Biografía inconclusa
Casa de citas/ 170
En esos tiempos yo era funcionario. Mi secretaria me dijo que alguien me buscaba.
—Que pase.
Entró un hombre mayor, súper amanerado, vestido con cierta elegancia, con cierta pobreza: había algo de ropa cara, aunque pasada de moda en su atuendo, que incluía sombrero. Se presentó con nombre y apellidos y me hizo una breve descripción de su árbol genealógico donde en primer término me mencionó a su padre, ex gobernador. Luego me dijo que era productor de teatro y había producido, la más conocida en México, el texto dramático escrito por “Su Santidad, Juan Pablo II”. Al grano, pensé, y como si lo hubiera oído me dijo:
—En resumen. Regresé a Chiapas y pregunté sobre quién era buen dramaturgo, y me dijeron que tú. Quiero que me escribas una obra sobre Santa Teresa de Jesús, basada en este libro. Te lo dejo, léelo, me dices cuánto me cobras y si no eres muy caro, trabajaremos.
—Okey –le dije–, ¿y has leído algo mío?
—No, pero la persona que te recomendó sabe lo que dice.
—Ya que te interesan tanto las monjas, si te parece te mando mi obra sobre sor Juana. Por lo menos sabrás qué hago por tu propia cuenta.
—Está bien. Me pondré en contacto contigo. Ya pedí todos tus datos con la secretaria.
Me llamó a los dos o tres días. Todo aspavientos me dijo que mi texto era maravilloso, que me olvidara de Santa Teresa, que iba a producir mi obra; además, quería hacerme una propuesta mucho mejor y para eso me invitaba a tomar un café, en casa de la amiga con quien se estaba quedando (pues él vivía en el DF).
La casa era la de una mujer rica. Aunque había sirvientas, él dijo que me atendería personalmente. Me trajo un té y luego de mil halagos por mi obra, preparó el terreno para su propuesta.
—Te pagaré con generosidad y te daré los derechos para que hagas lo que quieras, salvo en lo que se refiere al cine. La película la haré yo, la venderé yo. El proyecto es que escribas mi vida, es interesantísima y llena de nudos dramáticos: estuve en el siquiátrico y me he salvado varias veces de la muerte. Te harás famoso y rico, y yo tendré lo que quiero: una gran película sobre mí mismo.
Hicimos algunas sesiones y luego él se dedicó a soñar con la obra de sor Juana. Armó y desarmó la producción, planeó la gira que concluiría en Madrid, contrató y descontrató director y actriz, mandó a hacer el vestuario y la utilería. Me lo encontré años después de asesor de un alto funcionario y luego, por azar, alguien me contó que lo habían encontrado muerto, solo, en su departamento.
Hace unos días, buscando algo específico en mi compu (que es como una bodega heteróclita y desordenada) me encontré con la larguísima trascripción que una amiga hizo de algunas de nuestras conversaciones. Yo había empezado a trabajar el material, que nunca le enseñé. Quién sabe qué hubiera dicho. El nombre con que lo nombra el gringo era como lo llamaban sus cercanos. Tal vez algún día trabaje lo que falta. Este es un fragmento de su vida, el título del primer capítulo:
Un dios griego
Se llamaba Walter, era de Chicago, tenía 16 años dice la voz que a veces tose, dice el cuerpo que a veces se levanta, dice quien interrumpe la charla porque se incorpora para traer algo a la mesa de centro, dice quien me ofrece más café, se seca los ojos, habla muy quedo.
Yo era virgen, confiesa y calla. Tal vez espera una pregunta. No la hago. Toma la mascada rosa y la enrolla en su pequeña mano izquierda. Bebo un poco de café de la minúscula taza en que me ha servido, pero no quito mi vista de su estudiada pose: piernas cruzadas, peinado impecable, manos enjoyadas. Yo no quería conversar, fui requerido. La grabadora en medio. Checo la cinta, avanza. Rompo el largo silencio.
—¿No había tenido relaciones? Antes me dijo otra cosa.
—Sí, pero no relaciones: me violaron.
Tiembla la voz, hay como un gritito de inicio, la palabra del final es tan queda que, seguro, no la consignará la grabadora.
—¿A qué edad, quién?
—Seis años, un tío, un pervertido de quien no quiero hablar. Hay hombres así, yo tenía pánico…
Dejemos pues la infancia. Su padre, dice, los llevó a Acapulco y allí conoció a Walter. Familias ricas, playas particulares, gente ligada a la política, al poder. Niñas, niños, jovencitas y jovencitos popis. Hacían fogatas, tocaban la guitarra, recogían cangrejos, jugaban juegos tontos. Los padres siempre controladores, siempre vigilantes. Algún cigarro, alguna cerveza de contrabando. “Éramos muy sanos”. Estaban al lado de la alberca cuando todas las jovencitas volvieron la vista ante el espectáculo: Qué bárbaro, qué guapo, qué cuerpo tan hermoso. Sabrían todas más tarde que el bello americano se llamaba Walter. Era un Dios griego, bajado del Olimpo, guapísimo. “Yo, la verdad, no le di importancia”.
Llegó de visita a la casa, con otros acompañantes. Sombras, claro, quién iba a fijarse en ellos. Walter. Traje de baño. Músculos. Bello. Alto. Güero. Muy varonil. Velludo. Un macho. Las mamás también, con él, fueron la mar de amables. Y punto, de allí no pasó.
