La mucha suspiradera
Casa de citas/ 153
Hace tiempo, en alguna Casa de citas anterior, comenté un libro de antropología de Andrés Fábregas Puig, quien, con base en su conocimiento sobre el estado, proponía que una comida generalizada en todos los estratos sociales y en toda la geografía chiapaneca era el caldo de gallina.
Parece que ocurre así en otras partes del país, pues leyendo Juan Rulfo, los caminos de la fama pública (Fondo de Cultura Económica, 1998), antología realizada por Leonardo Martínez Carrizales, me hallo con este párrafo de Archibaldo Burns (p. 72): “Nos dice Jorge Santayana que en una de las numerosas ocasiones en que su padre temió estar en el lecho de muerte, de pronto tuvo el deseo de tomarse un caldo de pollo, y lanzó un grito que resonó en toda la casa: ¡La Unción y la Gallina!”
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Leo Aire de las colinas, cartas a Clara, de Juan Rulfo (edición de Alberto Vital, Plaza y Janés, 2000), que son 81 cartas (p. 8) “escritas entre octubre de 1944 y diciembre de 1950”, dirigidas a Clara Aparicio, su novia entonces, luego su esposa y ahora su viuda.
Este es un Rulfo íntimo, que escribe como siente, como es, sin poses (p. 39): “”El médico que me atendió me dijo que estaba perdiendo la memoria y que, por lo tanto, me reguileteaba el coco”
Muchas líneas suyas son un juego (p. 61): “Y acuérdate de este muchacho aunque sea cada parpadeada que des.
“Con todo mi aborrecimiento. Juan.”
Una broma (p. 63): “Y estoy de acuerdo contigo en todo, menos en eso de lo hermosa que estás, pues yo sé y todos sabemos que eres la chachinita más horripilante que habita este ancho mundo”.
Aunque llama a Clara Aparicio de muchos modos juguetones, hay momentos de mayor hondura (p. 103): “Eres, ya te lo dije hace muchos años, como el aire de las colinas, que golpea con golpes suaves y llenos de cariño”.
Y hay en sus cartas, por supuesto, mucha de su concepción de vida y, por tanto, de su concepción literaria. En estas líneas se refiere al tiempo, que es todo un tema en sus dos libros magistrales: El llano en llamas y Pedro Páramo (p. 156): “[…] Amorcito feo. Aquí los días y las noches cada vez se hacen más cortos y el tiempo más pequeño. A veces quisiera estar en algún perdido lugar de algún cerro para poder ver pasar el tiempo y agarrarlo y ver si se detiene”.
Como casi todos saben, Rulfo no se apellidaba así. Su nombre completo (con un orden distinto en distintos papeles) era Carlos Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno. En Perfil de Juan Rulfo (Praxis, 2001), de Sergio López Mena, se cuenta la historia de un amigo de infancia, Luis Gómez Pimienta, quien leyó primero “Talpa” y luego El Llano en llamas, y quedó encantado. Después de mucho tiempo, en un restaurante se encontró con Juan Pérez Vizcaíno. Se reconocieron y conversaron hasta que el restaurante cerró. En la calle, el amigo preguntó (p. 32): “Oye, Juan, ¿que tú escribes?” “Sí.” “¿Tú eres Juan Rulfo?” “Sí, yo soy Juan Rulfo.”
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El fracaso es un estafilococo
Luis Eduardo Aute,
en “Hay cosas peores”
Me gusta cómo habla la gente, los giros que improvisa o que parecen ya estar en desuso; las descripciones que intentan ser precisas, inatacables. A veces oigo y apunto.
Una señora habla de cómo ha bajado la hinchazón de su rodilla: “Se me está desbalagando mi bolita”; otra menciona con certeza las partes adoloridas de su cuerpo: “Me duele la semilla del ojo y la tacita de la rodilla”, y alguien más describe un accidente: “Se le rompieron las cañitas de las muñecas”.
Un hombre comparte la alegría de sentirse sano: “Me despierto y me dan ganas de alevantarme”, y otro es más enfático: “Hoy me siento más chingón”.
A otra señora le parece que no es la tacita, sino la “tapita” de la rodilla el nombre correcto y una siente que algo más que la salud está en juego cuando se enferma: “El dolor me ofende”.
