Chiapas y la transición democrática traicionada
Cuando en el 2000 los partidos opositores se aliaron para derrotar en las urnas al Partido Revolucionario Institucional (PRI), se generaron muchas expectativas respecto al avance de la democracia en Chiapas como la vía para alcanzar mejores niveles de desarrollo político, económico y social. Sin embargo, a 14 años de aquella rebelión ciudadana, el balance arroja resultados negativos y ominosos.
La ilusión de la alternancia en el poder radicaba en la posibilidad de iniciar un proceso de transición que procurara el desmantelamiento del sistema autoritario en el que el PRI edificó su hegemonía durante décadas. Pero se quedó en eso, en ilusión, porque hoy experimentamos condiciones similares a las que motivaron el hartazgo hacia las siglas que eran sinónimo de corrupción, arbitrariedad, fraude electoral, prostitución de la justicia, corporativismo e impunidad.
Al iniciar su mandato y con el respaldo del presidente panista Vicente Fox, el gobernador Pablo Salazar Mendiguchía embistió contra el aparato priista al abrir averiguaciones previas contra 23 funcionarios de la administración de Roberto Albores Guillén acusados de peculado, asociación delictuosa, fraude y ejercicio indebido de funciones, la mayoría de los cuales fueron detenidos y encarcelados.
También confrontó al Congreso local de mayoría opositora al vetar el Presupuesto de 2001 y operar la división de la fracción parlamentaria del PRI para lograr el control total del Legislativo. El brazo opresor cayó asimismo en el Poder Judicial; Salazar acusó de peculado al presidente del Supremo Tribunal de Justicia (STJ), Noé Castañón León y a su renuncia instrumentó una rebelión de magistrados para impedir el nombramiento de Jorge Clemente. Como la maniobra resultó fallida, ordenó que la policía tomara las instalaciones del STJ para obligar a los funcionarios judiciales a elegir a un incondicional que le garantizará lealtad.
En algunos casos con instrumentos legítimos en otros abiertamente ilegales, Pablo sometió a los enclaves de poder que los priistas conservaron después de la derrota electoral. Se pensó que con la anulación de los representantes del autoritarismo, iniciaría un proceso de transición democrática que refundara las instituciones de la administración pública, que combatiera la corrupción, que hiciera efectiva la independencia de poderes, que diera credibilidad a los organismos autónomos electorales y de derechos humanos, que promoviera la participación social en la toma de decisiones y que fortaleciera el sistema de partidos.
Sin embargo, la transición fue traicionada. Salazar se desmarcó de la alianza que lo llevó a la gubernatura y se inmiscuyó en la vida interna de los partidos políticos para controlarlos. Concedió secretarías y subsecretarías a los dirigentes a cambio de sumisión, y también cooptó a decenas de organizaciones que contribuyeron en las urnas a la alternancia. Domesticó al Congreso local al punto de convertirlo en una oficialía de partes del Ejecutivo; ante el avasallamiento, el PRI claudicó como oposición. La misma suerte corrió el Poder Judicial, desde un inicio quedó marcado con el herraje de PSM y no pudo sacudirse el yugo para tomar decisiones soberanas. Cayeron también bajo el control del gobierno el Instituto Estatal Electoral y la Comisión Estatal de Derechos Humanos, dos instancias estratégicas en materia de acceso al poder y de legalidad institucional, respectivamente.
A la exigencia democrática de la sociedad, los políticos respondieron con un renovado autoritarismo que sentó las bases de la decadencia institucional que hoy continúa. Juan Sabines Guerrero llegó a la gubernatura impulsado por Salazar en una cerrada elección en la que se presumió fraude. Se sacudió el tutelaje pablista haciendo uso político de las dependencias judiciales sometidas al Ejecutivo, que se tradujo en el encarcelamiento de decenas de exfuncionarios acusados de peculado y del propio exmandatario.
Practicó injerencia descarada en los partidos, que al no ofrecer resistencia, se convirtieron en títeres y cómplices de un régimen irresponsable y despilfarrador. El sometimiento de los diputados y su prostituida relación con el gobierno, llegó a su máxima expresión al autorizarle a Sabines el desmedido endeudamiento del estado y las leyes que fabricó para asegurar su impunidad y la de sus principales colaboradores.
El saldo del libertinaje, la sevicia y el autoritarismo en el poder fue catastrófico. Chiapas quedó en la bancarrota por la rapiña oficial; las instituciones sufrieron un severo daño moral al desvirtuar sus funciones hacia el saqueo; los factores de contrapeso como los poderes Legislativo y Judicial, y la oposición partidista, fueron anulados por presiones o jugosas prebendas; el uso de los recursos públicos a favor de candidatos afines al gobierno, convirtieron los comicios en una mascarada democrática; y como consecuencia del abuso y la ilegalidad, se generó una sociedad agraviada.
Bajo estas condiciones dignas de un virreinato, la llegada de Manuel Velasco a la gubernatura fue cuestión de trámite pues llevaba todo el apoyo oficial. Su arribo al poder, por lo tanto, no modificó significativamente la situación y hoy se vive una especie de continuismo tutelado que deja a los chiapanecos en la indefensión. El que fuera secretario particular de Sabines y pieza clave del desvío de recursos públicos, Héctor Luna, despacha en el mismo puesto con Velasco. Y el otro poderoso alfil, Raciel López Salazar, permanece en la Procuraduría de Justicia.
Los renovados intentos del Ejecutivo actual por controlar la vida interna de los partidos, la gestión desde el gobierno de otras organizaciones políticas “satélites”, la consolidación de una extensa clientela electoral a través de los programas sociales, la negativa a llamar a cuentas a su antecesor, así como la desmedida propaganda oficial –explícita o encubierta—son señales ominosas que abonan a la degeneración democrática en que derivó la alternancia del año 2000. Y aún faltan más de cuatro años de este sexenio.
¿Surgirá en ese lapso un contrapeso real a esta perniciosa tendencia política? ¿O vamos directo a una nueva dimensión del autoritarismo?
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