—Se unió a nuestro grupo: nadó, esquió, nadamos, esquiamos. Después de la comida, a escondiditas, decidimos tomar la copita. Se hizo la tarde, la penumbra bajó y empezó la noche. Hicimos una fogata, contamos cuentos colorados (aunque lo colorado antes era de color rosa), reíamos. Unas parejas por allá se besaban en buena onda: señorita decente con su novio decente. Los papás, en casa, relajados, también tomaban, departían, platicaban de política, de moda, de cosas internacionales, ve tú a saber de qué. Corríamos en la playa, jugábamos. No había maldad, como hay ahora, no había pornografía, no había nada.
Tenía yo, dice y suspira, un bonito perfil. Lo heredé de mi madre. Mueve con displicencia la mano y señala la pintura de una mujer hermosa que, parece puesta al modo, enseña el perfil en el cuadro de pintor anónimo. Grande. Buen trazo. La casa rica está muy recargada en adornos: alfombras en todos lados, esculturas, luces indirectas, se escucha la fuente del jardín. Una sirvienta pasa de cuando en cuando, se lleva el cenicero al darse cuenta que no fumo. Incienso, entonces.
Sí, ajá, mostrábamos alguna excentricidad en la ropa, en el comportamiento. Con clase, claro. Yo padecía de mis pies, y me súper consentían. Quién: Todomundo. Hasta cierto punto, porque mi familia era fina, refinada. Mi papá era un político y nunca me llevó al circo, ¿entiendes? Estaba ocupado, era importante. Lo disculpo. Nunca tuve una mamá que me sentara en sus brazos y me contara cuentos, por su juego de canasta, por su juego de pókar. Yo necesitaba cariño y luego el trauma de mi violación a los seis años; entonces, me alejé de la religión católica. La violación la dije en confesión, y parece…, no parece: el sacerdote rompió la confesión y se lo dijo a mi mamá. Una tragedia espantosa.
Finge un llantito, se tapa la cara. Qué flojera. Podemos seguir otro día. No, tenía 16 años, era alegre, ocurrente, inventaba juegos, me gustaba leer y la música clásica. Agustín Lara me fascinaba. Fue pasando la noche, una luna esplendorosa y como a las doce de la noche las mamás: señoritas, a acostarse, ya es tarde. Y nosotros: un ratito más. Yo empecé a tomar una cubita, un tequilita. Las señoras, con voz de mando: señoritas, a dormirse. Y otras súplicas, pero como que ellas y ellos, los adultos, se habían enredado en polémicas y tragos que nos dejaron hacer en paz.
Se me acerca el americano y en un mal español me dice:
—¿Tú beber?
—Sí.
—¿Eres Yesi?
—No.
—Sí, Yesi, por qué mentir.
—Chinga tu madre, gringo.
—Oh, qué boquita. Quiero tomar contigo.
Me reta a beber y empezamos a caminar por la playa. No sé ni de qué platicamos, no me acuerdo. Quizá por el alcohol, íbamos riendo. Caminar, caminar, y cuando me di cuenta la fogata era un puntito hasta por allá. Nos sentamos y empezamos a beber la botella de tequila. Estaba la luna en todo su esplendor, las olas venían a diluirse en nuestros pies, la espuma, todo era perfecto, había un aire caliente. Lo vi de otra manera, se me acercó y de pronto lo vi encima de mí, sus ojos eran glaucos, de color cambiante, encima de mi cara. Me hipnotizó como a la víctima de un vampiro, me abrazó, me dio unos besos increíbles. Nunca había besado a nadie, a nadie y me dejé, me dejé llevar, me gustaba.
—¿No sabía qué iba a eso?
—No, fue intempestivo, sentí que me iba a chupar la sangre, que me iba a comer, a devorar por entero. Me quitó la playerita, mordisqueó mis pezones; me despojó del traje de baño, con mucha ternura, levantó con lentitud mis piernas y luego, luego sentí un dolor espantoso, pero espantoso. De pronto, entre los besos, sentí un dolor terrible, lo más espantoso que pudiera sentir; después ese dolor se fue transformando en un placer, en un placer inaudito, en un placer que me retorcía, me llegaba a las entrañas. Era el alcohol, la seducción, el amor, el acto, la penetración completa. No sabía qué hacer y al mismo tiempo estaba hipnotizado. No me quería zafar, quería tener dentro eso por todas las horas posibles, por meses, por años, por toda la eternidad. Yo quería su falo dentro de mí para siempre. Yo tenía 16 y él 32.
En sus ojos parece revivir la escena, parece no darse cuenta pero se pone la mano en la entrepierna y allí la deja mientras calla y, supongo, evoca la penetración, lo que llama amor. Me duele terriblemente la cabeza. Cierro los ojos y sólo pienso en que ojalá…
—¿Pasa algo?
—Me duele la cabeza.
—¿Quieres una pastilla?
Se levanta, vuelve. Huele a perfume suave. Tomo la pastilla, la tomo. Me ve desde enfrente. Sigue.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
Narracion de maestro.
Muchas gracias por leerme y por tu comentario, un abrazo, Héctor
Muchas gracias por tus comentarios, por leerme; un abrazo, Héctor
Muchas gracias por tu comentario, por leerme; un abrazo, Héctor
Bien por el textito, Héctor, que ojalá se vuela textón, galán, bonito. Y… gracias por hacerme buscar en el diccionario la dichosa, heteróclita palabra.
Muchas gracias, Toño. Espero que ya estés muy bien. Un abrazo, Héctor
Muchas gracias, Toño; espero que ya estés muy bien. Un abrazo, Héctor