El efecto secundario de la estupidez

Casa de citas/ 172

 

Antes de ésta, he leído sólo Billar a las nueve y media, de Heinrich Böll; comencé a leer, de él, Mujeres a la orilla del río (Plaza y Janés, 2002), luego de que en una entrevista José Revueltas hablara de su magisterio como novelista.

Böll (1917-1985), alemán, ganó el Nobel de Literatura en 1972, y es dueño de una extensa obra novelística. En Mujeres a la orilla del río usa la forma de guion teatral para contar esta historia de odios, amores e intrigas en la Alemania después de Hitler. Esta forma permite muchas libertades sobre los pensamientos de los personajes y sobre el distanciamiento del autor con respecto a lo que escribe: los personajes se escriben a sí mismos, sin explicaciones autorales.

Erika, una de las mujeres, recuerda unos versos que aprendió en la escuela, que yo podría suscribir por mi experiencia en llegar a lugares donde muy pocos o nadie ha estado (los campos de mi infancia, mi tiempo de montañista aficionado). A veces he llegado a esos reductos naturales intocados por el hombre y estas líneas me lo recuerdan (p. 60): “Donde el mundo era más hermoso, se hallaba desierto y solitario”.

Casi todos los personajes de esta novela están metidos, voluntaria o involuntariamente, en la política (p. 101): “Tal vez solo se toman en serio la política, quienes tuvieron una infancia desgraciada… Para los otros se trata de un juego, de un negocio, de una profesión”. Y sobre lo mismo (p. 145): “Existen leyes misteriosas, según las cuales los líos amorosos son útiles para algunos políticos y perjudiciales para otros”.

Y un político da esta réplica (p. 193): “Existe una palabra extraña, querido Fritz, llamada, si mal no recuerdo, amor”. Y de nuevo en la política (p. 196): “No olvides que la verdad siempre parece increíble, la verdad es el auténtico disparate”.

Y ésta, que me pareció un gran título para la columna (p. 218): “La vanidad es un efecto secundario de la estupidez”.

(En la cinta Hombre mirando al sudeste, escrita y dirigida por Eliseo Subiela, en 1986, el protagonista dice venir de otro mundo y confiesa al psiquiatra que en su planeta han encontrado el remedio para todas las armas que se han inventado en la tierra, menos para una: la estupidez humana.)

 

***

 

Termino de leer en mi hamaca del Centro Ecoturístico El Madresal, donde mi mujer y yo pasamos dos maravillosos días, El libro de Monelle (Hiperión, 2005; el original se publicó en 1894), del enorme Marcel Schwob.

Marcel se enamoró de una joven prostituta, enferma de tuberculosis. Se amaron por tres años y ella murió; él, entonces (p. 14), “se encerró, escribió estas páginas y no volvió a hablar de Louise ni a permitir que nadie se la mencionara”; un año después encontró otra mujer, de quien también se enamoró y fue su compañera de toda la vida; sobre y para ella escribió (p. 15): “Estoy enteramente a la disposición de Marguerite Moreno y puede hacer de mí lo que le plazca, incluso matarme. Escrito en París, el veintitrés de septiembre de mil ochocientos noventa y cinco”.

El libro, dividido en tres partes (Palabras de Monelle, Las hermanas de Monelle y Monelle), no cuenta la historia de su amor directamente, sino en forma tangencial y poética, algo que (dicen los críticos y estoy de acuerdo) varios le imitaron, especialmente André Gide, en un par de libros que reseñé en alguna Casa de citas anterior.

Estas son algunas de las “Palabras de Monelle” (p. 34): “No esperes a la muerte: la muerte está en ti. Sé su amigo y estréchala contra ti; ella es como tú mismo”. P. 36: “No lleves en ti un cementerio. Los muertos engendran pestilencia.”

Estos dos consejos parecen contradecir a muchos otros (p. 38): “Sé olvidadizo de todas las cosas” y (p. 39): “No te conozcas a ti mismo”.

Y estas ideas son del último capítulo (p. 130):

“—¿De qué vivís, Monelle? Le dije de pronto.

“Y me respondió sencillamente:

“—No vivimos de nada. No sabemos.”

El siguiente fragmento me parece una síntesis del día y la noche, de la vida (p. 156): “He ahí por qué encendemos un fuego cada atardecer en un lugar diferente; y alrededor del fuego inventamos, para el placer del instante, las historias de los pigmeos y las muñecas vivientes.

“Y cuando la llama se apaga, otra mentira se apodera de nosotros; y estamos felices de asombrarnos de ella.

