Los Cohuinás. Carnaval Coiteco

© Antiguas andas. Reminiscencias del pasado. Ocozocoautla, Chiapas (2011)

© Antiguas andas. Reminiscencias del pasado. Ocozocoautla, Chiapas (2011)

 

 

Lo que vi y escuché este fin de semana en Ocozocoautla rebasó mis expectativas; incluso la descripción que sobre la víspera del carnaval me hizo Bernabé, un estudiante de Humanidades, oriundo de Coita. Cargué mi cámara fotográfica, un par de lentes, barras de granola, jugos, agua, chamarra, sombrero y mi navaja inseparable. A las seis de la tarde del sábado llegué a la ciudad y desde ese momento, con direcciones y un mapa a la mano, me dirigí a las Casas de Fiesta, a los Cohuinás vecinos del lado nor-oriente. Fui a los Cohuinás cuya advocación es un “tigre” —el antiguo jaguar de las culturas mesoamericanas—, al de Santa Martha y al de San Martín Obispo, y al de San Bernabé, en donde el personaje central recae en “el David”. El niño vestido de rojo que, en el antiguo testamento, con una simple honda derriba al gigantón Goliat.

Voy primero a éste, donde amablemente me recibe el presidente o Cohuiná Mayor, don Rosemberg Medina Sarmiento; luego al de San Martín Obispo El Tigre, en donde el dirigente, un hombre maduro aunque joven, Gregorio Sánchez López, hace gala de sus conocimientos ancestrales heredados y, finalmente, visito al de Santa Martha El Tigre, en donde una dama preside la organización, doña Elizabeth Cabrera López. En las tres Casas de Fiesta, asientos del recinto y altar del santo patrón, comúnmente el hogar del Cohuiná —casa, patio y calle en donde se desarrolla la mayor parte de los eventos ligados al carnaval— todo es algarabía, sonrisas nerviosas, vestidos nuevos o recién almidonados, ires y venires, órdenes y contraórdenes. Se preparan para el día siguiente, el día del desfile público o procesión festiva.

Los otros Cohuinás —apenas visitados— son los del Mahoma de Cochi o de San Antonio, el de Santo Domingo El Caballito, el de San Miguel Los Monitos, el del Mahoma de Natividad y uno que se me escapa. Descoordinados, aparentemente, y sin embargo, en todos ocurre lo mismo y al mismo tiempo, con leves diferencias. Sus altares están preciosos, adornados con flores naturales y de papel, en forma de coronas, ramos, guirnaldas, diademas, herraduras y, muy en especial, ciertos adornos como letreros que indican el nombre del santo, elaborados con hojas diversas.

De las paredes y vigas cuelgan adornos plásticos coloridos —reminiscencia del antiguo papel picado— y aunque los altares lucen iluminados, hay pocas velas y veladoras. Dicen que es así, pues a la mañana siguiente los cargueros y demás invitados las traerán entre sus ofrendas. Recién el santo titular del Cohuiná ha sido aseado y revestido. Ahora las mujeres lo “ajuarean” y retocan: le ponen anillos, diademas, aretes, collares, resplandores, coronas, báculos y cualquier otro elemento de su identidad. Me cuentan que los terraplenes del recinto ya no son como los de antes: pisos de tierra acolchados con juncia e incluso petates; todo perfumado con la rica fragancia de la flor del corozo y otras palmas.

De la cocina ya vienen jarras del elíxir castaño, caliente y olor a canela. De él se sirve a los primeros visitantes, vecinos, quienes entregan sus ofrendas al pie del altar, rezan y conversan con la virgen o con el santo. Sirven chocolate a los donantes pero también a los visitantes despistados. El Cohuiná y su compañera, la Coviná, lo mismo que los otros cargueros, les hacen plática, mientras en platos extendidos les sirven, a más de la tasa de chocolate humeante, dos panecillos y dulces que llaman puxinús, especie de aglomerado hecho a base de semillas de calabaza, cacahuates y miel de panela. No creo lo que el Cohuiná me dice: que durante los cuatro días principales del carnaval, aquí se le da de comer a toda la gente que los visita o convive con ellos. Que hoy por la mañana han sacrificado dos reses, que tienen pan, galletas, verduras y dulces. Bastimentos como para alimentar a un batallón. Me lleva al cuarto acondicionado como bodega, el más fresco y sombreado del patio, y de veras que me voy de espaldas: ahí están, colgadas de ganchos, las piernas, entresijos, paletas, costillas y lomos de las reses, incluso carne salada y hueso asado de hace más tiempo, lo mismo que cajas de todo: vasos, platos, servilletas, papel higiénico, atados de cuetes, papel de envolver y bolsas de plástico; paquetes de camisetas y mandiles estampados con la insignia del Cohuiná; costales y bolsas de frijol, maíz, arroz, flor de Jamaica, tamarindo… ¡Un almacén en toda forma!

