Definición de pedo

Postal de Bombay en la India.

Postal de Bombay en la India.

Algún lector podrá pensar que esta Arenilla es grosera. Ese lector no sabe que “pedo” fue la palabra más mentada de este año que ya huele a pavo horneado. De acuerdo con el Departamento de Estadística, de la Concejalía Lingüística Hispana, el ciento por ciento de los jóvenes de México mencionaron más de una vez la palabra “pedo” y no por motivos de flatulencias.

Según el diccionario, pedo es “la ventosidad que se expulsa del intestino por el ano”. El escritor James Joyce no tenía confusión en tal sentido. A su amada Nora Barnacle, de manera amorosa, le decía “mi pequeña Nora pedorra”.

Hoy, disculpen ustedes, la palabra pedo ha perdido toda su fusta olorosa, todo su encanto de ala de colibrí, y se ha quedado en un mero vocablo que los jóvenes usan sin piedad. De hecho, si algún imberbe mozalbete leyera estas líneas me preguntaría: “¿Qué pedo, güey?”, y yo, iluso, inocente, diría que no me eché alguno. Porque en tiempos en que fui niño, el pedo era lo que el diccionario consigna. Todas las tardes las pasaba con mi abuelo, en su tienda, al lado de “Ulises”, un perrito callejero que había adoptado. Mi abuelo vendía cortes de tela para pantalones. A mí me gustaba estar con él, a pesar de que era un pedorro. Me gustaba estar en su tienda porque tenía un radio de tres bandas. En cada una de las bandas estaban escritos los nombres de las ciudades de donde podían sintonizarse las estaciones. En una banda, con letras amarillas, venían escritos los nombres de La Habana y de Santiago; en la banda de en medio, estaban escritas, con letras verdes, los nombres de Bombay y de Delhi. Yo le preguntaba a mi abuelo si en verdad podíamos oír estaciones de la India, ¿podíamos, desde Comitán, oír estaciones que estaban en el otro lado del mundo? Él, con una suficiencia de catedrático, metía los dedos pulgares en los bolsillos del chaleco de corte Inglés, y decía ¡claro, hijo, acá tenemos el mundo en nuestras manos! Lo cierto es que jamás oímos alguna otra estación más que la W, de la ciudad de México. No obstante esta ligera frustración, porque cada vez que le pedía que escucháramos una estación de Bombay, él me decía que su música era muy compleja y no iba a entenderla, ¡me gustaba estar con él!, a pesar de los pedos que, a cada rato, se aventaba. Yo sabía cuando él se iba a pedorrear porque levantaba una nalga sobre el asiento y dejaba que la ventosidad hallara un camino menos incómodo. Yo procuraba sentarme en un espacio retirado de su silla y siempre frente a él. No obstante, como si fuesen oleadas, me llegaban los olores fétidos del culo de mi abuelo. Una tarde en que, de manera especial, sus pedos estaban más “aromáticos” que nunca, se echó uno justo en el instante en que un comprador entró a la tienda. El comprador ya no tuvo tiempo para dar las buenas tardes o para pedir los dos metros de tela que deseaba para el pantalón, la pestilencia le llegó directo al hígado de su nariz, como si el hedor fuese un derechazo de boxeador. Vi que el comprador apoyó una mano sobre el mostrador, mientras la otra la llevaba como teleférico en caída libre a su nariz y la cubría. Mi abuelo se sonrojó tantito, pero un segundo después recuperó la compostura, me vio y dijo: “¿Fuiste tú o fue Ulises?”, y tomó un periódico y abanicó el aire, echando toda la peste en la cara del comprador que no resistió más y salió a vomitar a mitad de la calle.

Antes ¡eso era un pedo! Algo natural. No sé, de veras no sé, en qué momento el pedo tomó otra connotación. Ya cuando fui adolescente (y mi abuelo había muerto) mis amigos mencionaban la palabra a cada rato, como sinónimo de borracho, de bolo. Así decían que el papá de Ramón era “bien pedo”. A mí (inocente, insisto) me costaba trabajo imaginar por qué adosaban la palabreja a cualquier borracho. Lo único rescatable era que, el pedo, al fin, ¡tenía rostro! Los pedos silenciosos, por lo regular, se escabullían entre la multitud y uno no podía asegurar quién se lo había echado. En cambio, cuando alguien decía que el papá de Ramón era bien pedo, uno ya podía mirar el rostro del pedo. ¡Por fin! Comencé a imaginar que los pedos tenían la cara del dueño. En efecto, el papá de Ramón era un viejo gordo, con las papadas que le caían como cascadas de grasa. Así deben ser sus pedos, pensé. ¡Me dio asco! Desde entonces evité ir a la casa de Ramón, aunque su papá, dos años después, entró a Alcohólicos Anónimos y jamás volvió a empedarse.

Poco a poco imaginé más. No sólo los hombres se parecían a sus pedos, también las muchachas bonitas. Ana, por ejemplo, que era flaca como guía de chayote y cuyo rostro (¡qué coincidencia!) tenía unos cabitos como espinas de chayote, debía expulsar pedos delgados que sonarían como flauta de carrizo. ¿Y mi amada? ¿La muchacha de la cual yo estaba enamorado? Nunca imaginé qué clase de pedos se aventaba, porque corría el peligro de desenamorarme. Aunque, ahora que tengo cincuenta y seis años de edad, pienso que tal vez no hubiese sucedido tal cosa, porque, de acuerdo con mi prima Elena, ¡los ángeles no se pedorrean! Y ante esto no queda más que decir: ¡qué buen pedo!

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