La pobreza, ser mujer y el acceso a la justicia
Por Argentina Casanova/Cimacnoticias
Si algo es difícil de medir es la satisfacción de las personas usuarias de los sistemas de justicia en el país. Hay un consenso general de que algo no está funcionando en México y el nivel de satisfacción de los resultados es una cifra difícil, ligado en gran medida a la percepción de que el daño recibido no es reparado.
De acuerdo con el “Informe de indicadores sobre el derecho a un juicio justo”, del Poder Judicial del Distrito Federal, los usuarios varones del TSJDF que fueron parte de un juicio y habían tenido una sentencia, sintieron que sus daños fueron reparados en mayor medida (33.5 por ciento) en comparación con lo que expresaron las mujeres (25.3 por ciento).
En el estado de Campeche, por ejemplo, en una encuesta aplicada en 2010 se obtuvo un dato importante: la percepción de las mujeres respecto a las instituciones que las atienden es que las “atienden”, pero no representan una solución al problema que plantean.
En el Diagnóstico 2013 de adolescentes y mujeres jóvenes, el 40 por ciento de las encuestadas revelan que si bien han vivido una situación de violencia, no lo denuncian porque no saben a dónde acudir.
Apenas hace unos días se dio a conocer, de acuerdo con la Encuesta de Victimización del Inegi, que el 60 por ciento de los casos que se consignan y en los que se obtiene sanción tienen que ver con éxitos menores, principalmente robos por montos menores a 2 mil pesos y que corresponden a los que se cometen en tiendas de autoservicio.
Algo similar a lo que ocurrió el fin de semana con la niña indígena en el estado de Guerrero, detenida por elementos de policía turística que acudieron al llamado del personal de la empresa.
En contraparte, si una persona de escasos recursos, indígena, morena y/o de la zona rural o marginada de las ciudades, presenta una denuncia, las posibilidades de que el hecho sea investigado y obtenga una sentencia favorable son muy remotas.
Y nuevamente el balance es: ser pobre, mujer y víctima aleja la posibilidad de tener acceso a la justicia, y con ello del ejercicio de la ciudadanía plena con todo lo que implica en desigualdad para las mujeres.
El camino hacia la justicia es más bien tortuoso, lejano y desconocido para la mayoría de las mujeres en el país, no sólo por la brecha que emocionalmente han de recorrer para tomar la decisión de emprender una denuncia al ser víctima de un delito.
El camino se alarga por los factores que intervienen, como la imposibilidad de pagar un representante legal y la existencia de defensores públicos sin compromiso, de poco conocimiento, interés, o en el mejor de los casos –si superan todos estos obstáculos– la carga individual de trabajo les imposibilita dar un acompañamiento efectivo.
Es creciente la cantidad de mujeres que requieren asistencia y acompañamiento por no saber cómo iniciar una demanda, para interponer amparos y para acceder a servicios y, contrariamente, en muchas instituciones de atención a los derechos de las mujeres existe más preocupación por la defensa de los Derechos Humanos (DH) de quienes cometen las agresiones, olvidándose de atender los derechos de las víctimas.
En medio de esta dificultad, la violencia institucional constituye el otro gran obstáculo que se hace insalvable para la mayoría de las mujeres que están lejos de encontrar en la figura del Ministerio Público a un fiscal que defienda a las víctimas, y en la gran mayoría de los casos las reciben con preguntas inquisidoras respecto a su sexualidad, su identidad, sus hábitos y estilos de vida.
La denuncia se convierte así en un calvario para ellas casi equiparable a una forma de tortura, en el que se juzga a la víctima y no al delito, y con un total desconocimiento de las leyes que protegen a las mujeres, pero también con falta de voluntad para hacerlo.
El acceso a la justicia se aleja más, precisamente por factores socio-culturales como es el desconocimiento de los DH en un país en el que hay escaso interés por su respeto, en un escenario social en el que prevalece el temor a la figura de los policías, los ministerios públicos, las y los servidores públicos, médicos y enfermeras, bien fundada en los malos tratos que derivan en la violencia institucional y el menoscabo de los derechos.
El sistema de justicia en el país parece entonces hecho para aquellos que pueden pagar un abogado y/o que pueden recurrir a conocidos que les ayuden a obtener sentencias favorables mediante “consejos” o “recomendaciones”, que sirven para recibir citas oportunas, que los casos sean considerados prioritarios o que los funcionarios les apoyen con trámites “expeditos”.
Lo anterior por supuesto no aplica a las personas que viven en condición de pobreza, cuya justicia es postergada; mucho menos para las mujeres que permanecen en las salas de espera, a las que se les piden “testigos” y cuya palabra no es suficiente para iniciar investigaciones, pero que por el contrario si son señaladas prontamente la policía acude a detenerlas aunque se trate de una botella de agua.
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