Avidez y desmemoria

Casa de citas/ 149

Reviso los libros breves y los cuadernillos del Programa Nacional Salas de Lectura. Me hallo con dos autores admirados y tomo sus obras: Mazel y Shlimazel. La leche de la leona (Conaculta, 2012), de Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura en 1978, de quien he leído todo lo que he encontrado, y ¿Cuánta tierra necesita un hombre?, de Lev (León, regularmente) Tolstói, otro de mis autores básicos.

Comienzo con Bashevis, profundo conocedor de la Biblia (sus novelas, sus relatos, su biografía hablan de ello), y no es una gran deducción descubrir que su cuento es una paráfrasis de la historia de Job. Mazel es Dios (p. 9: “Conozco millones de maneras de alegrar a la gente”) y Shlimazel, el diablo (“Y yo, millones de amargarla”). Aunque el segundo trata de destruir a un hombre, con la anuencia del primero, al final Tam, el hombre, es recompensado. Es grande Bashevis.

Tolstói tiene todas las prendas de sabiduría para hacer el relato redondo de la ambición humana (“El mejor relato que se ha escrito nunca”, citan a James Joyce en la contraportada), esta vez encarnada en el campesino Pajom. Su mujer dice a otra, en su casa, que si tuviera muchas tierras no le tendría miedo ni al diablo. Ella piensa que dijo las palabras al aire, pero (p. 13) “el diablo se había sentado detrás de la estufa y lo había escuchado todo”. Y cobra el desafío llenando de ambición el corazón del marido, quien de tanta tierra que quería sólo halla la justa, la necesaria.

Por la cita de Joyce recuerdo su novela El retrato del artista adolescente (publicada originalmente en 1916; mi ejemplar es de Editorial Colofón, 1999);  allí también hay varias referencias al diablo, pero especialmente al infierno donde (p. 111) “los prisioneros están hacinados unos contra otros en su horrendo calabozo, las paredes del cual, se dice, tienen cuatro mil millas de espesor. Y los condenados están de tal modo imposibilitados y sujetos […] que no son capaces de ni aun de quitarse del ojo el gusano que se lo está royendo.

“[…] El fuego del infierno no da luz. […] Por voluntad de Dios, el fuego del infierno, conservando la intensidad abrasadora de su calor, arde eternamente en sombra.”

 

***

 

Mi ejemplar (RBA Editores, 1994) tiene las dos en una: La dama boba (de 1613) y La moza del cántaro (de 1618) de Lope de Vega (1562-1635). Figura central en el Siglo de oro español, llamado el Fénix de los ingenios y el Monstruo de la naturaleza (no por feo, sino por su inmenso talento), es autor, según algunos, de mil ochocientas comedias teatrales (es lugar común decir que escribía tres en una noche). Y eso casi lo dice todo, aunque también fue poeta y novelista.

Las comedias de enredo tienen una trama básica que se repite y se repite, aunque justamente ese constreñimiento vuelve fácil y también complicado hacer una nueva. En todo caso, no es la trama lo que interesa en Lope, sino su portentosa versificación y sus ideas. En La dama boba hay varias citables. Habla Turín, sirviente, y Liseo, galán, de que los ángeles femeninos son terrestres (p. 7):

 

TURÍN: Las damas de Corte son

todas un fino cristal:

trasparentes y divinas.

LISEO: Turín, las más cristalinas

comerán.

 

Uno de los personajes, Leandro, llama marquesote a un hombre ausente. El pie de página refiere el término a otra obra de Lope, El cuerdo en su casa (p. 10): “Hay mil tontos marquesotes/ con cuidados de mujer,/ que nacieron para ser/ mártires de sus bigotes”.

En este tipo de obras, los sirvientes también se enamoran. Es el caso de Pedro que lo intenta con Clara (p. 35):

 

PEDRO: […] En comenzando a querer,

enferma la voluntad

de una dulce enfermedad.

CLARA: No me la mande tener,

que no he tenido en mi vida

sino sólo sabañones.

FINEA: ¡Agrádanme las liciones!

 

Finea es la dama boba, pero bella y rica. Por amor se trasforma, porque, dice Clara, refiriéndose al amor (p. 37): “No hay pepitoria/ que tenga más menudencias/ de manos, tripas y pies”.

