Dos sexos
Casa de citas/ 150
Eduardo Hidalgo tiene una particular rara en los poetas: buen humor; por fortuna, esa virtud la tiene también en su trato personal. De los seis libros que ha publicado, sólo no he leído el de 2013 (Me pregunto si); en cambio releo en su mayor parte los poemas que decidió incluir en Autotomía (Public Pervert, 2013), título que alude a la característica de ciertos animales para hacerse autoamputación de órganos no vitales (la cola de la iguana, por ejemplo).
El título, por ello, es polisémico: Eduardo se corta de sí algunos de sus poemas, sin morirse, para darlos a nosotros, los lectores; o los poemas son cortados de sus libros originales para hacer esta selección. En fin, buena forma de llamar a un libro que está hecho de otros libros. Pero el título, además, ya en el juego, tiene un largo subtítulo que sólo puede aplicarse al antologador: “Antología de poetas nacidos en nueve de septiembre de 1963, a las 15:00, en Huixtla, Chiapas”.
El epígrafe general es muy bueno (p. 5): “Agradezco/ profundamente/ a Dios/ el haberme concedido dos sexos:/ el mío y el de mi mujer”.
No en todos sus poemas tañe la misma nota, aunque sí busca particularidades, originalidad (p. 18): “Desde su ventana el día ve cómo lluevo/ qué triste/ qué larga/ qué monótona mi lluvia desde su cristal/ Entre las cortinas descorridas de las cinco y media de la/ tarde/ lluvia tras lluvia lluevo y lluevo/ y una tierna tristeza me crece como un árbol”.
La última sección, “Todas las cosas se parecen a su sueño”, es un breve tributo a Efraín Huerta. De allí este “Pez” (p. 48):
Así como están
las cosas
en la tierra
quisiera ser pez:
más vale
ser algo
que nada.
Hace tiempo que no veo personalmente a Eduardo; leerlo es una forma de encontrármelo de nuevo y ha sido para mí un enorme gusto.
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Dentro de la cuidada y lujosa serie en gran formato de Grandes museos del mundo, leo, veo y disfruto del tomo “Museos de Nueva York” (Océano, 1988). De la introducción es este simpático párrafo que habla de cuando el polémico Andy Warhol (1928-1987) visitó en Madrid el Museo del Prado (p. 12): “Lo recorrió como una exhalación en breves minutos, pero se demoró luego, largamente, en la tienda de postales y bibelots, lugar, según él, donde se encontraba el arte más representativo de su tiempo”.
Edgar Degas (1834-1917) dice, a propósito de algún comentario sobre su obra (p. 90): “Le aseguro que ningún arte fue jamás menos espontáneo que el mío. Todo lo que hago es el resultado de la reflexión y el estudio de los grandes maestros; sobre inspiración, espontaneidad, temperamento… no sé nada”.
Vincent van Gogh (1853-1890) escribe (p. 95): “Prefiero pintar ojos de seres humanos en vez de catedrales, ya que hay algo en los ojos que no está en las catedrales, no importa lo solemne e imponente que éstas puedan ser. El alma de un hombre, así sea la de un pobre vagabundo, es más interesante para mí”.
Escribió Thomas Cole (1801-1848) en su diario (p. 113): “No viviría en donde jamás hubiera tormentas, pues en su torbellino traen consigo la belleza”.
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Me hizo reír, casi me hizo llorar, me divirtió y me conmovió El bordo (FCE-SEP, Lecturas Mexicanas 31, 1960), de Sergio Galindo (Jalapa, Veracruz, 1926-1993). Es una novela escrita por un hombre que conoció muy bien las entretelas de la humanidad y que sabía muy bien su oficio de escritor. Aquí unas líneas suyas (p. 32): “Bodas, nacimientos, muertes: eso es la vida”.
Hugo, el personaje clave en la novela, se acaba de casar. Se lleva fuerte con sus trabajadores (p. 36): “Hugo se sobó los testículos distraídamente.
“—¿Qué?… –preguntó Lucio conteniendo la risa–. ¿Trabajan mucho?”
Esto piensa Esther, la esposa de Hugo (p. 61): “Amar implica ser absolutamente de otro que al mismo tiempo se posee”.
Esto piensa Hugo de su tía (p. 74): “La vieja no es mala; lo malo es que a veces se porta como una perra”.
El narrador interpreta lo que piensa Joaquina, la tía española (p. 164): “La vida era un conjunto de hilos sueltos, un encontrarse y perder gente, un desear cosas sin sentido una vez alcanzadas, un obcecado construir y destruir pequeñeces para llenar un vacío demasiado estrecho para contener nada”.
