Apuntes para una carta abierta a los ladrones
Casa de citas/ 174
No llego al extremismo de Garfield de odiar los lunes, pero no es el día que más me gusta. Este lunes 16 de junio pasado tuvo incluso el agravante de mucho trabajo durante la mañana (salimos mi mujer y yo, de Berriozábal, desde las 7 am) y en la tarde-noche el inicio de un proyecto con Los Puerta que me entretuvo hasta las casi veintiuna. Todo el día en Tuxtla.
Llegamos a casa un poquito antes de las 10 pm. Tuxtla, ya se sabe, parece estar perdiendo la guerra contra el gobierno y sus constructoras, y donde no hay hoyos, hay calles cerradas o una sola y larga y lenta vía. Hacemos una hora, si bien nos va, cuando antes media.
Abro el portón (hace tiempo se descompuso el mecanismo eléctrico) para que la Güera meta el coche y luego de quitarme los dulces empalagos de nuestra jauría, veo a mi hija asomada a la ventana de su casa y le hago señas para saber si está despierto o dormido mi hermoso nieto. Ella junta las manos, las pone sobre su sien derecha e inclina la cabeza. Se durmió. Nos lanzamos besos. Ellos (Nadia, Jairo y Jacobo) salieron al medio día a comer y volvieron antes, es obvio, que nosotros.
Llegamos a la puerta de lo que es propiamente nuestro hogar y, extrañamente, sólo nos sigue nuestro recién adoptado “Batman”. El perrito entra y se detiene. No suena la alarma. “Tal vez vino tu hija”, dice mi mujer. Nos guiamos con la luz de fuera y yo voy hasta el cuarto que fue de Nadia y enciendo la luz. Voy, se supone, al vestidor, a buscar la ropa que me pondré en el día siguiente. Veo que el mosquitero está cortado casi en su totalidad. Me llama la atención ver directamente el patio. Me asomo y veo que fue arrancada la protección metálica de la ventana. Llega mi mujer detrás de mí.
—Entraron a robar, le digo.
Sorpresa y miedo en la expresión de la Güera. Sobre la cama hay alhajeros, cajas, ropa; en el suelo carteras, papeles, chucherías.
Salgo de este cuarto y enciendo luces en la sala, el comedor, el hall y por donde caminamos hay muchas cosas tiradas. La sala de televisión ha perdido sentido: se llevaron nuestra 40 pulgadas. Almohadones en el piso. Aunque tengo una biblioteca en una construcción aparte (donde veré que, si entraron, porque dejé la llave prendida, les debe haber dado aflicción ver tanto pinche libro), en la casa tengo cinco libreros de los que no movieron ni un volumen.
—Quizás estén aquí, todavía, pienso en voz alta y mi mujer se queda al lado de una de las puertas de entrada-salida.
Voy a nuestro cuarto, a sabiendas que puedo encontrarme con uno de los ladrones (no sabemos todavía a qué hora fue esto, no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta que fueron tres o cuatro): reguero espeluznante. Adiós a las alhajas de mi mujer. El vestidor del cuarto es un mar de trapos: allí tenía guardado un dinero, que evidentemente ya no está; allí estaban mis zapatos (no tengo el síndrome Corazón Aquino, pero tenía varios; sólo me dejaron los viejitos, qué lindos). Enciendo la luz del baño. Pienso en Psicosis de Hitchcock. No, no hay nadie con un puñal en alto.
—Ven, le digo a mi mujer, vamos a casa de tu hija; voy a pedir a Jairo (mi yerno) que venga a ayudarme a revisar todo.
Salimos. Intenta entrar una llamada a nuestro teléfono fijo y se corta, y de nuevo, y de nuevo.
Suena mi celular. Es el dueño del servicio de alarmas. Que a esa hora, a la hora que abrimos la puerta, se activó, me dice. “Entraron a robarnos”, le digo. Los cables de los sensores están cortados.
—Voy para allá.
Jairo y yo, armados con lo que encontramos, vamos a la biblioteca. Nada raro, todo en su lugar. En la bodega no parece haber faltantes, lo mismo en la carpintería que mi yerno ha montado donde antes mi mujer construyó una cocina con horno, que usamos, creo, una sola vez.
De nuevo a la casa para el repaso donde ya puedo ver más faltantes. No quebraron nada, amabilidad que se les agradece.
El señor de la alarma nos dice que evidentemente fue alguien que conocía la distribución de la casa quien encabezó este atraco. ¿Qué se hace en estos casos? Llamemos a la policía, me sugiere, y lo hace.
Llega el comandante, un señor bastante maduro, y su ayudante, una muchacha un poquito pasada de kilos. Nos hacen las preguntas de rigor. Les digo que quizás cortaron la malla de la parte trasera, donde vivían unos cuidadores de la dueña del terreno y ahora no hay nadie.
—¿Traen linterna?, digo.
—No, me dice el comandante, no nos dan.
¿Traerán pistolas? Mejor ni preguntar.
Alumbro con la linterna de mi celular y avanzamos entre los árboles. Llegamos al corte bien hecho en la malla, correctamente doblado. Pienso que estos ladrones son bastantes formales (el corte en el mosquitero está bien ejecutado, lo mismo en los cables de los sensores; incluso en el arranque de la protección metálica no hicieron demasiado estropicio), lo único que faltó es que colgaran de nuevo la ropa y arreglaran la tirazón que dejaron. Pero ni cómo reclamarles.
