Amar dragones
Casa de citas/146
Vi recientemente a una querida amiga, a quien además admiro por su desprejuicio y su descaro total para hablar de sí misma. La charla giraba en torno a la gente a quienes los mosquitos “persiguen” para picar. Ella dijo, entonces, que la seguían las pulgas y las garrapatas. Que bastaba que unas u otras estuvieran cerca para que momentos después ya las sintiera o las tuviera en el cuerpo.
—Debo tener sangre de perra –reflexionó. Y agregó antes de estallar en una carcajada: ¡De perra en brama!
Dos o tres días después fui al cine a ver Lovelace (2013, dirigida por Rob Epstein y Jeffrey Friedman), basada en el libro autobiográfico de Linda Susan Boreman quien, con el nombre artístico de Linda Lovelace, se convirtió en la actriz porno más famosa al encarnar el papel principal de la célebre cinta Garganta profunda (Deep Throat, 1972, dirigida por Gerard Damiano).
Al margen de su desastrosa vida familiar, la nota de espanto aquí es que, según sus palabras, filmó las famosas escenas de felación (en la cinta su personaje tiene el clítoris en la garganta) obligada, amenazada con una pistola en la cabeza.
No ha sido la única.
Naief Yehya en Pornografía, obsesión sexual y tecnológica (Tusquets Editores, 2012) dice que Juanita Slusher, protagonista de Smart Aleck (1951), “una de las cintas más famosas de la época” aseguró en 1976 (p. 81) “que fue forzada a aparecer en el filme, que no le pagaron […y] no podía recordar lo sucedido ya que supuestamente fue drogada durante la filmación”.
Esto no debe ocurrir en ningún lado, a nadie. El sexo debe producir placer, alegría, risas, como bien lo sabe mi querida amiga, como debemos saber todos.
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Me ha llamado desde niño la atención los nombres de flores y plantas: Nevando en París, La millonaria, Cola de zorro, etc. En “La hija de Rappaccini”, de Octavio Paz, que junto con “Arenas movedizas” publicó Alianza Cien s/f, los nombres con que finaliza una lista de plantas me hacen sonreír (p. 67): “El lactáreo venenoso, el bálano impúdico, la niebla, el ceñiglo, la hipócrita coralina, el pedo de lobo y el boleto de Satanás…”
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Hay dos reflexiones de Kafka que me gustan mucho, de las 109 contenidas en “Consideraciones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza y el camino verdadero” (Meditaciones, M. E. Editores, 1994). Son, además, sintéticas. La 20 (p. 85): “Leopardos irrumpen en el templo y se beben y vacían los jarros de los sacrificios; esto se repite siempre; finalmente, se puede prever y se convertirá en una parte de la ceremonia”. Y ésta, la parte final de la 109 (p. 99): “No es necesario que te vayas de la casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera tan solo. Ni siquiera esperes, estate completamente callado y solo. El mundo se te ofrecerá para desenmascararlo, no puede hacer otra cosa, extasiado se retorcerá ante ti”.
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Ramiro Culebro me manda un estudio fotográfico hecho a “La piedad”, de Miguel Ángel: la virgen María abrazando a Cristo muerto. Nada que agregar sobre la maestría del escultor que capta (o mejor, inventa) las expresiones humanas en lo divino para volverlas piedra eterna. La piedra que habla desde la mudez. El simbolismo que pone divinidades para hablar del ser humano.
Hay algo en ello que me deja inquieto, que me dicta preguntas sin respuesta. ¿Por qué es más bella la escultura que el cuerpo vivo? ¿Por qué la desnudez de las estatuas no suscita erotismo? ¿Por qué emociona más la representación que la realidad? ¿Pasaría lo mismo si en lugar de este material incombustible estuvieran estáticos dos mortales, dos seres que van a morir?
