Ciao, Roma
Casa de citas/ 178
(Una de dos)
Uno es nadie en Italia; uno no tiene nombre,
no tiene vocación, no se le asocia con nada
[…] ¡Qué capacidad de maravillarse tiene uno!
Me gustó todo
Virginia Woolf,
en Diario íntimo (1924-1931)
Con nuestros queridos amigos Doris y René, mi mujer y yo decidimos regalarnos un par de semanas en Italia, en los finales de mayo y primeros de junio pasados, con una breve estancia (día y medio) en Madrid. El asunto de programarlo todo desde Tuxtla es ahora muy sencillo. Desde aquí contratamos y pagamos los hoteles y los pasajes de tren (con fechas, horarios y números de asiento) que usamos en Madrid, Venecia, Florencia y Roma, sin que allá, cuando estuvimos, haya habido algún problema. Ah, la modernidad.
En el vuelo México-Madrid veo la peli Al encuentro de Mr. Banks (Saving Mr. Banks, 2013, dirigida por John Lee Hancock), que es una recreación de los problemas que tuvieron, para la adaptación del clásico Mary Poppins (1964), la autora de la novela, P. L. Travers, y Walt Disney. A Emma Thompson le corresponde interpretar a esta complejísima e insoportable inglesa y a Tom Hanks al bonachón y millonario Disney. Lo hacen bien.
Como tengo tiempo de sobra arranco allí la lectura del gordo (siete novelas, casi mil páginas) y elegante volumen Clásicos de la Literatura Universal, Inglesa I (Editorial Patria, 1982), de donde me escabecho el veloz y redondo relato de Thomas Hardy “El brazo marchito” y comienzo “Persuasión”, de Jane Austen, de quien dice José Emilio Pacheco en el prólogo (p. XIII): “Hizo que la novela dejara de ser un entretenimiento popular –una especie de telenovela antes de que hubiera trasmisión de imágenes electrónicas– para convertirse en un género tan riguroso como la poesía”. Me salgo de este mundo con la historia de Ana y el capitán Wentworth. Es genial la Austen (p. 55): “Los que quieran ser dichosos, que sean fuertes”.
De Madrid me sorprenden dos cosas: los muchos árboles y la amabilidad de cuantos españoles tratamos (taxistas, gente del hotel, algún policía, usuarios del Metro). Anoto en mis gratos recuerdos la ciudad, que recorremos a pie, en Metro, en autobús turístico que nos lleva a los lugares clásicos (la Puerta de Alcalá, la Plaza de Toros de Las Ventas, la Fuente de Cibeles); nos damos un largo chapuzón en el Museo del Prado para ver en vivo lo que conocemos en tantas reproducciones.
La primera noche (llegamos por la tarde) caminamos un poco al aire, sin mucho plan preconcebido y vemos, para no extrañar el comportamiento de muchos de nuestros paisanos, como un taxista se detiene, baja de su unidad, va hasta unos arbustos y se pone a orinar. Son las nueve de la noche y hay luz diurna, qué cosa.
Al día siguiente, en el Metro, nos hallamos con un mago que hace sus gracias en nuestro vagón y pide el apoyo del respetable, como en el DF. Están en plena campaña aquí, pero la publicidad es discreta, de buen gusto. Nada que ver con Tuxtla, pensamos.
Mientras mi mujer y Doris se van a otras compras, René y yo nos quedamos en la Casa del libro. René me pide que le recomiende unos títulos, los elige, los paga y se va a un sillón a descansar; yo, en tanto, exploro con detenimiento los muchos anaqueles y finalmente me quedo con cuatro libros, de autores a los que admiro, que serán también mi compañía en este viaje: Palomar, de Ítalo Calvino; Punto Omega, de Don Delillo; Mi vida: Relato de un hombre de provincias, de Chéjov, y El último amor en Constantinopla, de Milorad Pavić.
Desde siempre he tenido aversión por las joyas. No uso nada en el cuello ni en las manos (y ahora, para no quitármelo a cada rato en las revisiones de vuelo, ni cinturón. “Me estoy esencializando”, digo a René. “Detente allí”, me dice divertido, “ya no te quites más cosas”). Un borracho me pide la hora en una calle madrileña. Le muestro mis muñecas desnudas y el hombre me dice algo que me hace reír, porque su frase lo descalifica en principio a él más que a mí: “Un hombre sin reloj no vale nada”. Madrid queda en mi recuerdo con imágenes bellas y buena comida, buen vino, alegrías constantes.
No sé si me gusta o no el asunto de escuchar las conversaciones fraccionadas en el aeropuerto. Hace tiempo que he pensado hacer un monólogo con este caos que termina en el anuncio de salida y el abordaje. Nos vamos a Venecia.
***
Venecia parece hecha para tarjetas postales. Es preciosa hasta en los detalles, hasta en lo no turístico, hasta en las flores de las ventanas, los jardines y las áreas verdes que hay en todos lados.
Llegamos de noche. El taxi de agua (Venecia lo constituyen 18 islas, es una disgregada ciudad acuática) hace un recorrido de 30-40 minutos para llevarnos al hotel: casas y faroles se duplican en el espejo tembloroso, luego se vuelven fragmentos líquidos y después, de nuevo, escenografía de la noche fresca.
