Libros viajeros
Casa de citas/ 180
Hasta el reloj parado acaba marcando la hora exacta
Milorad Pavić
Duermo poco desde niño. A veces la madrugada me llega mientras leo o me despierto de madrugada y el día me halla frente a unas páginas. Estos libros me acompañaron en un viaje al mismo tiempo físico y emocional, como suelen ser los viajes, de Madrid a tres ciudades de Italia y luego al DF; ahora reposan en mi biblioteca de Berriozábal.
Palomar (Siruela, 2001), de Ítalo Calvino, es, como la mayoría de sus libros, concebido a partir de una estructura poco convencional y fragmentaria (las reflexiones de un hombre llamado Palomar), que Calvino explica en el prólogo, y que puede resumirse como él mismo lo hace (p. 13): “Un hombre se pone en marcha para alcanzar, paso a paso, la sabiduría. Todavía no la ha alcanzado”.
En “Los amores de las tortugas”, Palomar ve a macho y hembra en el apareo. El macho (p. 31) “intenta repetidas veces montarla, desde atrás, pero el caparazón de ella se levanta y él resbala.
“Ahora debe de haber conseguido colocarse en la posición correcta: empuja con golpes rítmicos, pausados; con cada golpe emite un jadeo, casi un grito.”
En “El silbido del mirlo”, al contrario, deja la corporalidad y se acerca a lo intangible (p. 34): “Ningún libro puede enseñar lo que sólo se aprende en la infancia si se prestan oído y ojo atentos al canto y al vuelo de los pájaros y si hay alguien que puntualmente sepa darles un nombre” (mi amigo René dice que su nieta le dijo que Dios sólo escucha a los pájaros, porque están más cerca de Él).
En “Desde la terraza” habla de la evolución que han tenido las palomas en su tierra (p. 55): “A las palomas que alegraban en una época las plazas ha sucedido una progenie degenerada, sucia, infecta, ni doméstica ni salvaje, sino integrada en las instituciones públicas y como tal inextinguible. El cielo de la ciudad de Roma está desde hace tiempo a merced de la superpoblación de estos lumpen-emplumados”, y hace también esta reflexión (p. 58): “Sólo después de haber conocido la superficie de las cosas –concluye–, se puede uno animar a buscar lo que hay debajo. Pero la superficie de las cosas es inagotable”.
En “Los viajes de Palomar” están, claro, los viajes de Calvino. Sobre su viaje a México escribe (p. 88): “En la arqueología mexicana cada estatua, cada objeto, cada detalle de bajorrelieve significa algo que significa algo que a su vez significa algo. Un animal significa un dios que significa una estrella que significa un elemento o una cualidad humana y así sucesivamente. […] El amigo mexicano se detiene delante de cada piedra, la transforma en relato cósmico, en alegoría, en reflexión moral”.
De “Cómo aprender a estar muerto” es esta última cita (p. 109): “Los que siguen viviendo pueden, a partir de los cambios vividos por ellos, introducir cambios también en la vida de los muertos, dando forma a lo que no la tenía o que parecía tener una forma diferente”.
(Serrat dice en su canción “Lucía” algo similar sobre la muerte del amor: “Tus recuerdos son cada día más dulces/ el olvido sólo se llevó la mitad…”)
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De las varias novelas de Don Delillo que he leído, Punto Omega (Seix Barral, 2010) es la que más me ha gustado. Tiene un balance de luz (la trama claramente definida) y de sombra (un hecho poco explicable y explicado) que la hacen sugerente, sugestiva.
Aunque parece poco probable, uno de los personajes ve Psicosis (Psycho, 1960, de Alfred Hitchcock) en una versión que, cambiada su velocidad normal, dura 24 horas. Parece una invención, pero no. En los agradecimientos Delillo dice que esa versión la hizo Douglas Gordon y se pasó por primera vez en Berlín en 1993 y (p. 157) “se instaló en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en el verano de 2006”. Ah, rarezas.
El libro vale mucho la pena. Me quedaron dando vuelta algunas ideas (p. 27): “La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos”.
P. 60: “Alguien debería estudiar lo que la gente dice en sueños, ya lo habrán hecho seguramente, algún paralingüista, porque tiene más significado que las mil cartas personales que un hombre puede escribir en toda su vida y también es literatura”.
Y este diálogo (Pp. 71-72):
“¿Qué somos?
“No lo sé.
“Somos una nada, un enjambre. Pensamos en grupos, nos desplazamos en ejércitos”.
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Chéjov, maestro de la dramaturgia en la que inventó un género (la pieza) y del cuento, convivió con los grandes novelistas rusos (Dostoievski, Tolstoi, con esos bastan) y, tal vez por eso, se supone, nunca intentó la gran novela. Si escribió, sin embargo, por lo menos tres relatos que rebasan las cien cuartillas y que lícitamente pueden considerarse novelas breves: El pabellón N° 6, Un drama de caza y, esta que me faltaba por leer, Mi vida: Relato de un hombre de provincias (Alianza Editorial, 2003).
