La oscuridad resplandeciente
Casa de citas/162
“Para que la maldad gane, basta que los buenos no hagan nada”, algo así dice el mafioso Mickey Cohen, es decir, Sean Penn, en Fuerza antigánster (Ganster Squad, 2013), dirigida por Ruben Fleischer.
Puse la película y por flojera (o por curiosidad) dejé al mismo tiempo los subtítulos y el lenguaje en español. La esposa del sargento honesto dice a su marido en español “eres un dios en la cama” y el subtítulo, en cambio, “en la cama eres un demonio”. Raro, ¿no?
Con una reelaboración poco creativa de Los intocables (1987), de Brian de Palma, en esta película de policías y ladrones dice el personaje que interpreta Ryan Gosling al sargento (Josh Brolin) que lo invita a enfrentarse con la mafia: “La ciudad está bajo el agua y usted anda buscando cubetas, en lugar de ponerse un traje de baño”.
El súper malo de la cinta, interpretado por Penn, dice algo que no sé si tenga algo que ver con la realidad de nuestros días, ojalá que no (la cinta está ubicada en Los Ángeles, 1949): “Un policía honesto es como un perro con rabia: no tiene remedio, hay que matarlo”.
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El obvio oxímoron en el título de esta columna intenta ser un modo de juntar las nociones contrapuestas de una sala de cine: lo que ves desde tu butaca anónima y sombría puede ser una importante luz para lo que te resta de vida.
El libro Función privada, los escritores y sus películas (edición de Georgina Hernández Samaniego, Cineteca Nacional, 2013) hace este ejercicio: reúne a 28 autores de diversas generaciones (nacidos entre 1948, el mayor, y 1988, el menor) y distintos estilos de escritura para que cuenten sobre su película fundamental. 28 vidas tocadas por el cine. Y cada cual mezcla su biografía con su película clave y hay, otra vez, de todo, desde El Santo hasta Tarkovski.
Como objeto, el ejemplar tiene una alegre belleza, me encantó; también, en el sentido confesional, es un documento muy humano, muy divertido en general, muy conmovedor a veces. Aunque he visto la mayoría de las películas que el libro, desde distintas personas, reseña, estoy seguro que no está allí mi favorita: la vida es una experiencia intransferible.
Carmen Boullosa dice en su texto “Dos de mi infancia: Ben-Hur y Amarcord” (p. 37): “No he tenido alma de actriz, lo mío no es enseñar sino sentir, no tengo vocación de persona pública sino privada”.
Valeria Luiselli dice en “Nuevas distancias” (p. 117): “El cine, al igual que la literatura, nos da elementos para narrarnos a nosotros mismos e impone suavemente un orden ahí donde de otro modo sólo se percibirían las zonas grises de la experiencia”.
Brenda Ríos cita en “Una casa en la playa tampoco lo es, eterna” (p. 144): “Dice Dante que no hay penuria mayor que recordar la felicidad pasada”.
Daniel Saldaña París en “Anhedonia” se refiere a los conceptos del personaje Woody Allen (Alvy Singer) en Annie Hall (p. 165): “La vida se divide entre ‘lo horrible’ (‘los casos terminales, los ciegos, los lisiados’) y ‘lo miserable’ (‘todos los demás’)”.
Jaime Alfonso Sandoval, en “Santo contra las mujeres vampiro: el cine de barrio que se nos fue”, habla de los poderes de Tundra, una sacerdotisa vampiro quien (p. 179): “además tiene el poder de convertirse en murciélago de goma que escapa aleteando entre hilos”.
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Hace muchos, muchos años, como inician las fábulas clásicas, varios escritores chiapanecos fuimos invitados para un ciclo que se llamó, creo, “Literatura y cine” (si la memoria no me falla fue la poeta Socorro Trejo quien organizó las charlas en el extinto Instituto Chiapaneco de Cultura). La idea era contar nuestras experiencias sobre el particular. Yo había escrito tal vez sólo mis primeros dos libros de cuentos y un par de obras de teatro. Tendrá el asunto más o menos veinte años (la Coda un poco menos, 15). Para no improvisar, que no se me da mucho, escribí y leí el siguiente texto:
Una nueva forma de ver a las muchachas
Aquel sabor a chocolatín,
a piel, saliva y sudor,
la carne de gallina me pone en el corazón…
J. Sabina
De lunes a viernes, cuando cursé mis estudios primarios, tuve que lazar mi caballo, ensillarlo y hacerlo correr hasta casi reventar para llegar antes de que en la escuela pusieran la abominable (e inexplicable en estos rumbos) Marcha Zacatecas, que marcaba la hora límite de entrada. Fueron varias las ocasiones en que ya sonaba cuando apenas mi hermano Hernán y yo, espoleando desesperadamente nuestros cuacos, entrábamos al pueblo. Nadie nos salvaba, entonces, de los fuertes reglazos que el director —sin enojo, silbando y muy sonriente— propinaba a nuestras manos de niños rancheros.
No creo que eso haya influido para que nuestro padre comprara una casa allí, en Cristóbal Obregón —la conseja popular atribuye su nombre a que en la discusión para nominarlo se dio igual valor a las propuestas que pedían llamarlo Cristóbal Colón y Álvaro Obregón— y nos posibilitara correr cuando en las tardes sonaba Y la amo, de Los Beatles (también inexplicable), porque eso significaba el comienzo de la película en el viejo galerón convertido en cine. El Zorro, El Zurdo, Gastón Santos y varios vaqueros empistolados más, nos hacían, en esos tiempos, intentar nuevas formas de ponernos el sombrero, montar nuestros caballos, domar becerros y arriar vacas.
