Llevar la vida
Casa de citas/ 166
Me parece increíble que uno de los
estómagos de la vaca se llame “libro”
J. Villoro
Aunque he leído varios libros de ficción y ensayística de Luis Villoro, Conferencia sobre la lluvia (Almadía, 2013) es la primera obra de teatro de este autor que disfruto (sólo ha escrito tres, se supone). En este monólogo (muy en la línea del Auto de fe, de Canetti, por el tema, y Sobre el daño que hace el tabaco, de Chéjov, por la forma) un bibliotecario da una conferencia que desvía constantemente al asunto que más le interesa: su vida.
Dice (p. 15): “He dedicado buena parte de mi vida a coleccionar chubascos literarios. No soy un profesor ni una eminencia, pero vivo entre libros y me gusta compartir hallazgos”. Para hablar de su desastre amoroso, por eso, usa un símil de redacción, literario (p. 30): “Soledad y yo tuvimos un problema de corrección de estilo: donde yo quería una conjunción copulativa, ella ponía una adversativa”.
Y muchas de sus frases, son, por supuesto, citas (p. 37): “Sucedió como en un pasaje de Cortázar: ‘Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella’ ”.
Rosario Castellanos, en su farsa teatral “El eterno femenino” (Obras II, FCE, 1998), dice más o menos lo mismo (p. 406): “Todo amor es imposible: una idea que se apodera de los espíritus solitarios. Los demás no se enamoran: se ayuntan”.
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Guevara, ese Carlos Gardel de la Revolución
A. Lobo A.
En el culo del mundo (Ediciones Siruela, 2001) es la segunda novela de António Lobo Antunes. Lo notarán quienes conozcan la novelística de este gran portugués porque aquí todavía está interesado por plantear una trama que enmarque la historia de los personajes (algo ya muy lejano en sus siguientes novelas): un hombre platica sobre la guerra en un bar con una mujer desconocida, la lleva a su departamento, tienen relaciones sexuales (él antes entra al baño y tiene un monólogo con el fantasma de la mujer que ama), pasan la noche juntos, a la mañana siguiente la acompaña a la puerta y le da indicaciones de cómo puede llegar a una conocida avenida de Lisboa para irse para siempre de su vida.
Algo donde también se notan sus inicios como novelista es que el personaje tiene todas sus características: está volviéndose calvo, se casó antes de ir a la guerra de Angola (“Yo ya me había casado, ¿sabe?, cuatro meses antes de embarcar, en agosto”), es médico, cuando estaba en el frente nació su primera hija (p. 76: “a diez mil kilómetros de mí, mi hija, manzana de mi esperma, a cuyo crecimiento de topo bajo la piel del vientre yo no había asistido”), etcétera. Es Lobo Antunes biográfico con el apenas desdoblamiento literario. Lo otro es el lenguaje un tanto forzado, muy cercano a la poesía, lleno de imágenes que no ayudan a la fluidez del discurso. Pero para mí este hombre es un genio y de nuevo me hizo feliz leerlo.
Se va a la guerra y (p. 32) “según las profecías de la familia, me había convertido en un hombre: una especie de avidez triste, cínica, hecha de desesperanza voraz, de egoísmo, y de la prisa de esconderme de mí mismo, había sustituido para siempre el frágil placer de la alegría infantil”. Cuando fue a la guerra, dice (p. 40), “comencé el doloroso aprendizaje de la agonía”.
Aunque no se solaza contando brutalidades, no las deja de lado. Habla de un grupo de soldados que (p. 81) “regresaban de la selva a gritos, con los bolsillos llenos de cuantas orejas pudiesen pillar”.
Me saltan varios ejemplos para citar lo que sigue: una fábula donde el mono primero teme al león y luego, cuando ya lo ha visto mucho, lo increpa; la línea de una canción de Jaime López, que cito de memoria: “La cotidianidad es el mejor remedio contra la lujuria”; un cuadro de El mar y sus misterios, de Carballido, donde las olas están aburridas de ver siempre al faro “y por eso soñamos con los barcos”. Para muchos turistas Lisboa es hermosísima, especial, mágica. No para Lobo, quien vive allí (p. 115): “Lisboa, incluso a esta hora, es una ciudad tan desprovista de misterio como una playa de nudistas”.
Cuando tiene a la mujer en el departamento le dice (p. 144): “Tal vez podamos intentar hacer el amor. […] Ya hemos vivido demasiado para correr el riesgo idiota de enamorarnos. […] El tiempo nos ha traído la sabiduría de la incredulidad y del cinismo”.
Y una imagen terrible (p. 178): “A la orilla del río Cambo, junto a la balsa, vi a una boa morir con una cabra en la garganta, retorciéndose en la hierba como los enfermos de infarto se retorcían en los asientos del hospital”.
