De murciélagos
Un murciélago, apenas destetado por su madre, apareció en la ventana de mi cuarto. Mis hijos, compadecidos por su cuerpo pequeño y su cara extraña, lo metieron en una caja de zapatos.
En ese escondite, que lo protegía de la claridad, el murcielaguito pasó el día colgado de una playera vieja. Mi hija, que adora las víboras y bichos de este tipo, habría la tapa de la caja y le acariciaba la espalda; en respuesta recibía, unos chillidos suaves y agradecidos.
Pasó algunas horas el murcielaguito sin hacer ruido. Pensé que había muerto, porque todavía no me explicaba cómo había llegado a mi ventana y que no pudiera volar. Mi esposa dice que había más murciélagos afuera, que se lo querían llevar, pero con el sol encima, tuvieron que huir. “A de haber sido su mamá y su papá”, dijo Rodrigo, mi hijo, quien se mantenía alejado, a distancia prudente del animalito.
El murciélago había tenido suerte de estar ahí tirado sin que se lo haya devorado Mafufo, mi gato, que es un cazador extraordinario de ratones. Una madrugada antes me había despertado con sus maullidos y sus azotones, al haber cazado a una tortolita descuidada o enferma. En sus garras aquella presa era una pelotita de unisel que saltaba por los aires y que cuando caía le dejaba sentir encima su cuerpo de gato panzón.
Fue una suerte, digo, que el Mafufo, con su energía de gato joven y rebelde, no descubriera al muercielaguito abandonado y lo convirtiera en un juguete nuevo entre sus manos. Ahí en la caja durmió y curó sus alas frágiles y tiernas.
Cuando en mi niñez encontrábamos a algún murciélago extraviado lo matábamos con el mayor sadismo que jamás se conociera. Imitábamos las películas de vampiro al ensartar, a los pobres animalitos, varias estacas que imposibilitaran, si es que acaso revivían, su retorno con sus parientes. Buscábamos que alguna de las estacas le atravesara el corazón.
Al día siguiente, cuando volvíamos a juntarnos con los amigos del barrio, después de una jornada escolar aburrida y pesada, íbamos a ver con sigilo si el murciélago seguía ahí o ya había escapado y se había juntado con sus amigos chupasangre. Nos llenaba de terror de que en el lugar de sacrificio encontráramos a una parvada de murciélagos dispuestos a bebernos la sangre en venganza de su amigo muerto.
Abandonábamos el murciélago cuando, después de varios días, su cuerpo había sido ya atacado por hormigas o por gusanos. Sólo entonces nos sentíamos satisfechos porque sabíamos de que ese vanpirito, de cara diabólica, no atacaría más a ninguna persona inocente, mucho menos a propagar su extraño gusto de sorber sangre humana.
Después, ya grande, me enteré de la importancia que tienen los murciélagos para la agricultura; que casi todos son fructívoros o insectívoros, que sólo unas cuantas especies, de las más de mil existentes, se alimentan de sangre de ganado. Sin los murciélagos, dicen los que saben, no se completaría la polinización en muchas plantas y árboles, ni tampoco se esparcirían los semillas de forma tan variada en los bosques.
Mis hijos, con los programas de televisión que han visto sobre estos animales y los cursos de verano que han tomado en el Zoológico Miguel Álvarez del Toro, se apiadaron del pequeño bebé con cara de ratón. Lo cuidaron y lo mimaron durante la mañana.
A partir de las cinco de la tarde escuchamos aleteos en la caja de zapatos, pero decidimos no liberarlo pronto porque aún no había anochecido. A las seis y media, cuando ya había oscurecido, mi hija abrió la caja para ver cómo estaba el animal rescatado. El murciélago, al verse liberado, emprendió el vuelo. Del vestidor pasó a mi cuarto. No sabía cómo encontrar la salida. Pensé que se azotaría contra los cristales de las ventanas. Pero no, su vuelo era suave y acompasado, y cuando se cansaba se detenía a descansar, colgado de sus patas.
Mis hijos, mi sobrino, quien está de visita, y mi esposa decidimos sacar al murciélago de mi cuarto y llevarlo a una pequeña sala donde podría escapar. Armados de toallas y playeras, después de diez minutos de afanoso trabajo, el murcielaguito salió de mi cuarto y encontró la salida hacia un cielo fresco y brillante de diciembre.
Tuvo suerte de caer en manos de mis hijos, niños compasivos y sensibles, y no en las mías que hace muchos años llenaron de terror y sufrimientos a cuantos murciélagos llegaron a mis manos.
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