Son casi las dos de la mañana cuando se van todos. Jairo y Nadia nos proponen que vayamos a dormirnos con ellos.
—Va a ser incómodo, les digo. Si quieres –le digo a mi mujer–, ve tú y yo me quedo a dormir en un sillón (no podemos dormir en nuestra cama, porque el comandante dijo que tiene que venir el ministerio público a verlo todo como quedó, “pero orita ya no está, será hasta mañana”).
—No, dice la Güera, me quedo contigo.
Es curioso que nuestras perras se muestren avergonzadas. No quieren darnos cara. Las acaricio y les digo que no importa, que lo que se llevaron son cosas reemplazables, que lo mejor fue que no se expusieran, que me dolería más una herida en ellas que perder la televisión y lo demás. El único que se siente orondo y satisfecho (sabremos por un vecino que el “Batman” y la “Martina” sí estuvieron ladrando y que las otras dos quizás fueron entretenidas por alguien desde el portón) es el “Batman”, que insiste en jugar con mi pantalón y con mis manos, más o menos hechas trizas de tantas mordidas cariñosas.
Mi mujer y mi hija ya tenían planeadas sus botanas y sus chelas para ver el partido México-Brasil en nuestra tele. No se podrá. Los ladrones no hicieron caso a la generosa invitación (con cargo al erario, claro) del gobierno del estado para ver los partidos en los parques centrales de las poblaciones y decidieron, más seguro y mejor, llevarse nuestra galana pantalla.
Más que una crónica, yo quería hacer una carta abierta a posibles nuevos ladrones para que supieran que no tiene caso que lleguen a nuestra casa. De momento no tenemos objetos, dinero, nada más susceptible de ser robado.
Hace unos días platiqué con una amiga y le conté algo que me quedó en la memoria de un libro que leí, hace años, del Dalai Lama, que más o menos planteaba esto: “Si vas al cine y cuando llegas cambiaron la película que querías ver y te enojas, es que no sabes qué haces en el mundo. No viniste a ver películas”. Si te roban y te enojas o te deprimes, no has entendido de qué va la cosa. Esto es nomás una circunstancia. Nos han robado antes (en otra casa que tuvimos se llevaron todo, por ejemplo) y en aquel momento mi mujer y mi hija hasta lloraron. Ahora me da mucho orgullo, mucha alegría, verlas tan tranquilas, tan calmadas, tan entendiendo que esta es una minucia ante el mar de regalos que tenemos en el presente y que tendremos en el futuro.
***
Dios es mejor novelista que los novelistas
N. Mailer
Sobre un ladrón, por cierto, que después de asaltar mata a dos personas, trata La canción del verdugo (RBA Editores, 1994), de Norman Mailer (1923-2007). Gary Gilmore, el protagonista, se volvió muy popular en ese tiempo, 1977, entre otras cosas porque era medio poeta, medio pintor, muy inteligente, guapo y relativamente joven, no llegaba a los cuarenta, cuando fue fusilado. Gilmore ha sido, creo, el único que ha demandado al estado para que cumpliera su tarea y le aplicaran la pena de muerte. Esta novela reportaje tiene, evidentemente, mucha deudas con A sangre fría, de Truman Capote, con la que se inventó esta hermandad entre periodismo y literatura.
Mailer, al cumplir ochenta años, en 2003, publicó Un arte espectral. Reflexiones sobre la escritura (Editorial Planeta-Emecé, 2009), un libro desparejo, pero entrañable, que le sirvió para plantear y replantear varias ideas sobre el trabajo narrativo en general, su propia obra en particular y muchas pistas sobre su biografía que incluye seis matrimonios, varios actos de violencia y muchos episodios de alcoholismo y drogadicción.
Me gusta uno de sus epígrafes (de Henry David Thoreau, en Diarios): “Somos hojas de doble filo, y cada vez que afilamos nuestra virtud, el golpe de vuelta sobre la correa nos devuelve nuestro vicio”.
Sobre el título aclara (p. 84): “Escribir es algo espectral. No existe la rutina de una oficina para mantenerte en marcha, sólo la página en blanco cada mañana, y nunca sabes de dónde vienen tus palabras, esas palabras divinas”.
Tres notas más o menos sicalípticas. Una (p. 187): “El ligue de una noche es como un poema, bueno o malo. El affaire que no sigue por siempre equivale a un cuento. Según esta lógica, el matrimonio es una novela”; dos (p. 220): “La primera vez que uno tiene un acto sexual profundo, tiene, cuando ha terminado, este reconocimiento escandaloso, atónito, increíble: ‘Caramba, Dios; Dios existe’ ”, y tres (p. 228): “El amor nunca es flores, sino pedos y flores”.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
Mi buen Héctor amigo, apenas te leo. Lamento lo que les ha ocurrido. Nosotros tmbn hemos tenido mil batallas con este flagelo, por lo que varias experiencias hemos aquilatado, mismas que podr+íamos compartir. Estamos con Uds. por si algo se les ofrece. De veras. toñocruz.