De falsificaciones y otras historias
Marcos Ornelas/www.elpresentedelpasado.com
Quien haya dedicado algunos años de su vida al estudio del pasado no debería sorprenderse por encontrar falsificaciones históricas con insistente y preocupante frecuencia. Se habla de falsificación y no de plagio porque de entrada debe aceptarse que en el pasado la actividad de “reescribir” lo que alguien más escribió para hacerlo pasar como propio no necesariamente persiguió la obtención de un beneficio personal o la fama. No puede suponerse en todos los casos la individualización alcanzada en el actual mundo moderno e igualarla sin más con la que pudo darse en otros tiempos y civilizaciones. No sin caer en un anacronismo.
Alfonso Reyes avisa ya de la “reescritura” practicada por historiadores jonios que precedieron a Heródoto (“La historia antes de Heródoto”, en Junta de sombras. Estudios helénicos [México: Fondo de Cultura Económica, (1949) 2009], 124-156). Un buen motivo para “reescribir” algo era poderlo amplificar, esto es, hacerlo resonar para darle mayores oportunidades de ser conocido y escuchado, objetivo que se lograba mediante la reescritura. Y si a esta reescritura se sumaba la intención de hacer parecer que el texto lo escribió alguna otra persona distinta de mí (utilizando un eufemismo, el concepto utilizado aquí es “pseudónimo” o “pseudoepígrafo”), entonces tenemos ya lo que parece ser fue el pasatiempo favorito de los primeros cristianos. Muchas falsificaciones cristianas —de textos conocidos como apócrifos, aunque también de escritos canónicos— se acomodan a este caso. ¿Qué mejor manera de popularizar (o de atacar) una determinada doctrina que hacerla pasar como si hubiese sido escrita por un apóstol o ponerla en labios del mismísimo Jesús?
Por ejemplo, los cuatro evangelios canónicos que hoy atribuimos a Marcos, Mateo, Lucas y Juan en realidad son anónimos y sólo después fueron considerados como escritos por acompañantes de los apóstoles —Marcos fue secretario de Pedro y Lucas compañero de Pablo en sus viajes— o por seguidores de Jesús —Mateo, un recaudador de impuestos y Juan, hijo de Zebedeo—. Con esto no se quiere afirmar que los evangelios canónicos sean falsos. Aunque la intención aquí fue revestir con autoridad estos recuentos de la vida de Jesús (y no otros), recuentos que de otra forma hubieran tenido que competir en “autenticidad” con comunicaciones alternativas que circulaban en las comunidades cristianas primitivas: Bart Ehrman (Cristianismos perdidos: Los credos proscritos del Nuevo Testamento [Barcelona: Ares y Mares, 2004]) lista no menos de 15 evangelios, casi todos apócrifos escritos entre los siglos I y II de nuestra era.
Independientemente de la datación de los distintos evangelios, el verdadero problema es que todos ellos (apócrifos y canónicos) son copias hechas a mano y, lo que es peor, copias de copias hechas a mano, por lo que la fidelidad de las copias puede ser razonablemente puesta en duda (sin llegar al extremo de sostener que se trata de literatura fantástica). Durante una presentación pública en Stanford, Ehrman contabilizó más de 5 700 copias griegas del Nuevo Testamento, ninguna de las cuales proviene de algún “original” —la copia completa más antigua es de finales del siglo II, siendo que los originales del canon fueron escritos cuando muy tarde cien años antes—. La pregunta obvia que se desprende es la siguiente: ¿cómo interpretar el Nuevo Testamento si no estamos siquiera en condiciones de saber exactamente qué dice, qué fue lo que dijo Jesús?
Por lo demás, la historia del cristianismo está plagada de falsificaciones en distintos grados, de las que se tiene noticia gracias al conocimiento especializado de paleógrafos, de estudios crítico-literarios y, faltaba más, de historiadores. Casi todas las falsificaciones procuran adherir un significado a la comunicación religiosa con fines políticos y propagandísticos específicos, si no es que algunas otras sencillamente intentan “salirse con la suya” (embaucar y defraudar), como hicieron quienes alegaron no hace mucho (1983) haber descubierto los diarios de Hitler.
Uno de los ejemplos más notables de falsificación histórica en conexión con el cristianismo es el credo niceno-constantinopolitano, el más importante símbolo de fe del catolicismo, todavía rezado hoy en misa. En realidad este credo ni fue niceno ni fue constantinopolitano, sino que fue elaborado mucho después, bien entrado el siglo V con la finalidad de enfrentar el primer gran cisma cristiano, el de las iglesias orientales no calcedónicas (L. Perrone, “De Nicea (325) a Calcedonia (451)”, en Historia de los concilios ecuménicos, comp. Giuseppe Alberigo [Salamanca: Sígueme, 1993], 17-103). Al querérsele hacer pasar como elaborado con anterioridad, lo que en verdad se buscaba era obviar la falsedad de la doctrina sostenida por las iglesias orientales monofisitas. Con propiedad historiográfica, pues, y no atendiendo a la manipulación que se hizo de él, a este credo debería endilgársele el adjetivo de calcedónico y presentársele al calce de la condena al monofisismo dictada por el cuarto concilio de la iglesia.
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