No conozco el ritmo, pero con toda certeza ha de haber alguna cadencia en la quema de los cuetes. Se escuchan aquí y allá sus explosiones, y creo que llevan algún compás. Probablemente queman uno, cada vez que visitantes o amigos acuden a la Casa de Fiesta, o cada vez que algún evento especial transcurre. Lo que sí observo es cómo las cocineras se preparan. En las cocinas hay dos y hasta tres hornillas de leña al nivel del piso, uno o dos de tenamastes, sobre fogones, e incluso alguna estufa de gas. Hay hacinas enormes de leña. Sobre el fogón hierve una olla con pulpa de Jamaica, y mientras las señoras lavan tinas y peroles, un grupo de niñas y niños benefician tamarindos. Dos jovencitas licúan un montonal de jitomates.

—Es para el bistec y la chanfaina del almuerzo, ―me informan.

—¿Tanto? ¿Tanta gente va a almorzar mañana?

—Ahí lo vas’te a ver. Todo el mundo viene, después de la acarreadera de gente.

Dos personas asean y ponen a tono las “casitas”, las antiguas andas de los señores, sacerdotes precolombinos: dos sillas señoriales de madera, labradas, decoradas, provistas de toldo, a las que les ponen banderines y les atan largueros para ser cargadas por cuatro personas a quienes llaman “prestados”. Terminan de arreglar la zona del patio en que se servirán los alimentos y afuera, en la calle de enfrente, le dan los últimos toques a la decoración del cobertizo de las danzas y al templete-corral en donde se ubicarán los músicos y sus instrumentos; acomodan sillas y bancas al rededor, ajustan el manteado debajo del cual se ubicará el expendio de caguamas —“oficial” o “de la Casa de Fiesta”—, e incluso algunos comerciantes y vecinos ya “marcan”, en el resto de la cuadra, los espacios que ocuparán con carpas y toldos para vender cervezas, alimentos, fritangas, chucherías, frascos de nieve seca, bolsitas de talco y harina.

Todo está a punto, mientras a esta hora, las nueve o diez de la noche, todos descansan. Me refiero a quienes fungirán como prestados, personajes principales (tigres, mahomas, davides, monos y caballitos), arreadores, cazadores, chores tradicionales, chores modernos y correlonas. Desde las cuatro de la mañana formarán parte del séquito comandado por el caporal y sus ayudantes, quienes recogerán, en sus casas, a los padrinos, madrinas e invitados personales del Cohuiná. Desde esa hora, y hasta antes de las once, cuando da inicio el desfile o marcha festiva del carnaval.

Frente al altar, tras colocar al santo patrón en el lugar más prominente, visitantes, vecinos y en especial mujeres, rezan alabados, glorias, avemarías y padrenuestros. Al terminar les sirven chocolate, pan, puxinú y ahora pequeños muñecos de dulce, coloreados, que llaman ponzoquís. Hay personas que permanecen junto al altar, mientras otras salen al corredor o al patio, en donde a todos nos ofrecen de cenar: piezas de pollo estofadas que llaman “pollo en cochito”.

“Ver para creer”, pienso, y tras un buen rato, luego de cenar, ahora sí inicia la “vela” en el interior del recinto. Miembros de la familia de la Casa de Fiesta y vecinos velan, al tiempo que el escanciador, provisto de morral, un vaso pequeño y botellas de curadito o aguardiente simple, entretiene a todos (“guarda el calor de las tripas”), hasta que a la una de la mañana el presidente y otros miembros del Cohuiná reaparecen. Van en compañía de piteros, tamboreros y quemacuetes a la ermita de la advocación del santo, a efectuar el primer ritual litúrgico del día: a pedirle permiso a las divinidades, para inaugurar las festividades del carnaval.

 

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