Ricardo San Vicente, a cargo de la traducción y el prólogo, cita larga y directamente a Chéjov (p. 18): “Ya ve, a menudo me echan en cara, hasta Tolstoi me lo ha dicho, que escribo sobre bobadas, que no tengo héroes positivos, revolucionarios. […] ¿Pero dónde encontrarlos? ¡Me encantaría! ¿Pero dónde están? Nuestra vida provinciana, las ciudades sin pavimentar, los pueblos, sumidos en la pobreza, la gente hecha trizas […] Todos cuando somos jóvenes piamos felices como gorriones en el estiércol, pero cuando tenemos cuarenta ya somos viejos y empezamos a pensar en la muerte […] ¿Nosotros, unos héroes?”
Misaíl Alekséich, el protagonista, no piensa como su padre en las convenciones sociales y no le parece que el trabajo manual sea más o menos importante que el intelectual. No se siente atado a la idea de volverse rico, porque no le parece que esa sea la finalidad central de los seres humanos. El padre (quien le consigue trabajos, que él pierde) lo reprende constantemente (p. 25): “Entiéndelo, estúpido, comprende de una vez, cretino, que además de la fuerza bruta posees un espíritu divino, un fuego sagrado que te distingue sobremanera del asno o de la culebra y te acerca a la divinidad”.
Y escucha como el padre dice a su hermana (p. 30): “¡Todas esas estrellas, hasta la más pequeña, cada una es un mundo! ¡Qué poca cosa es el hombre comparado con el universo!” Y piensa Misaíl: “Y decía esas palabras en un tono como si le resultara muy halagador y agradable ser tan poca cosa. ¡Qué persona más mediocre!”
Misaíl, en contra de las opiniones de su padre y de varios, se vuelve un obrero; allí conoce a Redka, su jefe, quien repite incesantemente (p. 58): “La oruga arruina el bosque; el orín, el hierro, y la mentira, el alma”.
Masha, una muchacha rica, se enamora de él y él de ella, apasionadamente. Viven en la pobreza, hasta que ella se cansa. Eso piensa Misaíl, cuando lo nota (p. 134): “Sentía lástima de mi amor, para el que, al parecer, también había llegado su otoño. ¡Qué enorme felicidad amar y ser amado y qué horroroso es sentir que empiezas a desplomarte desde esa alta torre!”
Habla de la ceguera espiritual de los humanos, que no se cura ni con lecturas ni con rezos (Pp. 147-148): “Aquellos sesenta mil habitantes durante generaciones habían leído y habían oído hablar de la verdad, de la misericordia y de la libertad y, sin embargo, hasta las mismas puertas de la muerte seguían mintiendo de la mañana a la noche, se martirizaban los unos a los otros y temían y odiaban la libertad como su peor enemigo”.
Masha vuelve a la vida frívola y los demás (la hermana de Misaíl y su amante, sus amigas y su padre) siguen sufriendo, pero atados a las convenciones sociales. Misaíl es el único que hace lo que dicta su inteligencia, su corazón, sin ataduras pecuniarias. Y me parece que ese es el tipo de heroísmo que le interesaba a Chéjov. Triunfar es creer en lo que hacemos, porque, al final (p. 152), “todo pasa, y pasará también la vida; por tanto, nada hace falta”.
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Me ha gustado todo lo que hasta el momento he leído de Milorad Pavić (Belgrado, 1929), en especial porque no le da, como a muchos, por repetir fórmulas. En El último amor en Constantinopla (Ediciones Akal, 2000) usa las cartas del tarot como pivote de la acción por capítulos y, al final, con el mazo que la edición trae, los lectores debemos echar las cartas para releer la novela y encontrar un nuevo destino a los protagonistas, guerreros miembros de dos familias serbias, los Opujic y los Tenecki, cuyos encuentros de amor y guerra los van trasformando, los hacen y rehacen, no importa que estén vivos o muertos, y con esta idea se hermana con Calvino y Palomar (p. 25): “El hombre también construye su pasado al otro lado de la tumba, y sigue creciendo después de la muerte”.
Siendo como es, un libro donde hay constantes combates a muerte, uno de los temas es el miedo (p. 15): “¿O escuchará el miedo que llega del futuro? Porque el futuro es el establo del que sale el miedo”, y (p. 91): “Si vas en la dirección en la que tu miedo crece, vas por buen camino”.
Al terminar de leer, tiré las cartas de tarot y leí de nuevo lo que el azar propuso. Varias ideas surgieron. Me detuve en ésta (p. 128): “Mírame. Tengo diecisiete años. Soy de la misma edad que la humanidad, porque la humanidad tiene siempre diecisiete años. Eso significa que un pueblo es un niño eterno. Crece sin cesar; su lengua, su espíritu, su memoria, hasta su futuro, empiezan a apretarle, como los vestidos”.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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