace decir a Morelos en 1815 que (p. 38) “sí se leen las gacetas oficiales pero no se les da mucho crédito”.

Este de Leñero es un texto extraño porque es en su forma un guion de teatro, pero sólo para leerse (p. 10): “La obra ha sido trabajada como un texto de literatura dramática, es decir, como un texto para ser leído. Cualquier puesta en escena que de ella se antoje hacer obligará al director responsable a realizar adaptaciones”.

La sabiduría literaria, teatral y periodística de Leñero hace de este un texto que se lee en un santiamén.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

 

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