Estamos en Lido, una de las islas palaciegas, aunque lo que más hay en este “territorio” acuoso son palacios, lo que incluye a nuestro hotel. En él, por cierto, juego a descubrir las flores falsas con las que han enriquecido el magnífico jardín de bellas plantas. Del árbol de nísperos corto varios frutos deliciosos y cuando caminamos por las calles vemos que los grandes árboles de Magnolia (de casi imposibles y enormes flores blancas) parecen endémicos. Hay tantos aquí como en Florencia y en Roma, donde incluso, en un agradecible exceso, tienen un bulevar de magnolias que parece bosque.
San Marcos es un derroche de bellos edificios, estatuas, puentes, relieves, museos impresionantes (o pequeñísimos, como el que visitamos al paso, con obra exclusivamente de Botero), demasiados lugares para abrir la boca de admiración. Dentro del área comercial me llama la atención, tal vez porque aquí sería impensable, ¡una tienda de guantes!
En un día (de los casi cuatro que pasaremos) nos volvemos expertos en el uso de los barquitos y cambiamos de uno a otro para ir a los puntos que la guía, la gente, nuestra intuición nos dice que debemos visitar. Ser turista es tener muchas amistades efímeras (porque haces cola, porque pides o das información, porque pides o te piden distintos favores, porque viajas junto a gente que nunca volverás ver): sonríes, agradeces, dices adiós, deseas suerte.
En uno de los barcos vemos afiches de una campaña, que está en varias partes, para frenar la violencia en contra de mujeres. Una frase me parece contundente: “Hay una forma definitiva de cambiar a un novio violento: cambia de novio”.
Quizás por la influencia reflexiva de Palomar, de Calvino, me llegan ráfagas demasiado serias para la frivolidad que es andar del tingo al tango. Pienso al ver estas marejadas humanas en la monotonía de nuestras vidas, que es igual en San Juan Chamula que en Grecia: una gorda regaña a su marido en el aeropuerto de Bruselas, un niño insulta a su hermanita en una calle de Lido (“¡Estúpida histérica!”), dos borrachos pelean a gritos y con manotazos torpes, los limosneros tratan de inspirar piedad en donde te los encuentres, una abuela juega con su nieto… Noto y veo que somos una manada que se aglomera en las vías de acceso para entrar o salir primero que todos, nos paramos frente a la pintura más difundida, tomamos la foto donde está expresamente prohibido; la anarquía parece el santo y seña de nuestra naturaleza. Y no importa el sexo, la edad, la nacionalidad…
El camión colectivo de Lido nos muestra la isla en 20 minutos: iglesia, parques, antiguas y novísimas construcciones, bosques, el mar Adriático. Descendemos y caminamos por donde vive la gente: casas monumentales, amplios jardines, florecimiento económico. No hay casas pobres, no hay barrio marginal. Nos detenemos ante uno de los hogares palaciegos: el portón con relieves, los coches carísimos, las esculturas del jardín… ¿Serán felices?, pienso. ¿Qué hace la felicidad? Me llega el verso de una canción de Jorge Drexler: “La vida es más compleja de lo que parece” Uf, me pongo intensito.
Un gondolero canta “Venecia sin ti” y en una fábrica de vidrio, en Murano, vemos como un gordo toma una bola quemante y la sopla, usa instrumentos básicos para acortar y alargar y brota mágicamente de sus manos un caballo, que traeremos para que viva su vida de cristal en uno de los muebles de nuestra casa.
(“A Venecia hay que dejarla tranquila, caminar con las manos en los bolsillos y silbando, y de golpe cuaja el cristal, sos un pedacito legítimo del increíble mosaico, y entonces es la felicidad”, Cortázar, de la A a la Z, álbum biográfico, edición de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, Alfaguara, 2013, p. 291.)
***
Tomamos el tren rápido a Florencia y mientras disfrutamos el vino y las galletas deliciosas vemos los campos, que son inspiradores, de éxtasis. Chéjov me acompaña.
Por las calles de Florencia me llama la atención que varias muchachas y señoras pasean, con adminículos especiales que pusieron en sus cuellos, ¡a sus gatos! Recuerdo a mi gordo minino “Zapata” y no me puedo imaginar cómo se pondría si lo intentáramos domesticar hasta ese grado.
Al contrario de la Venecia acuática, Florencia es una ciudad que puede caminarse. Nos hemos vuelto unos ases en la interpretación de mapas y aquí caminamos, caminamos y caminamos llenándonos las pupilas de maravillas y recuerdos, aunque en varios momentos me sienta un Ricardo III en su versión peatonal: “Mi reino por una silla”.
Visitamos el museo Casa de Dante, que está hecho con mucha creatividad y pocas piezas importantes. Este fue su barrio, en una iglesia cercana (a donde también entramos) se casó este gran artista de la palabra.
En varios momentos en Venecia y aquí, en su tierra, me he sentido Dante al ver a tantas hermosas criaturas (Cornelio Reyna dixit) que —¡Mamma Mía!— podrían ser mi Beatriz. Y son, de hecho, porque Dante nunca pudo concretar el amor platónico con su musa. Y yo, de la mano de mi mujer, tampoco.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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