Fantasía Rojinegra
Por Luis Fernando Granados (*)
Sólo un acto de fuerza impedirá que se consume la privatización del petróleo. Las muchas expresiones de repudio de las últimas horas, importantes como son, no bastarán para impedir que los congresos estatales se plieguen a la voluntad del gobierno federal y completen el proceso de reforma constitucional. Ni las lamentaciones privadas ni las marchas ni los artículos de opinión ni esos plantones absurdamente llamados “bloqueos” y “tomas” que Morena y el PRD organizaron frente a y en las cámaras del congreso. Como antes el debate de ideas y la política institucional —la del juego parlamentario y la alquimia electoral—, la política como acto callejero parece haberse agotado definitivamente. (Y la ley que coartará la expresión pública de las ideas terminará por estigmatizarla.)
Desde hace tiempo, una de las peculiaridades de nuestra cultura política es que, aunque los problemas que provocan la protesta social son como en el resto del tercer mundo eminentemente pedestres (en el sentido de que conciernen a la vida cotidiana de buena parte de la gente), su resolución no ocurre en la calle sino, como en las sociedades desarrolladas, en los medios, las instituciones del estado y en pequeños cónclaves oligárquicos. ¿O cómo es que las apabullantes manifestaciones de 2006 —las más grandes en la historia del país— no concluyeron como los mítines cairotas de 2011 sino como las concentraciones londinenses de 2003? ¿Cómo es que un mitin, o una serie de mítines, tiene efectos tan contundentes en lugares como Río de Janeiro, Kiev y Bangkok pero no en la ciudad de México, cuando que los problemas de exclusión social y política que han precipitado la movilización ciudadana son más o menos los mismos en las cuatro ciudades? A lo mejor no es más que una forma de mestizaje estructural: el hecho es que, en el último medio siglo, “salir a la calle” dejó de ser un modo relativamente efectivo de la subversión para convertirse en un espectáculo estéril, fácilmente manipulado por la televisión.
Manifestarse en las calles, en la prensa y en la tribuna del congreso recuerda un poco, toute proportion gardée, el modo en que Francia, Alemania, Gran Bretaña, Austria, Italia, Turquía y Rusia intentaron derrotar a sus enemigos durante la primera guerra mundial: a fuerza de aplicar neciamente una táctica cuya efectividad la realidad negaba una y otra vez. Por más que sea indispensable hacer público el calendario de la última sesión del “constituyente permanente”, rodear cada uno de los congresos locales a la hora en que afirmen su lealtad al gobierno de Peña Nieto e incorporar los nombres de quienes voten la reforma a la lista de los 95 senadores que precipitaron esta fase del conflicto, parece inevitable augurar que, también en el caso presente, la realidad seguirá estropeando nuestros mejores deseos: si nada de lo que se ha intentado hasta ahora ha surtido el efecto deseado, es poco probable que la mera repetición de éstas u otras acciones semejantes producirá un resultado diferente.
El anarquismo histórico, sobre todo en Italia y España a principios del siglo XX, imaginó a la huelga general como el único mecanismo insurreccional capaz de ocasionar el colapso del estado sin comprometer el carácter democrático de las organizaciones obreras ni abrirle la puerta al militarismo de soldados y revolucionarios profesionales. En ausencia de un movimiento obrero como el de entonces, por no decir nada de la suerte de los intentos concretos que alguna vez se emprendieron para realizarla —y, por otro lado, dada la atomización de las organizaciones sociales contemporáneas—, parecería absurdo suponer que algo semejante pudiera practicarse en el México de principios del siglo XXI. Una huelga general requiere trabajadores y organizaciones que hace tiempo desaparecieron de nuestro entorno.
Pero, ¿y si la huelga no fuera obrera sino gubernamental? O mejor: ¿no sería posible inducir el círculo virtuoso al que aspiraba el anarcosindicalismo desde el estado mismo que se aspira a destruir? El carácter del sistema político mexicano de nuestros días, así como la trascendencia de la reforma constitucional que acaba de aprobarse, permiten y exigen una acción de este tipo, no obstante que en principio parezca tan irresponsable como inocente. Por un lado, porque cinco estados de la república y más o menos el diez por ciento de los municipios del país son gobernados por un partido que se dice vinculado política e ideológicamente con la “utopía cardenista”. Por el otro, porque la reforma de Peña Nieto y sus aliados ha comprometido a tal punto la viabilidad misma del estado mexicano que carece de sentido seguir soñando con que un día el gobierno federal caerá en buenas manos y puedan revertirse los efectos más graves de la política neoliberal.
No obstante su corrupción y su confusión ideológica, en otras palabras, el PRD tiene todavía la capacidad es alterar de modo decisivo el curso de los acontecimientos. Si Miguel Mancera, Graco Ramírez, Ángel Aguirre, Gabino Cué y Arturo Núñez —y con ellos todos los regidores, alcaldes, diputados locales, senadores y diputados federales— iniciaran una huelga, si aprovecharan el poder que tienen para precipitar una movilización general que paralice efectivamente al país, a lo mejor todavía es posible obligar al gobierno federal a desistir de su propósito privatizador.
(*) Luis Fernando Granados, doctor en historia por la Georgetown University, es profesor visitante en Skidmore College.
Fuente: http://elpresentedelpasado.com/2013/12/13/fantasia-rojinegra/
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