 

Doña María es “La moza del cántaro”. Tiene que disfrazarse para huir de la ley, pues acuchilló al hombre que ofendió a su padre. Cuando finge ser una moza conoce a una viuda a quien pretende un conde; sobre ella platica con su sirvienta un sabroso chisme (p. 178):

 

MARÍA: ¿Tu ama trata en galanes?

LEONOR: De honesta conversación

de un Conde que la visita

le nacieron los antojos.

MARÍA: ¡Quién la ve tan baja de ojos

a la señora viudita!

LEONOR: Hermana, enviudó ha dos meses

viénele grande la cama.

MARÍA: Y en fin, ¿le quiere tu ama?

LEONOR: Como si juntos los vieses.

 

***

 

Obra del pintor chiapaneco Manuel Velázquez

Obra del pintor chiapaneco Manuel Velázquez

La vida es ávida y desmemoriada

Augusto Roa Bastos

 

La guerra es inhumana, cruel, absurda. Si bien es cierto que nacemos para vivir primero y morir después (el intermedio entre estas dos oscuridades es lo único que podemos más o menos explicarnos), no me parece que hayamos nacido para matarnos. La guerra va en contra de regalo de vivir, es una contra-vida, un adelanto de la muerte donde los que perecen lo hacen sin saber (o sabiendo, no importa) que sólo serán cifras para la nada. Todos moriremos. Por eso la guerra es gratuita, anti natural. La vida es río; desierto la muerte.

De la guerra trata Hijo de hombre (Alfaguara, 1977), del enorme paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005). Maestro en el género del cuento (El baldío es un cuento prodigioso) y de la novela (Yo, el supremo es uno de los hitos asombrosos e irrepetibles en cualquier literatura), Roa Bastos cuenta en Hijo de hombre la guerra del Chaco (entre Paraguay y Bolivia, 1932), en la que el autor participó, donde la muerte se da no sólo por la mano brutal del hombre (la muerte roja), sino también por la desierta y pobre geografía donde se realiza. A esa otra muerte la llaman blanca y es por falta de agua, por sed, por hambre.

Encadenada por capítulos que de suyo son cuentos redondos (Ernesto Sabato incluye el primer capítulo como cuento en su antología Cuentos que me apasionaron, volumen 2), esta novela es amarga, un desfile de desgracias donde la esperanza es sólo un punto de luz cada vez más diminuto hasta que lo cubre con lentitud la oscuridad total.

Hay en algunas páginas amor, como el que sintieron y defendieron los papás (Casiano y Natí) de Cristóbal Jara, personaje que será importante en esta trama de destinos entrecruzados (p. 124): “Hablaban más con los ojos que con las palabras, y en la oscuridad con sólo estar juntos. No necesitaban más para comprenderse, puesto que entre un hombre y una mujer todo está dicho desde el comienzo del mundo”.

Esto lo escribe un militar en un diario de espanto (p. 245): “Dicen que nada hunde más a un hombre que una mujer cuando lo tiene agarrado no por el sexo sino por el alma”.

En la novela hay varias palabras y frases en guaraní, idioma originario de Paraguay, y pese a que se asienta que (p. 336) “no hay tristezas en el guaraní; las palabra salen recién inventadas, sin tiempo de envejecer”, la matanza pone un velo de triste atrocidad en todo (p.340): “Alegría, triunfo, derrota, sexo, amor, desesperación, no eran más que eso: tramos de la marcha por un desierto sin límites”.

 

***

 

Leo el breve Cantos líquidos (Public Pervert, 2013) de la joven poeta chiapaneca Berona Teomitzi. Hay líneas sobre el amor (p. 7): “Suelto mis palabras/ como perros a buscarte/ aunque sólo me traigan tu nombre”; (p. 11): “Tu recuerdo no se borra/ se adhiere a las estrellas/ que decoran la azotea”; (p. 19) “La vida está en esa agua que siempre seremos al momento/ de a mar”.

Y este es el duro epígrafe del poema “Cuando el hastío invade cualquier día que pasa” (p. 23): “Porque hay momentos tan miserables en la vida/ que ni las palomas se atreven a cagarte”.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

 

 

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