Los niños y niñas rotos

Huyendo de la pobreza y violencia. Foto: Elizabeth Ruiz

Huyendo de la pobreza y violencia. Foto: Elizabeth Ruiz/Periodistas de a Pie

 

Anderson a los 7 años ya sabe como accionar un arma. Ya ha visto matar. Sus ojos se pierden en el vacío cuando narrar la escena. No llora. Sus dos hermanos, uno más pequeño y otros tan solo un poco mayor, lo observan.

Oscar René tiene 10 años. Es sobreviviente de un secuestro. Él y su mamá escaparon.  Pidieron refugio político y se los negaron. Sigue sonriendo.

Gabriel tenía que ir a cobrar “la cuota”, encargarse de cubrir el producto de las extorsiones. Esquiva la mirada. Dice que no quiso hacerlo y por eso huyeron. Al avanzar en la huida presenció un homicidio. Luego, él y su familia siguieron huyendo.

Las historias se repiten una, otra, otra. Esos niños y niñas siguen sonriendo. Van por el camino y siguen sonriendo. Vuelven a jugar, juegan a ser pandilleros, a ser policías. Juegan a disparar. Son niños y niñas centroamericanos.

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Dormitorio del albergue de Mamá Rosa. Foto: Agencias

Dormitorio del albergue de Mamá Rosa. Foto: Agencias

Eso no pasa acá, me digo.

Vienen unos días de paz luego del recorrido por la ruta migrante. Luego, llega otro golpe. Viene de este país. La imagen es de unos niños, apenas más grandes que unos bebes. Duermen en lo que hace las veces de “litera”, pero no es más que una ruinosa base metal de dos pisos, hecha con malla para cercar. Esta oxidada, no hay colchón, apenas unas cobijas. Las paredes del fondo se ven sucias, muy sucias.

Dicen que son los hijos de padres delincuentes, de narcotraficantes. Otros, serían hijos e hijas de madres  solteras, integrantes de familias con muchos recursos económicos, pero encerradas en la opresión social.

Otros y otras nacieron ahí, en ese lugar que pareciera un refugio de indigentes, de excluidos sociales. Es Zamora, Michoacán.

Es Zamora, Michoacán. Pero entonces me viene el recuerdo de Guillermo Peláez Santiago en Yurecuaro; de Laura, Selena y Angélica  de Tapachula.  De los niños y niñas del Fuego Cruzado del norte de México.

Recuerdo también a la niña que vende zarzamoras en lagos de Montebello. Las mira con deseo, acaso con hambre, mientras las ofrece en una pequeña cubeta.  No las puede comer porque tienen que entregar el dinero de su venta. Las compro y se las regalo. Las come.

Esta Mauricio. Un niño de que hace seis años deseaba juguetes. Hoy desea que le inviten una cerveza. Camina ebrio por las calles de Cintalapa. Sus vecinos cuentan que se prostituye para obtener algunas monedas.

Esta el otro niño de seis años que cambiaba de nombre de acuerdo al interlocutor. Iba acompañado de una mujer que decía era su madre. Vendía dulces, ofrecía besos para causar gracia. Obtenía las monedas. Sonreía. Ahora vagabundea por las calles de Tuxtla Gutiérrez. Lo acompaña una bolsa que contiene inhalantes. Su mirada quedó perdida en la nada.

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Son los rostros de la violencia social y económica hechos niño y niña. Son los niños y niñas con quienes el Estado –llámese Honduras, México, Estados Unidos o cualquier otro- ha fracasado. En este sistema de alto nivel competitivo, en este sistema donde el éxito se mide por la acumulación de riquezas materiales, en este sistema de privilegios, algo ya está descompuesto.

Privilegiar la indolencia, cerrar los ojos, mirar a otro lado, poner un muro, cerrar la puerta de la casa, negar esta realidad, solo hace más grande el monstruo.

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