“Y por la mañana ya no conocemos nuestros rostros.”

 

Obra del pintor chiapaneco Manuel Velázquez.

Obra del pintor chiapaneco Manuel Velázquez.

***

 

En el bar mi mujer y yo pedimos un par de “Mojitos”. Antes habíamos visto en la carta una bebida, que parecía refrescante, llamada “Mamadita”, pero pedirla suponía una propuesta muy atrevida para la atenta mesera a quien acababa de conocer. Y no se trataba de pedirle una, sino dos. ¡El colmo! ¿A quién se le ocurren esos bautizos etílicos?

 

***

 

Estamos en el DF mi mujer, una amiga y yo. Tenemos poco tiempo para tomar algo y nuestra amiga nos lleva a un puesto callejero. Atiende una mujer muy eficaz en el arte de hacer zopes, gorditas y otras chucherías. Llega una amiga suya a la que, parece, hace tiempo no veía y su cruce de palabras casi a gritos me hace olvidar la prisa y sonreír:

—¡Quíhubo, tú! Desde que te casaste no te había visto, se nota que ya tienes quien te mantiene.

—Pus me mantiene, pero encerrada el cabrón. Por eso no había venido.

—¿Ya no te has venido?

—Pus eso sí, mija, pa’ eso me casé, pero hasta el dulce empalaga. Dame unos zopes de los que ya sabes, manita.

 

***

 

En la misma llama del amor vive

una mecha quemada que la deteriora

 Claudio (en Hamlet, de Almereyda)

 

“Entonces uno no conoce nunca a la gente”, dice la hija adolescente al teniente de la Marina Nicholas Brody (el muy buen actor Damian Lewis) cuando éste le confirma que sí, que estuvo a punto de convertirse en una bomba humana que matara al vicepresidente de EUA y a varios agentes de la CIA.

He visto al hilo, “como si no hubiera nada más en el mundo” (como dice Silvio en una canción), los doce episodios de la segunda temporada de Homeland, serie de veras escrita por gente que tiene el cerebro completo y es capaz de urdir una trama sin gratuidades, y con muchas y sutiles capas de inteligencia.

A la gran protagonista, Claire Danes (la agente de la CIA Carrie Mathison, en la serie), la recordaba oscuramente como la pareja de Leonardo DiCaprio en Romeo + Julieta (1996, dirigida por Baz Luhrmann), adaptación del clásico de Shakespeare, filmada en el DF, en la época actual. Reviso su trabajo actoral y resulta que he visto varias cintas donde aparece sin que, es evidente, me hubiera llamado antes la atención.

No he olvidado la cinta de Luhrmann porque conseguí para mi hija el cartel, en aquellos tiempos en que no era nada fácil conseguirlo. Una de mis amigas me dijo que el gerente del cine lo había invitado a salir. Pero ni loca, aseguró.

—Oye -aproveché la charla-, ¿tú crees que él te podría dar un cartel de esta cinta que acaban de estrenar?

—No sé, supongo que sí, él manda.

—Sal con él, por favor; quiero regalarle el póster a mi hija. (Me vio con cara de “eres un desgraciado y no estoy segura de escuchar lo que me estás diciendo”.) No te pido un sacrifico mayor, nomás que te tomes un café, lo envuelvas con tu sonrisita coqueta y, sopas, le pidas con tu vocecita hipócrita el cartel sin el que no podrías vivir, ¿sale?

—Está bien, lo voy a hacer sólo por tu hijita.

Lo enmarqué y se lo di de sorpresa, se puso feliz; pensé que aún estaba colgado en una de da las paredes del que fue su cuarto de soltera. Y no. Se lo comió la polilla, como nos comerá a todos el tiempo.

[Curiosamente veo en estos días Hamlet (2000), escrita y dirigida por Michael Almereyda, y ubicada en el New York actual. Errores y aciertos que sirven para alejar y acercar el clásico de Shakespeare.]

 

Vuelvo a Danes. Era ella, pues, ese rostro de una muchacha güerita, nomás, y no esta mujer atormentada por una brillante inteligencia y un montón de tics. Su trabajo de interpretación como Carrie es formidable, detallista, con un control genial sobre sus facciones que nos hace intuir emociones, pensamientos, las luchas que sostiene con su compleja sicología (estudió, me entero, esta carrera en Yale).

Carrie tiene el defecto de haberse enamorado, parece, del hombre equivocado; por eso, uno de sus amigos, y personaje también entrañable, le dice en una de las escenas finales de esta disfrutable, maravillosa segunda temporada: “Eres la persona más inteligente y más pendeja que conozco”.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

 

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