La puta de Babilonia
En La puta de Babilonia, Fernando Vallejo se encarga de desbaratar la imagen santurrona de la iglesia católica. Es una diatriba, bien escrita y ampliamente documentada, sobre los pasos perdidos y malvados de papas, arzobispos, teólogos, curas, párrocos, monjas y pastores hipócritas.
Nadie queda libre de la lezna vengadora del colombiano. Ni Fox, ni Salinas, ni Echeverría, mucho menos Carlos Hank o su amiguito panzón y repelente Onésimo Zepeda.
En este largo ensayo de 317 páginas, editado por Planeta, Vallejo muestra lo que siempre hemos imaginado, pero no hemos querido constatar: el enorme negocio, montado sobre el fraude y la ignominia, del papado.
El monstruo diabólico del catolicismo ha construido su trono con sumisiones y bendiciones a sanguinarios de nuestra historia, de los que Hitler y Mussolini, son una pequeña muestra esperpéntica.
Vallejo no tiene piedad de papas, ángeles, arcángeles, fundadores de sectas, dirigentes del Opus o de los Legionarios de Cristo. Todos son culpables por ególatras, por malvados, pero también por pedófilos y violadores, que a los hombres de sotana se les da muy bien los placeres de la carne y más si son de niños recién desemplumados. Sobre eso habría que preguntarle al acariciador de carne púber, Marcial Maciel, pederasta que debería estar emparedado junto con Jean Succar Kuri, Kamel Nassif y una legión de hombres de escapulario, pero el diablo se lo llevó sin redimir sus pecados.
La puta de Babilonia es un rosario de las atrocidades purpuradas, bendecidas desde el trono del Vaticano, por hombres perversos, diabólicos, misóginos y homofóbicos.
No tiene compasión siquiera de Juan XXIII, llamado el papa bueno: “Nadie que haya subido por esa jerarquía de ignominia que va de cura a obispo, de obispo a arzobispo, de arzobispo a cardenal y de cardenal a papa puede ser bueno. De escalón en escalón se ha tenido que ir manchando para que sus compinches de mafia lo hayan dejado seguir el ascenso”.
Fernando Vallejo sigue siendo, a sus 71 años, un provocador nato, que desenvaina la pistola, cargada de maldiciones, al menor insulto.
Y da gusto cómo reparte balas, unas tras otra, sin indulgencia. Basta leer el primer párrafo de su ensayo:
“La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la fasilficadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractadota de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas (…) la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuita, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadota de Mussolini y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar”.
Aún cuando La puta de Babilonia es un ensayo entretenido y gustoso, yo prefiero las novelas de Vallejo, y La virgen de los sicarios, es mi preferida.
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