Cartas de Lobo
Casa de citas/ 159
Esto es en lo que nos convierte la guerra:
insectos luchando por la propia supervivencia
en un frenesí de patas y de antenas
A. Lobo Antunes
Cuando era un estudiante de la universidad, tenía una amiga con quien intercambiábamos libros (de hecho, me regaló algunos que aún conservo); yo tuve en ese tiempo varias novias a quienes nunca intenté mover a la lectura –mis intereses con ellas eran nada intelectuales–, pero mi amiga sí que lo intentaba con sus sucesivos novios.
A uno de ellos, a quien evidentemente no le interesaba leer, regaló un ejemplar de El diario de Ana Frank. El muchachillo –nosotros teníamos 18-19 años, él era ligeramente menor– andaba el libro de aquí para allá. Ella le preguntó qué le parecía, qué le había parecido y él le dio una respuesta que a mí me hizo reír mucho: “No lo voy a leer nunca, porque me parece una falta de respeto hurgar en las cosas íntimas que no son mías”.
He leído tantos libros de correspondencia desde entonces, que cuando empecé a leer éste me acordé del pretexto tonto de este muchacho que ahora, supongo, podría ser senador o diputado o gobernador o presidente, dado el divorcio que los políticos mexicanos (de izquierda y derecha, lo mismo Peña que el Peje) tienen con la lectura.
Fuimos mi mujer y yo a pasar el fin de semana al rancho de unos amigos; en varias sesiones de una hamaca ancha que pusieron a mi disposición terminé de leer Cartas de la guerra, correspondencia desde Angola (Debate, 2006), del gran novelista portugués António Lobo Antunes, que editan sus hijas Maria José y Joana, aunque se justifican (p. 11): “La decisión de publicarlas no es nuestra: es la voluntad manifiesta de nuestra madre, destinataria y conservadora de este epistolario hasta hace poco. Siempre nos dijo que tras su muerte las podríamos leer y publicar, y ahora ha llegado ese momento”.
Sintetizan el contexto: “En 1969 nuestro padre se licenció en medicina y fue llamado a filas, para después ser destinado a la guerra colonial. Decidieron casarse el 8 de agosto de 1970; nuestra madre se quedó embarazada al mes siguiente y nuestro padre salió para Angola el 6 de enero de 1971”. Y casi al final de su proemio enfatizan (p. 13): “Este es el libro del amor de nuestros padres, del que nacimos y del que nos enorgullecemos”.
En las primeras cartas, a la par que le describe las incomodidades cotidianas (“para cagar el confort se limita a un agujerito entre dos tiras de loza”), le habla de sus sentimientos (p. 21): “Me haces falta en todo, una falta permanente y horrible, que se acentúa cada día como un vacío en el estómago, un hueco en el espacio, un sincero vértigo en el centro de la cabeza: te amo”.
Lobo Antunes estaba en la guerra, donde todo podía ocurrir (p. 24): “Para tu castigo, una noticia desagradable: he perdido las fotos de nuestra boda. […] Perdonadme, oh diosa”. No evita, dado que son cartas a una mujer con quien sólo estuvo en la intimidad unos pocos meses, las alusiones sexuales, incluso como despedida (p. 25): “Coloco mi pene en la horquilla de tu cuerpo. António”.
Tiene que correr los riesgos de la tropa; aquí cuenta una escapada (p. 29): “Felizmente no hubo minas ni emboscadas”, pero a la camioneta se le rompió la dirección; muchos heridos “y yo con 6 puntos en el labio y 3 en la lengua: todavía no la siento”.
Hace muchos apuntes sobre la gente de Angola, este es uno en perspectiva (p. 30): “La miseria de los negros es aterradora”.
El 4 de febrero de 1971 le escribe (p. 40): “Soñé que teníamos una niña. Y si así fuese, y antes de que me olvide, me gustaría que se llamase Maria José, en homenaje a su madre, la única mujer de mi vida”.
De un destacamento a otro las cosas no son mejores (p. 60): “Se hace caca detrás de una cortina de algodón y todo es precario y triste como un diente que se mueve”.
Diarrea y fiebre son sus enfermedades de casi todos los días, además de la guerra (p. 86): “Sentir pasar las balas es, digamos, una sensación intranquilizadora. […] Empiezo a comprender que, realmente, la primera cualidad de un hombre es el valor, y estoy dispuesto a tenerlo. Ya he visto el espectáculo del miedo y no hay nada más degradante…”
Como médico conoce intimidades (p. 92): “Como consecuencia de la falta de proteínas y del abuso de excitantes vegetales, son frecuentísimos los casos de impotencia masculina, y todos los días oigo las tristes quejas de varios machos desilusionados que exhiben penes formidables e inútiles. El tamaño de este órgano es por aquí verdaderamente apocalíptico, pero sus posibilidades son diminutas. No se puede tenerlo todo”.
Ya había empezado a escribir una novela, arranca otra (p. 93): “Empecé a escribir una historia completamente nueva con una facilidad increíble. […] Te puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, que tengo entre las manos la novela mejor y más revolucionaria que he leído”.
Hay un hombre, “un pícaro” que (p. 103) “un día sí y otro también me ofrece una mocita; señor doctor, ¿quiere una dama?, que yo rechazo educadamente”; y cuenta que (p. 105) “ayer, en el transcurso de un conjuro, ataron a una vieja a un quimbo y la quemaron viva en Ninda, rito aún frecuente en estos parajes”.
