Cartas de nuestra Rosario

Rosario Castellanos

Rosario Castellanos

En su XL aniversario luctuoso. In Memoriam.

 

Aunque ya es un libro conocido, apenas hace unos días terminé de revisarlo. Una maravilla editorial: el compendio de las cartas escritas por Rosario, Chayito, Chayota, nuestra Rosario Castellanos. Escritas a su amado y renuente Ricardo Guerra, en el lapso que va de julio de 1950 a diciembre de 1967; aunque a decir verdad, el texto sólo contiene una selección de ellas. Omite su correspondencia de 1958 a 1966. Cartas a Ricardo se intitula el volumen. Fue editado por Conaculta en su colección Memorias Mexicanas (México, 1996) y Elena Poniatowska se encarga del prólogo: introducción o pequeño ensayo donde procura facilitarnos la comprensión de la historia personal de Rosario, los ires y venires de su formación humanística y literaria, pero sobre todo, su fe a veces quebrantada por la perenne insensibilidad del hombre a quien ama siempre, hasta la ignominia.

 

Mil lecturas diferentes son posibles. Su historia, su vida, la evolución de su lenguaje; sus miedos, traumas y placeres. La raíz más antigua de algunos de sus personajes, el suplicio con que particularmente asume el amor. Sin embargo, me llama la atención cualquier cosa, la más nimia e intrascendente: su paso por la Tuxtla Gutiérrez de los conejos y su viaje de aquí hacia Chapatengo, un segmento pequeño de Los Cuxtepeques. La finca ganadera heredada de sus padres, a orillas del río Grijalva, tan sólo un nombre en la geografía de Chiapas, un lugar al que, a principios de los años cincuenta del siglo pasado, sólo era posible llegar con caballos, bestias y carretas jaladas por bueyes.

 

Tuxtla es descrita en estos textos de modo atroz. Con franqueza y absoluta naturalidad. En su carta fechada aquí el 28 de julio de 1950 narra algunas peripecias de su viaje desde la ciudad de México, al tiempo que advierte: “el trópico está sorbiéndome, la selva me traga”. Tuxtla, afirma ahí, “es una ciudad para la cual el único calificativo posible es éste: chata. Toda ella es plana, aplastada. Y luego, con unas pretensiones como para carcajearse. Imitando algunas ciudades guatemaltecas, tiene un mapa del estado, en relieve. Imitando a México, una réplica de la fuente de Diana, sin Diana. Y un palacio de gobierno, un parque zoológico, cantidades locas de neverías y una iglesia (la tierra caliente, usted sabe, no favorece en exceso la religión), todo esto apiñado en un espacio de diez metros cuadrados. Un desastre”.

 

“Y además un calor loco. Y flamboyanes, jacarandas, muchas flores. Lo demás son poetas. Poetas bohemios, se entiende. Que derivan fácilmente a la borrachera y a la suciedad. Y que no tienen para qué tomarse el trabajo de escribir. Lo demás son periodistas. Por cada habitante tuxtleco hay dos periodistas. El loco más conspicuo de esta población es un señor que tiene la manía de hacer un periódico manuscrito y regalarlo en la plaza a quien se lo solicite. Se llama ‘La Estrellita’ o algo así y habla indistintamente de Truman y las maestras normalistas, de Corea y la mala costumbre de que las jóvenes usen tobilleras, del problema indígena y las tertulias del Hotel Bonampak. Sería interesante explicar esta tendencia tan generalizada del hombre del trópico a creer que escribe, o a hablar, con palabras rebuscadas…”.

 

Luego, siete días después, en su carta fechada en Comitán el cinco de agosto de 1950 vuelve a hacer referencia a Tuxtla. Escribe agobiada: “tenía que hacer tiempo de que saliera el autobús [y] el único modo de hacer tiempo en Tuxtla es tomar refrescos. Hace un calor tan espantoso. Y ver los aparadores de las dos librerías que quedan a un costado del hotel. Entre los libros estaba uno que en otro tiempo no me hubiera llamado la atención. Era El Amante de Rilke”. Se refiere, seguramente, al escritor y crítico literario Rainer María Rilke y se hospedaba con toda certeza en el Hotel San Carlos, sobre la Primera Sur, frente a la antigua Plaza Central. Sólo ahí podían encontrarse dos librerías juntas: El Escritorio y El Progreso.

 

Resuelve entonces, a finales de 1951, viajar a Chapatengo, la finca de su heredad, hacia el rumbo de Los Cuxtepeques. Lleva consigo libros, papel y tinta; sombrero, pantalones, polainas. Va a ponerse de acuerdo con su hermano Raúl sobre ingresos y gastos, becerros, peones y toros. Escribe varias cartas desde aquí, dos o tres para su amado, luego abruptamente suspende su comunicación, decide flagelarse, saborea el aislamiento, su muerte. Se quita el cabello a rape y con ello afirma su despecho por las falsedades amatorias de Ricardo, pero sobre todo, confía en ello para olvidarse de él. Mandar todo al carajo. Acabar con todo.