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Leo la biografía del Marqués de Sade (editores mexicanos unidos, 2005), de Delton Manuel González.
Sade, lo sabe medio mundo, es el inventor en literatura y su propio cuerpo de todo aquello que la pornografía más dura aún no se atreve a poner en imágenes. Por ello resulta un poco extraño que el divino marqués haya escrito esto (p. 26): “No hay ninguna mujer que pueda valer la que nos pertenece a nosotros. Ella es a la vez nuestra esposa y nuestra amante, nuestra hermana y nuestro Dios”.
Y en 1783, encarcelado y humillado, enfurecido escribe (p. 51): “No fue mi manera de pensar lo que causó mi desgracia, fue la manera de pensar de los demás”.
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Una señora de más de 60 años me cuenta que está triste porque murió, de cáncer, una amiga suya. Era la más bonita de su generación, me dice, y se casó con un hombre con quien tuvo tres hijos. El marido murió cuando los hijos eran adolescentes. Después, el mayor de sus hijos se suicidó, con un balazo en la boca, frente a su hermano menor; éste no pudo superar la escena y un día amaneció colgado en su habitación; la hija que quedaba se casó y cuando estaba embarazada se empeñó en manejar, sin saber, el coche de su marido. Se estrelló contra un árbol y murieron ella y su producto. Un año después, hace unos días, murió la madre, la única que quedaba viva.
Parece un argumento de Pedro Almodóvar, sin toque de comedia, o algo que fácilmente podría interesar a González Iñárritu para una de sus películas donde cada fotograma es trágico, pero no: es terrible historia de la realidad. ¿Cómo escribirla y para qué?, pienso.
Un día antes ha llegado a mi compu un correo del escritor y querido amigo Róger Octavio Gómez Espinosa, que habla sobre el asunto de escribir. Helo aquí:
“Escribir es como posarse en el umbral de la casa en un día ventoso, con una ligera hoja de papel en la mano.
“No, pensándolo mejor, va más allá. Es como si una ráfaga de viento te arrebatara de las manos un papel.
“Como si ese papel arrebatado fuera un documento que en el aire se ha vuelto de suma importancia y corrieras tras él luchando, torpe, por atraparlo.
“Darse cuenta de que nos hemos alejado tanto de la puerta de nuestra casa cuando el viento, en un portazo, nos recuerde que no traemos con nosotros la llave para regresar.
“ Notar que es la hora en que los trabajadores van al trabajo, los escolares a la escuela; que estamos persiguiendo un papel arrastrado por el viento; que la puerta se ha cerrado y olvidamos de vestirnos antes de posarnos en el umbral de nuestra puerta en un día ventoso.
“Que estamos desnudos y que la única forma de cubrirse es con la hoja de papel que juega con el viento y con nosotros.”
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Desde de antes de tener clara mi vocación de escritor (una actividad solitaria, que necesita tiempos largos), tenía claro también que, cuando mucho, tendría un hijo o hija, lo primero que naciera. Mi mujer, por fortuna, estuvo de acuerdo conmigo y somos padres únicamente de nuestra amadísima Nadia Carolina, quien este año cumplirá los 31.
Mi querido amigo Manuel Velázquez, pintor (quien acompaña mis columnas cada semana con sus ilustraciones y pinturas), me dijo más o menos cuando nos conocimos, hará alrededor de 20 años, que él no se casaría ni tendría hijos. Y me dijo, recuerdo con claridad, la frase que dice el viejo y moribundo pintor en la cinta El benefactor (The Time Being, 2012, dirigida por Nenad Cicin-Sain): “Los artistas no tienen familia”.
En la cinta el viejo muere solo y arrepentido (abandonó a su mujer y su hija, para que no estorbaran a su vocación) y el joven pintor que lo ayuda, un poco en la moraleja, recupera a su joven mujer y a su hijo pequeño. “Hay más de una manera de llevar una vida”, dice el promocional de la peli que me dio prestada mi querido tocayo Nelson.
Y sí, claro, hay más de una manera. Pasado el tiempo, Manuel ni se ha casado ni ha tenido hijos y creo que es feliz, y yo también lo soy con mi familia. La vida es un milagro.
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Dos queridos amigos me regalan libros suyos: Sarelly Martínez, La Revolución mexicana en Chiapas un siglo después, colectivo coordinado por Justus Fenner y Miguel Lisbona Guillén, donde hay un texto de su autoría. Se lo pedí prestado y él, generoso como es, de una vez me lo regaló; y Efraín Bartolomé, Cuadernos contra el ángel, en su reciente edición española. “Tal vez sólo habrán tres libros de estos en Chiapas, me dijo, y uno será el tuyo”. Mil gracias, amigos.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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