Chiapas y los “juegos del hambre”
Sexenios van y vienen, partidos distintos suben al poder, promesas se renuevan cada seis años, los balances oficiales nos anuncian un presente mejor, pero la terca y miserable realidad no cambia. La pobreza, bajo estas circunstancias, sí parece ser destino para Chiapas: décadas después de “luchar” contra la desigualdad y a pesar de miles de millones de pesos gastados, el panorama social sigue siendo desolador.
La representante del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en México, Isabel Crowley, nos recordó en nuestro propio territorio que la población infantil chiapaneca ocupa el nivel más elevado de pobreza del país, materializada en alto rezago educativo, de salud, desarrollo corporal y social.
Dicho diagnóstico está avalado por las cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, las mismas que sirvieron de sustento para ubicar a la población con hambre, la expresión más atroz de la marginación y la desigualdad que viven más de 7 millones de mexicanos.
Sin embargo, la respuesta institucional a este lacerante problema no ha estado a la altura del desafío que significa; su actitud ha sido apocada, vacilante y manipuladora. Cuando Enrique Peña Nieto anunció la Cruzada Nacional contra el Hambre en enero del año pasado, el objetivo anual era conseguir resultados significativos en 400 municipios del país, pero seis meses después esa cifra se redujo a sólo 80 demarcaciones. Chiapas fue una de las entidades que más resintió el recorte, pues de los 55 municipios que inicialmente se habían contemplado, sólo quedaron incluidos 12, todos de mayoritaria población indígena.
Lo que se pretendió fuera una “cruzada nacional”, quedó en simple programa regional parchado tanto en alcance como en recursos; lo que se pensó como un detonante de movilización social solidaria con los más desposeídos, se redujo cuando mucho a brigadas comunitarias de apoyo; lo que se quiso hacer creer como una iniciativa de Estado, blindada a los intereses políticos, pronto se le cayó el velo al descubrirse que en Veracruz los priistas se preparaban para darle uso electoral.
En este contexto, las expectativas sobre “Sin Hambre”, se desplomaron en la misma proporción en que cayó la “voluntad” gubernamental de combatir la pobreza alimentaria de millones de mexicanos, entre ellos millón y medio de chiapanecos. Apoyada en una campaña de publicidad engañosa, la lucha contra la desigualdad ha quedado circunscrita a la aplicación de paliativos que no transformarán la realidad cotidiana de los pobres. En nuestra entidad, criar aves de traspatio, saber repostería, recibir despensas de vez en cuando, y por supuesto, los abrazos para la foto, no cambiarán significativamente la situación económica de las personas ni mejorará su nivel de alimentación.
Ante la falta de convicción para disminuir la miseria, los políticos y los gobernantes prefieren la simulación. Y para tal fin han perfeccionado la cultura de la dádiva. Desde el más encumbrado de los funcionarios hasta el más gris de los diputados o alcaldes, recurren a la práctica de la limosna como sustituto de la política pública de combate contra la pobreza. Con obsequios baratos intentan ganarse la aceptación de la gente y dejan de lado su responsabilidad institucional. En el plano del desarrollo económico, se privilegia el subsidio sobre el financiamiento productivo, lo cual crea una perniciosa relación de dependencia capitalizable en épocas electorales.
Así se juega con la necesidad de la gente en el estado más pobre del país. Así se juega con el hambre de los desposeídos. Un juego muy riesgoso que podría revertirse con costos muy altos.
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