Definición de asombro
El diccionario dice: “Lo que causa gran admiración o extrañeza”; es decir, la cosa no común. Nadie se asombra ante un hombre que camina, pero sí nos causa asombro ver un ángel que camina, no porque sea ángel sino porque no vuela. La gente sabe que el territorio de los ángeles es el vuelo, si no ¿para qué las alas?
El asombro que causa un ángel no está en sus alas sino en abandonar por un instante su vocación de vuelo. A nadie le asombra ver ángeles en el cielo, asombra verlos jugando cartas, leyendo, sentándose en el parque, comiendo una hamburguesa, emborrachándose, montando en bicicleta, fumando carrujos de marihuana o cogiendo.
¡Y no me digan que nunca han visto a un ángel cogiendo! ¡Por favor, no lo hagan! ¡No sean persignados! Anoche vi un ángel en un motel, la vi cubriéndose con un periódico. Ella iba nerviosa, juntaba sus rodillas como presintiendo que luego, un instante después, las abriría para dar paso a la luz. ¿Por qué los ángeles hacen el amor? ¿Acaso esos seres maravillosos necesitan sentir la lluvia de la luz sobre sus cuerpos iluminados? Ella bajó del carro y dijo: “Nunca había estado en un motel” y el otro, pobre mortal, dijo: te creo, pero no lo creyó. Los hombres, igual que los leones, creen que los ángeles son de su condición. ¡Pobres hombres! ¡Jodidos hombres!
Los ángeles no mienten, su condición de seres iluminados no les permite esos devaneos terrenales. Los ángeles (es hora de decirlo) tampoco se asombran. ¿De qué puede asombrarse un ser que está acostumbrado a jugar rayuela con Dios todas las tardes?
Mariana dice que sería bueno que el lenguaje permitiera una salvedad, dice que así como existe la palabra asombra debería existir la palabra “aluz”, que sería como la madre de la asombra, la que provoca la penumbra (Mariana no lo dice, pero cuando piensa en lo anterior, recuerda al alux, mítico personaje de la cultura maya, que es un tipo bien jodón y travieso). Yo, igual de travieso, me boto de la risa cuando pienso en lo que Mariana piensa, porque al alux le gusta jugar en los cenotes y a mí, alux pervertido, me gusta imaginar que juego en los senos de las muchachas bonitas. Imagino que todo me causa asombro, que todo es no común. Me asombro ante una tarde de lluvia (los tuxtlecos llaman “Elver” a lo que los comitecos llaman “Pijazo”); me asombro ante un árbol (común y corriente para los otros); me asombro ante las manos de mi madre, ante el asombro de una niña que mira cómo un gusano sube por la rama de un árbol.
Si le hago caso a la tía Romelia encuentro que el asombro, el verdadero, no habita en el corazón del hombre sino en el corazón del niño. Los niños tienen pegado el asombro en su piel y en su espíritu. ¡Todo les llama la atención! El asombro se vuelve viejo antes de tiempo y un día, el menos pensado, abandona el alma de los niños y se convierte en una piedra en el corazón del joven. Es preciso que el joven se enamore para que el asombro asome apenas por un instante en su ventana. A partir de ese momento, el asombro sólo será un viejo, sin dientes, que se asomará en el zaguán sólo por ratos. El asombro, en los viejos, usa pañales desechables. ¡Qué pena! Por esto, los niños no se asombran ante la visión de un ángel. Son los viejos tontos los que reniegan de ellos, los que, confundidos y olvidados, juran que un ángel no puede estar en un motel, dejando sus alas por un instante, sólo para jugar que vuela en las nubes de su amado, en la brasa de sus manos y de sus deseos.
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