Una vieja tía de otra de los personajes se va sola de paseo y cuando vuelve cuenta (p. 183) “que vio tantos gringos en Nueva York que le parecía estar en México”.
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Para una conferencia (doy una cada mes), releí Dublineses (o Gente de Dublín, como también lo traducen), de James Joyce. Un disfrute. En “Duplicados” hay un pasaje muy divertido. Un hombre enfurecido reclama a un empleado una falla en el servicio; éste dice que nada sabe acerca del reclamo. Entonces, el hombre furioso le pregunta (p. 79): “¿Me toma usted por un idiota o qué? ¿Cree usted que soy un completo idiota?”
Y él responde (“su lengua tuvo un momento feliz”): “No creo, señor, que sea justo que me haga usted a mí esa pregunta”.
En “Los muertos”, el cuento largo que cierra el volumen, una mujer, mientras está con su pareja, recuerda al joven muerto que murió por ir a verla. Ni siquiera se dieron un beso ni fueron novios, pero ella no lo olvida.
Hace mucho tiempo, tendría yo 18-19 años, tuve una novia que a su vez tenía una amiga, a quien invitó su novio a una reunión en las afueras de la ciudad. Mi novia me pidió acompañarla. Fui. Decidimos quedarnos en un corredor lleno de plantas y no entrar en la sala donde el novio cantó una canción de amor a la amiga de mi novia. Me impresionó la capacidad vocal, la coloración, la interpretación de aquel joven desconocido (no lo conocí, porque nosotros nunca llegamos al meollo de la fiesta). La canción le quedaba a las mil maravillas y el público aplaudió durante minutos.
La amiga de mi novia y él ya tenían planes de boda. Días después, mi novia me contó que el joven cantante era piloto y había muerto en un accidente de aviación. La muchacha estuvo inconsolable un tiempo y luego se casó (quién sabe por qué) con un hombre viejo (ella veintitantos, él por los sesenta) y pobre. La vi alguna vez en el mercado, con chanclas, con una evidente pobreza y desarreglo personal. Iba con su marido, quien parecía borracho y se veía decrépito.
Tal vez ella, como en la historia de Joyce, sueñe con aquel muerto.
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“Decantarse por un libro significa posponer todos los demás”, dice Henry Hitchings en su entretenido libro Saber de libros sin leer (Planeta, 2011). El volumen supone que la gente quiere conversar de libros, pero que nunca querrá leerlos. La simpática contradicción de escribir un libro para gente que no quiere leer libros bastó, supongo, para que, luego de leer algunas páginas, dejara pospuesta la lectura de El asno de oro, de Apuleyo.
Hallé recompensas (Pp. 14-15): “Leer es uno de los placeres de la soledad, y sus recompensas son (principalmente) egoístas. Esto también es difícil de transmitir a quienes no las han probado. Por mucho que quieras, no puedes enseñar a alguien el arte de estar solo”.
Aparte de clásicos más o menos manejables (Dublineses, Ulises, Retrato del artista adolescente…), James Joyce escribió Finnegans Wake, un libro oscuro, complejo, hecho en buena medida de juegos de palabras. Ezra Pound, dice Hitchings, opinó que (p. 24) “la única justificación para leerlo sería que ese acto sirviera para curar una enfermedad venérea”.
Hitchings habla de novelas, teatro, poesía y libros sagrados; de estos últimos dice (p. 141): “A veces se sostiene que existe un versículo en el Corán que promete que a quienes mueran en nombre del islam se les recompensará con la posibilidad de desflorar a setenta y dos vírgenes. Una afirmación a raíz de eso es que los suicidas musulmanes que se autoinmolan con bombas se envuelven el pene con muselina para que esté limpio y preparado para el festín carnal”.
Habla de Carlos Marx (p. 245): “Una de las cualidades inesperadas en El capital es que es una obra literaria que parece un híbrido entre las notas irónicas de la conferencia de un científico loco y una novela experimental”.
Hace tiempo tuve una breve contienda en un diario con mi amigo Enrique García Cuéllar. Yo dije algo sobre la literatura diferenciándola del “mero periodismo”. Los dos argumentamos y quedó el asunto zanjado. A ver si no me escribe de nuevo (si es que me lee) por esta cita del crítico literario Cyril Connolly (p. 266): “La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces […]. Lo que se lee una vez […], no pasa de ser periodismo”.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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