Como respuesta a mis preguntas, encuentro días más tarde en Largueza del cuento corto chino (Almadía, 2011), recopilación, prólogo, traducción y notas de José Vicente Anaya, el cuento “El señor que amaba los dragones”, de Shen Buhai (p. 81): “El señor Ye amaba tanto a los dragones que los tenía tallados o en pinturas por toda la casa. Cuando de esto se enteró el verdadero Dragón Celestial se puso muy contento y voló a la Tierra. Llegó a la casa del señor Ye y metió su cabeza por la puerta y su cola por la ventana. Al verlo, el señor Ye huyó despavorido, a punto de enloquecer.
“Esto demuestra que el señor Ye no amaba verdaderamente los dragones, sólo gustaba de la imagen pero no del auténtico dragón.”
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Los dos textos siguientes los escribí para un proyecto de no sé qué (¿radio, tv?), hace tiempo; no los oí ni los vi, aunque fui avisado para ello, por razones que no recuerdo. Los dos se refieren a Tuxtla.
La calle, un ave fénix
Nuestra casa es la cueva donde, se supone, estamos seguros (estos tiempos oscuros han abolido incluso esa premisa); por eso, salir a la calle ha sido desde siempre un riesgo, una aventura a la que, en los viejos tiempos, no se dejaba salir sola a las mujeres ni, en los actuales, se quiere dejar sin compañía a los niños. Y sólo hablo del día. La noche se cuece aparte.
Fuera de las cosas malas que eventualmente podrían sucedernos, la calle es un mundo cambiante,
: hoy abrieron una nueva tienda, mañana derrumbarán un edificio
imprevisto,
: hubo un asalto en la tienda, acaba de ocurrir un choque
y voraz
: engulle cuanto pasa por sus dominios: la prostituta, la monja, el gordísimo, los estudiantes, los puestos de fritangas, el niño flaco, el viejo rico e infinidad de animales y sucesos; luego llega el momento en que sólo la ocupa el silencio, la soledad.
E igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, como dice el tango de Enrique Santos Discépolo, mezcla la faz feroz del lobo con la imagen de una caperucita que ya se sabe el cuento; el rostro marmóreo de un oscuro héroe patrio con la luminosidad de una sonrisa joven.
La calle es el sinónimo del mundo que en su torrente de tiempo va transformándose sin dejar de ser la misma cosa: un hotel de paso de todo lo existente. La calle es el Ave Fénix que vuelve ceniza la cotidianidad y al mismo tiempo hace nacer incesantemente la vieja novedad de lo transitorio.
Magueyito
No es fácil ser maguey y vivir en Tuxtla: este campo de asfalto, este hormiguero de reyes del mundo que producen basura y ruido, estos caballos de metal, estas flores de plástico.
Ser maguey y vivir en Tuxtla es volverse un punto de referencia, pero vivir solo, aislado, triste: sus hojas no hacen que el viento cante ni pueden hacerse loas a su color, que desdeña el lugar común adjudicado al trópico.
El cariño impostado con que lo nombren le sonará a mentira. Los niños no pueden trepársele y no se le admiran flores, salvo cuando está a punto de morir. Sus puntas muestran sin rodeos que ningún humano es bienvenido a su regazo. Si alguno se le acerca no es para hacerle caricias, sino para tumbarle brazos, cercenarle miembros, decapitarlo.
Un maguey en una calle es un animal mítico, un león de circo, una serpiente dentro de una celda de cristal. Es un ser ensimismado en el deseo reiterado e imposible de volar para vivir en la montaña.
Y a nadie le importará si de veras por su cuerpo corre sabia o es ya una representación del cómodo cemento con que hombres y mujeres han decidido cubrir las maravillas.
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En el breve poemario Los hermanos de Chac Mool (Public Pervert, 2013), de Manolo Flores, joven poeta salvadoreño, se retrata la calle, el consumo de drogas y el alcohol, la pobreza, la violencia, pero también el amor y el buen sentido del humor.
Dice en el final de “No es coincidencia” (p. 22): “Que somos mechudos/ Chiquitos panzones secos/ Tatuados morenos […]/ No es coincidencia/ Es que la pobreza/ Es en común”.
Sobre esta misma idea, dice José Revueltas en sus Conversaciones (compiladas por Andrea Revueltas y Philippe Cheron, Era, 2001:189): “Para las potencias no somos más que pueblos feos, prietos, negros y harapientos”.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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