Los otros migrantes, los nuestros
Jade R. Cuevas Villanueva
“Te doy otro dibujo cuando me visites otra vez en mi casa” me dice Ana Isabel sonriente afuera de un hotel ubicado a unas cuantas cuadras del Centro Médico. Ahí pasaron la noche los cuatro integrantes de la familia Cortés: papá, mamá, hijo e hija, antes de partir a otro refugio seguro e iniciar lo que consideran su nueva vida.
Rudy el niño un año menor que Isabel, brincaba de un lado para otro porque por fin habían llegado a Gulajara, su destino inicial después de varias paradas involuntarias por los raites que agarraron desde hace cuatro meses cuando salieron de Acapulco con la idea de que en Guadalajara, encontrarían oportunidades para prosperar o “sí la iban a hacer”.
Rodolfo, el padre, trabajaba en su negocio pequeño de herrería y pulía aluminio. Tenía clientes y varios pedidos apalabrados pero empezaron a fallarle con los pagos. Como proveedor comenzó a resentir los embates de las cuotas que el cartel de los zetas cobra a sus clientes en el puerto acapulqueño; restaurantes y hoteles medianos cancelaron los encargos, luego llegó el huracán Manuel y de ahí en adelante ya no mejoró el panorama para ellos como familia.
Salieron de Acapulco con algunos pocos miles en la cartera y una coordenada fija pero en el camino su andar tuvo otras alteraciones. Los conocí la noche del último lunes de junio cuando veían la televisión en la sala de la Casa del Migrante en Lagos de Moreno. Ya habían cenado, pasaban de las ocho de la noche. Mamá, papá e hijos iban por su segundo día en la ciudad alteña que tampoco recibe con los brazos abiertos a los migrantes vengan de donde vengan.
“He salido a buscar trabajo pero nomás no encuentro” arguye Rodolfo quien más apenado que desalentado cuenta su andar en los recientes meses del Distrito Federal a Irapuato, luego su paso por Querétaro para finalmente tomar un camión y bajarse en Lagos de Moreno intentando acercarse más a Guadalajara.
Llegaron de noche y al salir de la central de autobuses no sabían para dónde caminar. Vieron las cruces iluminadas de la parroquia de la Luz pasando el puente que cruza el río Lagos. Rodolfo le dijo a su esposa Isabel “vamos a encomendarnos al señor”. La señora que vendía tamales afuera de la iglesia aquella noche conoció su historia, los encaminó a diez pasos sobre la misma calle y tocaron en la puerta de la Casa del Migrante.
–Se cierran las personas aquí en Lagos- comencé a platicarle…
–Llego a preguntar si tienen trabajo y ni siquiera me responden el saludo, me dicen que no con la cabeza- me responde de volada.
Pasaron por el Distrito Federal y vendían flores en las esquinas, no les dio buen resultado. Conocieron a alguien que los acercó a Irapuato y de ahí conocieron a alguien más que también de aventón los llevó a Querétaro para trabajar en un rancho.
No profundicé en cada parada, en cada sitio por el que anduvieron ni cuestioné el por qué viajar así de aventón, ni por qué se extinguieron los pocos miles de pesos con los que salieron de Acapulco. Era visible su cohesión como familia, era latente a cualquier inquietud visual que habían determinado seguir juntos, mantenerse unidos.
Ana Isabel en una hoja de papel dibujó a otra colega durante la mañana del martes después de desayunar. Me regaló el dibujo explicando que era para mí. Lo tomé y lo conservé en mi bolsillo. Pasamos un grupo de periodistas toda la mañana en la Casa del Migrante de Lagos. Incluso salimos a las vías y cada que metía la mano en el bolsillo sentía el dibujo de ella.
Hacia las doce del día el martes primero de julio, la familia había decidido salir a pedir raite para llegar a Guadalajara. Definitivamente en Lagos de Moreno no había condiciones para quedarse. Rodrigo dejó el número telefónico del albergue en algunos sitios por si salía empleo “pero nadie me llama” nos dijo antes de enfilarse a la puerta sosteniendo una bolsa de ixtle y una maleta con ropa.
A un costado de la parroquia de la Luz se armó el aventón sin que necesariamente lo pidieran. A Rodolfo la pena lo embarga e Isabel la mamá va siguiendo sus pasos en sigilo y no cuestiona. Él y su esposa iban a pedir raite en la carretera Lagos de Moreno – Guadalajara porque ya sólo les quedaban ciento sesenta pesos de los pocos miles con los que salieron de Acapulco.
El fotógrafo y yo regresaríamos ese mismo día a Guadalajara también, luego de terminar la jornada de reporteo en la ciudad donde el tránsito de historias del sur al norte sí representa una buena cantidad de personas en movilidad ya sea por reposo, porque se extraviaron de ruta en tren, por sufrir algún accidente, porque se van acercando a su destino de aventón en aventón como los Cortés.
Los cuatro salieron a dar un último paseo por los jardines de Lagos de Moreno y la cita quedó para las cuatro de la tarde. Volvimos, se despidieron de Pepe y Hugo los encargados solidarios de la casa. El gesto de expectación de los adultos o de esperanza al subirnos al auto, era desplazado por los brincos de Ana Isabel y Rudy.
La niña al subirse al auto se dirigió a mí: ¿Me das mi dibujo?, se lo devolví, quería conservarlo porque nos había dibujado a varias reporteras y porque me gusta conservar rayas de niñas, pero era suyo y aunque no entendí por qué me lo pidió después del gesto amistoso de regalármelo, pues lo saqué de mi bolsillo con todo y mi agüite.
–¿Ya vamos a Gulajara papá?
–¿Sí? ¿sí? ¿sí?
–Sí a Guadalajara. Es Guadalajara hijo. Es que desde que nos salimos de Acapulco traen el nombrecito y lo repiten y como que ya se les grabó.- Nos explica desde los asientos traseros mirándonos por el retrovisor.
Se durmieron en el camino. Al pasar Zapotlanejo y la última caseta de la autopista se despertaron. Mi compañero fotógrafo y yo emocionados anunciamos ¡Ya llegamos a Guadalajara! Sus sonrisas eran inevitables.
Se bajaron del auto y pasaron la noche cerca del centro en la perla tapatía. Al día siguiente llegarían a un albergue donde solidariamente los recibirían. Nos despedimos y Ana Isabel me hizo una promesa, es decir, sí me iba a regresar el dibujo que me había hecho pero cuando la visitara otra vez en su casa, porque para ella su casa es su familia donde duerma, donde amanezca, donde se suba, donde se baje.
A sus cuatro años la casa es su familia en el camino o en el destino al que finalmente después de tantos meses ya llegaron. Y para ella no la encontré en una casa para migrantes en Lagos de Moreno y no la dejé en un hotel de Guadalajara, para Ana Isabel la visité en su casa, móvil sí, pero su casa que vaya a donde vaya existe mientras siga con su familia.
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