Lobo lee mucho y hace constantemente citas de memoria (p. 112): “Recuerdo siempre aquel verso de 1ª. Elegía de Duino, lo bello no es sino el primer grado de lo terrible”. De Rilke, claro.
El deseo sexual lo ronda con desesperación (p. 117): “Quiero sentir tus manos en mi cara, tu lengua en mi boca. Quiero que te menees y agites como un rabo de lagartija cortado. […] ¡Quiero oír tus gritos! ¡Quiero gritar encima de ti! Sentir cómo nuestras dos mareas crecen a un tiempo, cómo se aproximan la una a la otra, cómo revientan en una explosión de espuma. […] Soy tu hombre y te amo”. En varias páginas insiste, a veces muy gráficamente, en lo que quiere hacer cuando esté en la cama con ella (p. 242): “Hoy he sentido una terrible necesidad sexual. Prepárate para coitos homéricos”. No es extraño (p. 332): “¡Tienes toda la razón cuando dices que el período más largo que hemos pasado juntos es de 35 días”. Y busca formas distintas para hacerle saber sus deseos (p. 351): “Los macacos expresan sus pasiones a través de gritos desagradabilísimos, los venados embisten por amor, ciertos insectos devoran al cónyuge tras el coito; yo, señora mía, aúllo de lacerante ternura (tosca, es cierto…) en la jaula de este papel, como un viejo macho solitario. Escúcheme, por favor, tengo miedo de morir sin volver a verla, sin poder tocarla, sin beber en usted, como un antílope en un río, todo el amor que necesito”.
Y también habla de la otra pasión (p. 154): “Lo que quiero es muchos estantes, siempre he soñado con vivir en una casa forrada de libros, tener por lo menos una sala forrada de libros y no tener que quitar 500 de arriba para leer uno de abajo”.
En varias cartas pide a su mujer que destruya los escritos que dejó con ella y luego de mucho entusiasmo por algo que escribía, cuenta después que lo quemó (p. 162): “Tengo 28 años y no me puedo permitir el lujo de seguir escribiendo porquerías”.
Una de sus novelas posteriores recibe el título que le merece el lugar donde sobrevive, este territorio de la guerra donde siente que está (p. 198) “en el culo del mundo”, donde, entre otras cosas (p. 264), “lo más extraordinario es la increíble cantidad de ratas que hay en esas barracas de tela. De una de ellas vi salir 17. 17 que conté, además de las que se le escaparían a mi dedo índice”.
Como sus cartas son personales y no le podaron juicios literarios habla mal de varios autores consagrados, pero está seguro que (p. 232) “el mejor del mundo es James Joyce”.
Nace su hija Maria José y ve las fotos que le envía su mujer, y que el libro reproduce (p. 281): “Y no me parece que le llegue a los talones a su madre. No es extraño: el 50% de ella pertenece a mi hedionda persona”. Casi de inmediato confunde unos datos y se duele: “Me estoy volviendo estúpido como un magistrado”.
Lee un libro de Faulkner y queda admirado (p. 319): “¿Podría acercarme a esto? En el fondo creo que sí, con mucha renuncia, mucha entrega y, sobre todo, mucho trabajo: la cantidad de virtudes necesarias para ser un buen escritor es enorme. No basta con haber nacido, es preciso hacerse. Y agitar el árbol para que queden solo las mejores hojas, como decía Charlot que hacía con sus películas”.
Escribir sabe que no es fácil (p. 358): “Y después está el otro horrible problema: ¿escribir será realmente importante y útil? ¿Sí o no? Las personas que leen son una dolorosa minoría… ¿A quién le interesa eso? ¿Cambiarán las cosas algún día?”
Admira el Voyage de Céline (Viaje al fin de la noche, se llama en español), y mucho (p. 321): “Caramba, es que es el mejor libro que he leído, junto con Guerra y paz e Iván Ilich” (las dos de Tolstoi). “Y El proceso”, de Kafka.
Varias cartas las manda desde un lugar de Angola, África, cuyo nombre es muy familiar en Chiapas: Marimba.
La última carta del volumen, en sus últimas líneas dice (p. 424): “¡Mi amor, mi único y gran amor! Te adoro al margen de mi brutalidad y de mi falta de ternura, desesperadamente…”
He leído muchos libros de este hombre, que es de mis autores favoritos. María Luisa Blanco se entrevistó varias veces con él y como resultado publicó el libro Conversaciones con António Lobo Antunes (Siruela, 2001) donde cuenta el cierre de esta historia de amor, que resumo de la introducción.
Cuando Lobo Atunes volvió a Lisboa vivió con su esposa, tuvo otra hija y después se separaron. Anduvo con varias mujeres. Un día a Maria José le detectaron un cáncer en el pulmón y le dijeron que le quedaban tres meses de vida. Buscó a António y le dijo (p. 18): “Me voy a morir, mira a ver qué pasa con las chicas… Y él se trasladó de inmediato a la casa y vivió con ella hasta el final. Cinco meses que él, a lo largo de todas las conversaciones, calificó de un periodo de gran felicidad […] Ambos vivieron ese periodo como un feliz y deseado reencuentro”.
Ella murió en 1999 y él descubrió que ella era, fue, el amor de su vida.
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