Definición de nombre
¿Qué haríamos sin el nombre? ¿Cómo nombrar a la sombra, cómo sombra al ala, cómo ala al vuelo, cómo agua al cielo? ¿Qué la cosa sin el nombre? ¿Pura cosa? El nombre hace que el hombre sea hombre. Si el Universo se quedase un día sin nombre ¿qué podría decirse de él, qué de la Nada sin nombre? Imaginemos un mundo sin nombre, sin nombres. Imaginemos a la Nada sin el nombre que la nombra.
¡Somos!, gracias a nuestra capacidad de nombrar. Sabemos que la palabra fue fundada para dar nombre a las cosas y a los actos. En el Universo ¡todo tiene nombre! Por esto, a veces, jugamos a cambiar los nombres a las cosas, para darles una torcedura que las haga más amables. Nadie, en su sano juicio, se atreve a eliminar los nombres a las cosas, a uniformarlas en la mediocridad de lo no nombrado, de lo incógnito, de lo no existente.
Recordemos cómo, en la Odisea, Nadie es ¡alguien! De igual manera, cualquiera puede llamarse Alguien o llamarse Cualquiera. Si alguien, desenfundando la pistola, grita a mitad de la noche: “¿Quién anda ahí?” y como respuesta obtiene “Alguien”, no debe enojarse, debe entender que ese individuo se llama así: Alguien. Alguien es un nombre como cualquier otro, como Pedro, como Alejandro, como María. Tiene la particularidad, que poseen muy pocos nombres, de nombrar tanto a hombres como a mujeres. Yo tuve una amiga que se llamaba Alguien Courtois Simone. De cariño le decíamos Al. Mucha gente creía que se llamaba Alejandra o Alondra o Alicia o Almudena, pero ¡no!, se llamaba Alguien y no era cualquiera. Alguien me gustaba mucho. Fue mi amor platónico. Cuando un amigo me preguntaba: ¿estás enamorado de alguien? Yo decía que sí y me sonrojaba.
El nombre nos sirve no sólo para nombrar lo tangible, sino para invocar aquello que es mera posibilidad. El nombre le da forma a lo invisible, a lo que no es.
De acuerdo con el diccionario, nombre es “palabra que designa o identifica seres animados o inanimados”. A los amantes les gusta cambiar los nombres a los objetos y a las partes de su amado o amada. Recordemos el capítulo 68 de Rayuela, de Cortázar (sus más cercanos lectores siempre le reclamaron por qué no el glíglico lo colocó en el capítulo 69, hubiese sido más erótico). Recordemos cómo inicia el texto: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso…” Sólo los amantes poseen esa capacidad infinita de nombrar las partes con nombres sublimes, con nombres que están más allá de la terrenalidad.
Conocí a un compa que deseaba “no llamarse”. Tal deseo lo notificó a su grupo de amigos más cercano. A la hora del café, los amigos platicaron el tema, llegaron al acuerdo que le silbarían a la hora de llamarlo. Así lo hicieron. Donde lo veían, en la calle, saliendo de su casa o a mitad de una plática ¡le silbaban! Una tarde, mientras los amigos jugaban billar, el “no nombrado” se acercó, tomó un taco, le puso tiza y se inclinó sobre la mesa; un segundo antes de golpear la bola de marfil dijo: “No chinguen, regrésenme mi nombre”. Todos lo abrazaron y le dijeron su nombre en voz alta, casi gritado. Años después le pregunté por qué no había sostenido su decisión inicial, me dijo que se había sentido como pájaro, como “chinchibul”, y eso era una bobera. Él era un hombre y no un pájaro. Parece que el nombre nos hace hombres y mujeres. El nombre, al nombrarnos, nos hace seres humanos. Por esto, la robótica, todavía, se resiste a usar nombres de hombres, un poco para decirles a ellos, los robots (los hijos de 3cpo y r2d2), que aún no es hora de que nos gobiernen.
Yo (disculpen ustedes que hasta ahora lo mencione) me llamo Alejandro y no soy un pájaro ni un costal, soy ¡un ser humano!, gracias a mi nombre.
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