El pasado como un paseo a las ruinas
Por Luis Fernando Granados (*)
PARA MARTA ISABEL
En el ámbito de las ciencias sociales, el equivalente funcional de la nacionalización del petróleo y la espectacular expansión de la reforma agraria fue el establecimiento del Instituto Nacional de Antropología e Historia —hoy hace 75 años: el 3 de febrero, 1939—. Nacionalista en el doble sentido de buscar la reivindicación de la cultura mexicana y de contribuir a la consolidación del estado nacional —y por ello dedicado a proteger el patrimonio cultural del país a la vezque a encauzar su estudio y protección bajo la égida del gobierno—, el INAH fue así una más de las piezas de ese gran proyecto socioestatal que Adolfo Gilly, sin ingenuidad pero muy seriamente, bautizó como “utopía cardenista”.
Como el resto de su componentes, hace tiempo que el INAH —o quizá más bien: la idea del INAH— ha estado en la mira de quienes, lejos de compartir los presupuestos del nacionalismo revolucionario, desdeñan el principio mismo de que el gobierno federal puede y debe encargarse de la producción y la administración del conocimiento sobre el pasado y el presente de nuestro país. Ese acoso se ha expresado principalmente en la indefinición en la que, al parecer de manera deliberada, se encuentra el instituto desde la creación del Consejo Nacional para la Costura en las Tardes —como fue bautizado ¿por Jesusa Rodríguez?, ¿por Jaime Avilés?—, toda vez que el Conaculta carece de ley orgánica que lo regule y no obstante opera como la instancia suprema del estado en materia cultural. Como es fácil comprender, y resulta cada vez más evidente, eso ha provocado una erosión de la autoridad del INAH como la dependencia encargada de proteger el patrimonio histórico y arqueológico.
En cierto sentido, el problema de fondo no es tanto la subordinación burocrática del INAH al Conaculta como el hecho de que el organismo salinista no es una instancia de creación de conocimiento sino un órgano de difusión de la cultura (casi exclusivamente de las artes y la literatura). Al contrario que el INAH, que desde sus orígenes hermanó ambos aspectos del trabajo científico —por eso el instituto cuenta con tres instituciones de enseñanza superior, por eso hay investigadores en todos sus museos y centros regionales—, el Conaculta no administra ninguna escuela o centro de investigación. En el mejor de los casos, el Conaculta distribuye dinero que facilita la creación artística (a través del Sistema Nacional de Creadores) o la realización de proyectos (por medio del Fonca); en el peor, presenta como propias las escuelas y centros de investigación del INBAyL —otra criatura del nacionalismo revolucionario (en declive) que, como el INAH, ha sido sofocado sistemáticamente por el consejo.
El acento en la distribución del conocimiento, sin embargo, no puede atribuirse solamente a la superficialidad con que los gobiernos neoliberales entienden la función pública de las ciencias sociales y las humanidades. Casi desde sus orígenes, el INAH ha compartido algunos de los rasgos más problemáticos del enfoque gubernamental reciente, en especial su compulsión por promover el turismo en las zonas arqueológicas y la exposición de las “obras maestras” del arte prehispánico, precisamente porque —en tanto que órgano de ese régimen nacionalista— se ha comportado como si creyera que el pasado indígena no forma parte de la historia del país aunque el ombligo de la nación se encuentre efectivamente en la antigüedad precolombina.
Un ejemplo de esa mistificación estructural —en la cual, por supuesto, el estado posrevolucionario no hizo sino continuar la obra del porfiriato— fue la decisión, contemporánea de la creación del instituto, de escindir las colecciones históricas de los fondos arqueológicos y etnográficos que hasta entonces se encontraban reunidos en el Museo Nacional de Historia, Arqueología y Etnografía. El resultado fue que, a partir de 1944, la cesura temático-disciplinaria que distinguió a las ciencias históricas mexicanas en el siglo XX —los historiadores se ocupan primordialmente del pasado colonial y nacional, los arqueólogos son casi exclusivamente prehispanistas, y que los antropólogos estudien indios al margen de la historia— se acuerpó de manera acaso irreversible en dos compartimentos estancos: las espadas y los carruajes en el cerro de Chapultepec, y las piedras y los tepalcates, pero también los huipiles y los dioramas, en la calle de Moneda (y desde 1964, en el monumento de Pedro Ramírez Vázquez).
Por eso apenas si sorprende que, en los primeros 75 años de su existencia, el INAH haya sido sobre todo una institución arqueológica —hacia adentro, en lo que toca a su presupuesto y personal; hacia afuera, en la percepción pública de su trabajo—; como si el pasado objetivado en las ruinas prehispánicas fuera el único patrimonio que vale la pena conservar, estudiar y experimentar. (Ni quien se acuerde de lo que hacen lingüistas, etnólogos, restauradores y antropólogos físicos.)
(*) Este texto se publicó originalmente en http://elpresentedelpasado.com/2014/02/03/el-pasado-como-un-paseo-a-las-ruinas/
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