Un señor sabe que hay cosas que el organismo hará hagamos lo que hagamos para evitarlo: “El cuerpo hace su deber”, y hay varias maneras de nombrar el insomnio, como ésta: “Mucho dilato despierta”.
Hay quien no está tan familiarizado con el palabrerío técnico, pero se atreve a explicar el tratamiento para el cáncer que le aplicaron a una persona cercana: “Le dieron equinoterapia”, y hay el otro que habla con la mayor claridad: “Siento un acabamiento en la boca del estómago”.
Se puede señalar con precisión la dolencia: “Aquí me jala el dolor”, y la melancolía: “He tenido mucha suspiradera”.
Las confidencias a veces suben de nivel: “Tuve un aborto. Arrojé como un huevo de guajolota”, y a veces los símiles son necesarios: “Esa mujer es más brava que una nauyaca”.
Y hay los que piensan en el sueño como una pista para elevarse hasta el cielo: “Estaba a punto de dormirme. Ya iba a agarrar vuelo cuando sonó el teléfono”.
Sobre todo la sinceridad: “Soy muy ruin para tomar pastillas”, la duda razonable: “¿Y se compone lo tatarata?”, y la información gráfica: “Me cuesta orinar. Y sólo puedo jalándomelo, ordeñadito”.
Para una mujer mayor de 80, el tiempo se vuelve muy relativo. Le preguntan desde cuándo es viuda y contesta: “Hace 20 o 40 años”.
Y hay diferencias entre un hombre de ciudad: “Me duelen los testículos. Pero la parte de afuera: la mochilita”, y un hombre de campo: “Siento dolor en el morralito de los coyoles”.
“Mis ojos ven mucha telaraña”, dice una mujer, y otra afirma después de una terapia particularmente dolorosa: “Hace años que un hombre no me hacía llorar tanto”.
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En Prométeme (Zvet, 2007), de Emir Kusturica, una película disparatada, anárquica, llena de música y locuras (como suelen ser las cintas de este director serbio), un jovencito casi niño deja el pueblo de dos casas y va a la ciudad, a instancias de su abuelo, para cumplir tres objetivos: vender una vaca, comprar una imagen de San Nicolás y conseguir una esposa.
Tsane, el nieto, no sabe cómo elegir a una mujer, pero el abuelo le dice que no se preocupe: “La reconocerás”. Eso ocurre. En cuanto ve a Jasna sabe que es ella.
Luego de sus aventuras locas, del rescate de su amada y cuando van dentro de la cajuela de un coche, manejado por sus hermanastros, con posibilidades de ser muertos, Tsane reflexiona:
—Ahora lo tengo todo.
Su enamorada lo ve y le puntualiza, antes de intentar darle un beso.
—No tienes un recuerdo.
Él la detiene:
—No quiero que me beses como un recuerdo.
—¿Entonces?
—Bésame por la vida.
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Cuba me visita. Mi querido amigo Sarelly Martínez ha enriquecido mi biblioteca desde hace años. Hubo una vez, por ejemplo, que viajó al Distrito Federal con tiempos holgados y muy amablemente me dijo que visitaría varias librerías, que le diera incluso una lista de libros que necesitara comprar. Lo hice y quedamos que a su vuelta haríamos cuentas. Me entregó dos bolsas con libros (veinte-treinta) con la sorpresa de que, además, me los daba en obsequio.
Tengo en gran aprecio, también regalo suyo, una edición antigua de Los Lusiadas, de Luis Camoens, y muy recientemente me visitó para entregarme dos nuevos libros que compró para mí en su viaje a Cuba: Presiones y diamantes, de Virgilio Piñera, y El pájaro: cincel y tinta china, de Ena Lucía Portela.
Muy cercana a mi afecto es también Nedda G. de Anhalt, quien nació en Cuba y vive en México desde hace mucho. Es un gusto verla, hablar, compartir un café con ella, ser su amigo. Me ha mandado de regalo dos nuevas publicaciones suyas: el libro de poemas Al día siguiente y otro, Rosario Castellanos. Rosario memorable, en donde incluyen un largo ensayo suyo.
Libros y amigos, qué magníficos regalos.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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