Luego nos fuimos de nuevo a la finca y me cambiaron (mi hermano ya había emigrado a la ciudad), supongo que por comodidad familiar, de escuela y de pueblo. En Nuevo México —nombre irónico desde aquellos días— no hubo ya Marcha Zacatecas, pero sí hubo cine. Se proyectaba en un cuarto de la casa de don Fernando Ferra y los asientos para niños eran costales de maíz y frijol. No importaba. Igual nos divertíamos y asombrábamos con las destrezas de nuestros héroes, que poblaban nuestra vida infantil con canciones, muchachas bonitas que defender y un amplio universo de pueblos polvorientos y naturaleza ingenua.
Llegó mi primer viaje largo en autobús: de Nuevo México a Ocozocoautla. Serán, si acaso, 35 kilómetros de distancia. Sin embargo, para mí, ignorante de los ruidos de motor, el olor a gasolina y el vertiginoso pasar de árboles y carretera, parecieron el camino hacia el fin del mundo. Creí morir con los mareos y descubrí, tempranamente, que los viajes reales no serían mi fuerte.
En compensación, Ocozocoautla le tenía preparada a mis diez años una gran sorpresa: el cine a colores. Santo y Blue Demon contra las momias de Guanajuato se metieron en mi sueño de esa noche y, con sus luchas terroríficas, lo llenaron de pesadillas.
Regresé a El Ciprés, el rancho donde nací, con ese nuevo cine en la memoria y tiempo después, un poco antes de cumplir doce años, hice un viaje todavía más largo que el anterior y llegué hasta una ciudad que me pareció enormísima y llena de gente rara, que no usaba sombreros y sí, en cambio, llevaba incómodos y torturantes zapatos: Tuxtla Gutiérrez.
Aquí, el cine era enorme y ¡todas las películas eran a colores! Qué lujo. Las primeras las vi en el recién inaugurado Cine Chiapas 70. El programa doble era tremendo: Una rosa sobre el ring (una lacrimosa, con la actuación de Mil Máscaras) y La vida sigue igual, con Julio Iglesias. Quise al salir, por supuesto, convertirme en luchador o en cantante (en aquel tiempo pensaba que don Julio cantaba y era un buen actor, ¡lo juro!).
Me llené, luego, de ídolos del western gringo y miré alelado carretadas de filmes de karate y de luchadores hasta que un día —ya vivía en Tuxtla y estudiaba la secundaria— Lara, un amigo de la escuela, quien tenía y me prestaba toneladas de comics, me invitó a ver una cinta donde, me dijo, salía una mujer desnuda.
A esa edad ya había visto, por supuesto, a infinidad de ellas así —en los ríos cercanos al pueblo y al rancho, hombres y mujeres acostumbraban, no sé ahora, bañarse en pelotas—, pero por el timbre usado por Lara, aquello parecía ser algo muy distinto.
Entramos, con las complicaciones del caso, a la oscura sala del cine Rex. La película era mexicana y de vaqueros —se llamaba algo así como La noche de los buitres— y mostraba la clásica historia, que a esas alturas ya me sabía de memoria, con los personajes consabidos: el bueno, el malo y la muchacha bonita.
Lara, a mi lado, se mordía las uñas y yo empecé a ponerme nervioso. De pronto, de atrás de unas rocas, apareció, en una única y breve escena, la mujer: morena, de cabello negro, grandes senos y abundante vello púbico. Sentí que la sangre se me subía al rostro y en mi estómago se hizo un vacío; noté mis manos sudorosas y mi descontrol ya no me permitió centrar mi atención en la película. Cuando salimos, ninguno de los dos comentó sobre la cinta y nos despedimos con monosílabos.
Esa noche me di cuenta que mi infancia, con sus caballos y su Marcha Zacatecas, Y la amo y Las golondrinas (en versión libre de Lorenzo de Monteclaro, que ponían en el pueblo cuando alguien moría) empezaba a quedar atrás. Por esas fechas empecé a ver lo que después me enteraría que era cine de arte, por esa fechas mis padres decidieron separarse y vendieron la finca que aún tengo instalada en el recuerdo. En esos días, también, tuve la ocasión de ver a una mujer desnuda fuera de la pantalla y muy cerca de mis manos y mis urgencias primerizas.
No voy a contar aquí lo que sentí, lo que pasó. Supongo que ustedes pueden imaginárselo.
CODA: Este texto lo escribí hace muchos años y ahora estos cines ya no son más. Dicen bien Neruda y Sabines: Nosotros, los de antes, ya no somos los mismos. No vuelve nadie, nada. No retorna el polvo de oro de la vida.
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Por una investigación que hago, llego por azar al periódico religioso El Criterio Católico, Año 1, núm. 7, del 8 de abril de 1914, editado en San Cristóbal de Las Casas. En la portada un artículo titulado “Entre dos amigos” dice que “la primera función del cinematógrafo se dio en el Paraíso terrenal, siendo nuestros padres Adán y Eva las figuras de la primera película: Cuando perdieron la inocencia”.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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