 

Antes sin embargo, en su viaje anterior a Chiapas, el de 1950, llega hasta Chapatengo también. En su mensaje del siete de agosto, desde Comitán, escribe a Ricardo “Aparte de eso ya vino mi hermano a llevarme. Así que tus próximas cartas no me las dirijas a Comitán sino a esta nueva dirección: mi nombre, a cargo de Raúl Castellanos, domicilio conocido, La Concordia, Chiapas”. Días después, el quince de agosto le escribe desde La Concordia: “Hasta hoy, apenas, llegué aquí y tuve el gran gusto de recibir su carta y de que me informaran de viva voz de su telegrama. Porque ha de saber usted que aquí no hay telégrafo y que los mensajes los retransmiten por teléfono, y que los telefonemas son de lo más informal que hay, pues los escriben a mano, en un papel cualquiera y el suyo se lo entregaron a la señora de la casa donde venimos a dar. Ella lo abrió, lo leyó, lo aprendió de memoria y lo perdió. No pude, pues, conservarlo como yo hubiera querido…”.

 

Pero vamos al viaje del 51. El once de diciembre, en cuanto llega a Tuxtla, Rosario afirma en una de sus cartas: “Llegué ayer en la mañana. Fue un viaje todo accidentado y tuve que quedarme a dormir en Tehuantepec, en un hotel lleno de arañas y bichos. Mi hermano me recibió un poco receloso, pero cinco minutos después estaba todo amable y cariñoso. Hasta ahora las cosas marchan perfectamente bien. Pasado mañana salimos para Chapatengo. Ojalá continuemos con esta disposición de ánimo”.

 

Al día siguiente escribe de nuevo, sigue en Tuxtla y aporta algún elemento adicional a su descripción. Ahora dice que “Tuxtla es un lugar increíble [aunque] estoy casi de acuerdo con usted en que Chiapas no existe. Fíjese: su capital cuenta con un palacio de la cultura, varios museos arqueológicos, una Universidad, un mapa en relieve del estado, un parque zoológico bien nutrido, el jardín botánico más importante de la República, una sociedad de amigos de las orquídeas, etcétera. Con esto te formas una idea muy favorable de lo que es; si quieres conservarla no vengas. Encontrarías un lugar sin calles pavimentadas, sin drenajes, sin casas, con un solo y méndigo cine, y con un Hotel Jardín completamente antológico, como la Revista América. Por ejemplo: te dan una habitación con dos camas y sólo una toalla. Si reclamas te regañan por bañarte demasiado. O pintan todas las puertas y no avisan. Y cuando te llenas de pintura y te enojas te dicen que eres el décimo a quien eso le sucede. Sólo les preocupa la estadística. Y si en la noche quieres descansar y dormir no puedes, porque en el patio hay marimba y baile. Y si protestas te dicen que pareces viejo, que no sabes divertirte. Es delicioso”.

 

Y finalmente, su carta de Chapatengo del quince de diciembre de 1951: “Hice el viaje con felicidad. De Tuxtla a La Concordia en avión; ningún movimiento imprevisto, ninguna traicionera bolsa de aire; abajo un río, inmóvil. Y árboles microscópicos y animales que deberían estar allí pero que era imposible distinguir. Luego el forzoso aterrizaje. La Concordia, ancha, con sus paredes encaladas, con sus calles arenosas. El cielo azul, implacablemente azul. Y de pronto disparada en contra suya, una palmera. Estuvimos allí algunas horas, en la única casa donde dan posada al peregrino. Dormitando, caminando sin ton ni son para desperezarse. Jugamos damas chinas, primero con mi hermano. Le gané. Luego con el dueño de la casa. Le gané. Por último con un señor que tenía chistosísimas teorías que estarían muy bien si las aplicara al ajedrez, pero en damas es un fracaso. Le gané. Y me dio mucho gusto porque era presumido y furioso […]”.

 

“[…] salimos de allí al atardecer. Me dieron el único caballo que sé montar. Me gustaría que tuviera un nombre romántico o legendario. Pero se llama modesta y ridículamente: Barril. Camina bien. Es ‘de andar’, como dicen aquí. Nos cogió la noche en el camino. Tardó un poco en salir la luna; mientras tanto, el caballo iba tropezándose con todo, y cayendo. Sospecho que es más miope que yo. Yo venía cantando para asustar el miedo y para hacerme la ilusión de que no me cansaba. No me cansé. Pero en cuanto tuve a mi alcance una cama me abalancé a ella y quedé dormida […]”.

 

“En la mañana vino a verme una muchachita que no conocía yo; me trajo de regalo unos huevos. Le pregunté quién era. Desde cuándo estaba aquí. Hace poco. Pues hace apenas cuatro días que su mamá se juntó con uno de los vaqueros. Y lo dice tan tranquila. Debe estar muy acostumbrada. Me dio como un escalofrío cuando la oí. Hoy por primera vez tuve la tentación de decir malas palabras. Las que se; las que estoy oyendo desde que llegué. Aquí es el único medio de expresión. Decir una mala palabra aquí es como abanicarse. Refresca. Y eso que ahora no hace calor; al contrario. Casi hay frío. Sobre todo de noche (…). Toda la gente tiene paludismo”.

 

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